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El significado de la Revolución Industrial
El proceso, que recibe genéricamente el nombre de "revolución industrial", comenzó en Gran Bretaña y desde allí fue difundiéndose primero hacia Europa
continental y Estados Unidos, y más tarde hacia otros países y regiones.
En contraste con el mundo preindustrial, en el que la principal actividad económica era la agricultura, en la sociedad industrial el peso del sector
primario fue reduciéndose al tiempo que se incrementó el de la industria y los servicios. Mientras que en la sociedad preindustrial la gran mayoría de la
población vivía en el campo, dedicándose a actividades rurales, la sociedad industrial se caracteriza por un alto grado de urbanización y por el incremento
significativo del número de grandes ciudades, que eran muy pocas antes del siglo XIX.
Gracias al desarrollo de los transportes y de las comunicaciones se incrementó el contacto entre las diversas regiones del planeta, creció la actividad
comercial y el movimiento de las personas. Con la aparición de la imprenta a vapor y de otras innovaciones en la industria editorial comenzó la producción
de impresos en gran escala y la circulación de libros y periódicos entre sectores cada vez más amplios de la sociedad, que al mismo tiempo vieron ampliadas
sus posibilidades de acceder a la educación.
El concepto de revolución industrial
Como señala David Landes, suelen atribuirse a la expresión "revolución industrial" tres sentidos diferentes:
a) "...en minúsculas, suele referirse al complejo de innovaciones tecnológicas que, al sustituir la habilidad humana por maquinaria, y la fuerza humana y
animal por energía mecánica, provoca el paso desde la producción artesanal a la fabril, dando así lugar a la economía moderna."
b) "El significado del término es a veces otro. Se utiliza para referirse a cualquier proceso de cambio tecnológico rápido e importante [...] En este
sentido, se habla de una segunda o tercera revolución industrial, entendidas como secuencias de innovación industrial históricamente determinadas."
c) "El mismo término, con mayúsculas, tiene otro significado distinto. Se refiere a la primera circunstancia histórica de cambio desde una economía agraria
y artesanal a otra dominada por la industria y la manufactura mecanizada. La Revolución Industrial se inició en Inglaterra en el siglo XVIII y se expandió
desde allí, y en forma desigual, por los países de Europa continental y por algunas otras pocas áreas..."
Para E. A. Wrigley "la característica distintiva de la Revolución Industrial, que ha transformado las vidas de los habitantes de las sociedades
industrializadas, ha sido un aumento amplio y sostenido de los ingresos reales per cápita. Sin un cambio de este tipo, el grueso del total de ingresos se
hubiese seguido gastando necesariamente en alimentos y el grueso de la fuerza de trabajo hubiese seguido empleada en la tierra".
La revolución industrial consiste en un proceso de cambio estructural en el que se combinan: a) el crecimiento económico; b) la innovación tecnológica y
organizativa, y c) profundas transformaciones en la economía y en sociedad.
Desde el punto de vista de la innovación las revoluciones industriales pueden ser definidas como revoluciones tecnológicas, a las que Schumpeter
caracterizó como transformaciones profundas en el aparato productivo, originadas en innovaciones radicales, cuya difusión termina por englobar la casi
totalidad de la economía.
Se habla de tres revoluciones industriales, cada una de ellas identificada con un paradigma técnico- económico, que implica un cierto tipo de organización
productiva y un tipo determinado de innovación tecnológica. La primera se ubica históricamente entre las últimas décadas del siglo XVIII y mediados del
siglo XIX, y se caracteriza por el nacimiento del sistema de fábrica, la mecanización del trabajo, el uso de la energía del vapor y de la energía
hidráulica, la utilización del carbón como insumo clave y la industria textil y la metalurgia como sectores de punta. La segunda revolución industrial tuvo
lugar entre las últimas décadas del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, y tuvo como rasgos esenciales el desarrollo de nuevas formas de organización de
trabajo y de la producción -el taylorismo, el fordismo y la producción en serie-, el uso de nuevas fuentes de energía -la electricidad y el motor a
explosión-, la difusión del uso del acero como insumo clave y el desarrollo de nuevos sectores de punta: la siderurgia, la química y la industria de bienes
de capital y de maquinaria. La tercera revolución industrial, hoy en curso, se inició en la década de 1970, y es la etapa del posfordismo, de la
automatización y de la especialización flexible, del desarrollo de la energía nuclear pero también de nuevos sistemas de ahorro de energía en las fuentes
tradicionales, de la microelectrónica como factor clave y de la expansión de la informática, las comunicaciones, la biotecnología y los nuevos materiales
como las áreas más dinámicas.
Aún en Gran Bretaña, la primera nación industrial, la difusión de la industria moderna fue lenta y afectó en forma desigual a las diversas ramas de la
actividad manufacturera y a las distintas áreas geográficas.
La "primera Revolución Industrial": el nacimiento de la industria moderna
Las formas tradicionales de producción industrial
A lo largo de la historia se han ido sucediendo diversas formas de producción industrial, desde la industria artesanal -una actividad en la que los
productores utilizan herramientas manuales que exigen una alta dosis de habilidad- hasta el moderno sistema de fábrica -en el que la producción es llevada
a cabo por medio de máquinas impulsadas por energía inanimada-.
Desde fines de la Edad Media se expandió en Europa la industria artesanal urbana, que funcionaba en pequeños talleres, con una organización jerárquica
basada en el sistema de aprendizaje y fuertemente regulada por los gremios.
A partir del siglo XVI fue desarrollándose paulatinamente una nueva forma de organización conocida con el nombre de "industria a domicilio", cuya mayor
difusión tuvo lugar durante los siglos XVII y XVIII. Era un sistema descentralizado de producción, en el que los trabajadores realizaban las tareas en sus
domicilios, con herramientas que en general eran de su pertenencia. Trabajaban para un comerciante-empresario, que les encargaba los trabajos y les
suministraba materia prima, retirando luego las piezas elaboradas, que eran vendidas en mercados no locales, europeos o ultramarinos. La mayor parte de los
trabajadores eran campesinos que realizaban sus actividades industriales en los tiempos muertos que dejaban las tareas agrícolas.
Ventajas: se trataba de un sistema muy flexible, en el que la producción se regulaba de acuerdo con la demanda, y en el que no existía una obligación por
parte del empresario de mantener un vínculo permanente con los trabajadores. Los costos fijos eran mínimos y los salarios más bajos, ya que no se aplicaban
las regulaciones que establecían los gremios para la industria urbana. Los trabajadores aceptaban recibir un pago menor porque para ellos se trataba de una
actividad complementaria, pues su ocupación principal era la agricultura.
En las zonas agrícolas menos fértiles la industria a domicilio ofreció la posibilidad de mejorar los ingresos de los campesinos, ya que a la producción de
la tierra sumaban las remuneraciones provenientes del trabajo industrial.
El sistema de trabajo a domicilio se extendió fundamentalmente en la industria textil, aunque también se utilizaba en otras ramas como la industria
metalúrgica, la fabricación de vidrio y la de relojes.
A comienzos de la década de 1970 el historiador Franklin Mendels elaboró el concepto de "protoindustrialización" para referirse a lo que consideraba la
primera fase del desarrollo industrial de Europa, caracterizada por la expansión del sistema de trabajo a domicilio, fase a la cual llamaba también
"industrialización preindustrial", para contraponerla a la de la Revolución Industrial propiamente dicha.
Además de la pequeña industria artesanal y de la industria a domicilio, existió en la Europa moderna un tercer tipo de organización industrial, a la que
suele denominarse "protofábrica". En ella las actividades se llevaban a cabo en forma centralizada y en unidades de dimensiones mayores, por razones
económicas o técnicas o por la existencia de algún tipo de monopolio o de iniciativa de parte del Estado.
La industria fabril
Con la revolución industrial nació el sistema de fábrica, que se identifica por la mecanización de la producción (producción con máquinas), por el uso de
energía inanimada en reemplazo de la energía humana o animal y por la presencia de trabajadores asalariados sometidos a un régimen de estricta disciplina.
Siempre que se utilizan herramientas, el hombre o la mujer que las maneja emplea sus conocimientos, su fuerza y su habilidad para producir bienes.
En el caso de las máquinas, en cambio, estamos frente a artefactos que disponen de mecanismos que reemplazan a la habilidad humana.
El rasgo dominante de la industria moderna fue la difusión de las máquinas accionadas por energía inanimada -primero energía hidráulica, más tarde energía
del vapor- que obligaron a sustituir las formas tradicionales de organización del trabajo y dieron nacimiento al sistema de fábrica.
Una de las innovaciones principales de la Revolución Industrial fue el acceso a nuevas fuentes inorgánicas de energía calorífera y mecánica, gracias a la
paulatina difusión de la máquina de vapor y del uso del carbón mineral como combustible. La máquina de vapor, patentada por James Watt en 1769, permitió
transformar la energía térmica (calor) en energía cinética (movimiento y trabajo), y la utilización del coque (un derivado del carbón de piedra) incrementó
sensiblemente la oferta de energía.
Las innovaciones que se introdujeron desde las últimas décadas del siglo XIX -la electricidad y el motor a explosión- no hicieron más que reforzar esta
tendencia, multiplicando la oferta de bienes y servicios.
La fábrica exigía a los obreros un horario estricto y una actividad constante. El trabajo humano debió adaptarse al ritmo impuesto por las máquinas. Los
trabajadores debieron acostumbrarse a una precisión y una asiduidad desconocidas con anterioridad, y debieron modificar profundamente sus hábitos
laborales.
Un aspecto central de la producción "preindustrial" era que el conocimiento tecnológico tomaba la forma de oficios calificados, y quienes poseían el oficio
controlaban los procesos de producción.
Los nuevos empresarios lucharon por modificar los viejos sistemas de trabajo recurriendo al control de los obreros, y algunos de ellos establecieron una
normativa muy rígida. La entrada de los operarios a la fábrica, sus comidas, su salida, tenían lugar a una hora fija, pautada por el toque de una campana o
por una sirena. En el interior, cada uno tenía un puesto determinado y una tarea estrictamente delimitada. Debían trabajar regularmente y sin detenerse,
bajo la mirada del capataz.
La jornada laboral sobrepasaba las catorce horas diarias.
Para disciplinar a los trabajadores los empresarios recurrían mayoritariamente a los castigos. Los castigos más difundidos eran el despido y las multas,
que solían ser muy elevadas, sin guardar proporción con las faltas.
Una segunda característica de las fábricas fue la intensificación de la división del trabajo.
Adam Smith señalaba que la mayor productividad derivaba tres factores: la mayor destreza de cada obrero en particular, el ahorro de tiempo que comúnmente
se pierde al pasar de una ocupación a otra y la invención de máquinas que facilitan y abrevian el trabajo, capacitando a un hombre para hacer la labor de
muchos.
La introducción de las máquinas tuvo varias consecuencias. En primer lugar muchas tareas se simplificaron, ya que los mecanismos fueron reemplazando a la
habilidad de los trabajadores. Ello permitió incrementar la contratación de personal no calificado que se especializaba en actividades rutinarias, como el
simple control de la máquina. En segundo término, muchas tareas dejaron de requerir no sólo habilidad sino también fuerza. Ambas condiciones llevaron a que
en las fábricas se contrataran cada vez más mujeres y niños, cuyos salarios eran mucho menores y que se sometían a la disciplina con más facilidad que los
hombres adultos.
Los primeros procesos históricos de industrialización
Los países continentales que primero transitaron el camino de la industrialización fueron Bélgica, Francia, Suiza y Alemania. La industria moderna fue
después extendiéndose hacia los países escandinavos y los países de Europa del sur y del este, incluyendo Rusia. Para fines del siglo XIX la
industrialización era un proceso en marcha en la mayor parte del territorio europeo. Fuera de Europa, el único país que se industrializó tempranamente fue
Estados Unidos, donde el proceso se inició ya en las primeras décadas del siglo XIX.
La Revolución Industrial en Gran Bretaña
La economía británica durante el siglo XVIII
Desde fines del siglo XVII la población comenzó a aumentar a un ritmo muy acelerado, muy superior al de los países de Europa occidental: de menos de seis
millones alrededor de 1700 pasó a casi nueve millones en 1800.
El crecimiento demográfico tuvo como causa inmediata principal el aumento de la fecundidad, y en menor medida el descenso de la mortalidad. El incremento
de la fecundidad fue a su vez consecuencia del crecimiento de la nupcialidad y de la reducción de la edad del matrimonio, favorecidas por la expansión
económica.
Cuando el crecimiento demográfico superaba esa capacidad, el precio de los alimentos se elevaba. Con ello se generaba un desequilibrio que desembocaba en
un aumento de la mortalidad, una reducción de la fecundidad y el posterior descenso de la población.
El incremento de la producción agrícola permitió no sólo que la población creciera a un ritmo acelerado sino también que una proporción creciente de ella
pudiera trabajar en actividades no agrícolas, con lo cual se incrementó oferta de mano de obra para la industria y los servicios.
La Revolución Industrial no hubiera sido posible sin una precedente "revolución agrícola", pero este concepto ha sido muy cuestionado y reemplazado por la
expresión "nueva agricultura". El proceso se inició en los Países Bajos a fines de la Edad Media y los cambios se fueron incorporando, lentamente, en
Inglaterra y Europa continental.
La nueva agricultura consistió en la combinación de tres elementos que se reforzaron mutuamente: la introducción de nuevos cultivos, la alimentación de la
ganadería en establos y la supresión del barbecho.
El resultado fue que los campesinos pudieron tener más ganado y mejor alimentado, lo cual aumentaba el suministro de productos animales. De animales mejor
alimentados se obtenía más abono, lo que contribuía a aumentar la producción de cereales. En los sistemas de rotación se alternaron los cereales con nuevos
cultivos de forrajes, muchos de los cuales servían para fijar el nitrógeno y para acabar con los ciclos de plagas y enfermedades de las plantas. Todo ello
llevó a la supresión del barbecho, lo cual redundó en el incremento de la superficie de tierra cultivable.
La desaparición de los campos abiertos se dio como consecuencia de las leyes de cercamientos (Enclosure Acts), que habían comenzado en el siglo XVI, pero
que se multiplicaron en la segunda mitad del XVIII. Establecían la obligatoriedad de cercar tierras que podían ser de cultivo, de pastoreo o incultas. Las
antiguas parcelas alargadas, distribuidas entre las tierras de cultivo, eran reemplazadas por nuevas parcelas en la que los propietarios tenían concentrada
la superficie de tierra que antes tenían repartida.
El resultado de los cercamientos fue que una proporción muy alta de los pequeños propietarios se vio obligada a vender sus tierras, que fueron compradas
por grandes propietarios o inversores provenientes de otras áreas. También se vieron fuertemente perjudicados los campesinos sin tierras que ocupaban
tierras comunales, y en general todos los campesinos que perdieron la posibilidad de utilizar esas tierras para el pastoreo. Los campesinos expulsados de
sus tierras se transformaron en su mayoría en jornaleros o arrendatarios con contratos de corto plazo.
Otra forma de producción era la manufactura centralizada, difundida en la minería, la producción de metales, algunos ramos de la industria textil, la
industria del vidrio, de la cerveza, del papel, de la sal y algunos otros rubros. En general se basaban en técnicas de trabajo intensivo, en la disciplina
de los trabajadores y en la maximización de las habilidades como resultado del trabajo artesanal.
Desde mediados del siglo XVII se habían destinado fuertes inversiones públicas y privadas a la extensión del sistema fluvial (a través de la construcción
de canales) y a la construcción de nuevos puentes y carreteras. Este proceso se aceleró desde mediados del siglo XVIII, lo que contribuyó a que los
transportes fueran relativamente fáciles y baratos.
Además del mercado interno, Gran Bretaña contaba con la ventaja de poder acceder a un amplio mercado externo. Desde el siglo XVI había ido desarrollando su
flota hasta transformarse en la principal potencia marítima mundial en siglo XVIII. Poseía importantes territorios coloniales, sobre todo las trece
colonias de América del Norte, pero además de ello tenía relaciones comerciales, gracias a la extensión de su poderío naval y a su política exterior, con
las colonias españolas y portuguesas en América y con otras áreas de ultramar.
Las barreras a la movilidad social eran más bajas que en el continente y la distribución de la renta más equitativa. Ello incidía en las pautas de consumo
y creaba condiciones favorables para la producción de bienes de consumo masivo. Pero también favorecía la versatilidad y el movimiento de las personas
hacia nuevas ocupaciones.
El proceso de cambio tecnológico
Se combinaron dos factores: los inventos y la iniciativa de los empresarios para adoptarlos. En la Gran Bretaña del siglo XVIII la actividad inventiva se
desarrolló mucho más que en cualquiera de los países del continente europeo. En ella se patentaron la mayor parte de las máquinas que revolucionaron la
industria y más tarde los transportes, y la historia de la Revolución Industrial es en parte la de los hombres responsables de esos inventos.
Hubo dos sectores que experimentaron los primeros cambios revolucionarios en la tecnología y la organización económica: la industria del algodón y la
industria del hierro.
La industria del algodón pasó, en pocas décadas, de tener un papel insignificante a ser la principal actividad manufacturera, y fue el primer sector que
utilizó máquinas en gran escala.
Ello se dio en la industria del algodón, que presentaba una serie de ventajas con respecto a la de la lana. Se prestaba mejor a la mecanización, por su
mayor resistencia, tenía un mercado de consumo más amplio, y la elasticidad de la oferta de materia prima era mayor.
El uso de la lanzadera volante en los telares desde la década de 1730 incrementó la productividad de la industria del tejido y generó un fuerte aumentó de
la demanda de hilados. La respuesta fue la invención de los primeros modelos de hiladoras mecánicas, entre los que se destacó la jenny, patentada en 1770.
Se difundió rápidamente, entre otras cosas porque era una máquina económica y simple, y sus dimensiones reducidas permitían instalarla tanto en fábricas
como en los domicilios de los trabajadores.
El invento que transformó más radicalmente la industria algodonera fue la hiladora hidráulica, patentada por Arkrwight en 1769. A diferencia de la jenny,
fue una máquina destinada desde el principio a las fábricas: fue accionada en los primeros tiempos por energía hidráulica, y en 1785 se la usó por primera
vez con máquinas a vapor.
La mecanización del tejido fue más tardía. El primer telar mecánico fue inventado en 1787, pero se difundió muy gradualmente, y recién a partir de la
década de 1820 comenzó a utilizarse en gran escala.
En el tejido el aumento de la producción provenía sobre todo del trabajo a domicilio: los trabajadores preferían este sistema a la fábrica, y los
empresarios eran reacios a incrementar su inversión en capital fijo. La mecanización de la industria algodonera concluyó recién hacia 1850.
Desde principios del siglo XVIII fueron introduciéndose importantes innovaciones tecnológicas en la metalurgia del hierro, que permitieron obtener un
producto más resistente y más barato. Tradicionalmente para la fundición del hierro se usaban la madera y el carbón vegetal, hasta que a comienzos del
siglo XVII comenzó a utilizarse con éxito un nuevo combustible, el coque, un derivado del carbón de piedra o hulla.
La utilización del coque fue fundamental para el desarrollo de la industria metalúrgica por diversas razones. En primer lugar, porque la disponibilidad de
hulla era mucho mayor que la de madera, que estaba empezando a convertirse en un recurso escaso y cada vez más caro. En segundo término, el coque genera
una cantidad superior a la del carbón de leña, lo cual facilita el proceso de fusión del mineral. Por último, la difusión del uso del coque exigió y
estimuló el uso de hornos de fundición cada vez mayores, lo cual redundó en economías de escala que permitieron abaratar los costos.
Otras dos innovaciones clave a fines del siglo XVIII en la metalurgia del hierro fueron el pudelado -que permitió eliminar las impurezas del carbono- y el
laminado -que hizo posible producir en forma más rápida y en grandes cantidades, y obtener una serie de formas estandarizadas (vigas, barras, rieles) que
se utilizaron en la industria, la construcción y el transporte.
La otra gran fuente de energía de la Revolución Industrial fue el vapor, que se utilizó tanto para la producción industrial como para impulsar los nuevos
medios de transporte: los ferrocarriles y los barcos.
Las primeras máquinas a vapor comenzaron a emplearse desde principios del siglo XVIII en la minería, para bombear el agua de las galerías. La máquina Watt,
que perfeccionó las preexistentes, tuvo la ventaja de poder utilizarse como fuente de energía para la producción manufacturera, siendo adoptada primero en
las hilanderías de algodón y más tarde en otras ramas industriales.
El carbón tuvo una importancia decisiva en la Revolución Industrial inglesa, ya que se lo utilizó como combustible en las máquinas de vapor y como fuente
de calor y de transformaciones químicas en la industria del hierro. La dotación de recursos naturales cumplió un papel relevante en los primeros tiempos de
la industrialización, ya que Gran Bretaña contaba con abundantes yacimientos de carbón y de hierro que le otorgaron fuertes ventajas comparativas.
Más adelante el carbón cumplió un papel decisivo en el desarrollo de nuevos medios de transporte. Los primeros ferrocarriles fueron construidos desde
principios del siglo XIX para acarrear el carbón, y gracias a las mejoras que se introdujeron en ellos fue posible desde 1830 inaugurar las primeras líneas
ferroviarias para transporte de cargas y de pasajeros.
Entre los factores ambientales que favorecieron la innovación se destaca sin duda el de bajo costo de las inversiones en los primeros tiempos de la
Revolución Industrial, debido a que las máquinas eran en general sencillas y poco costosas, a que se podían utilizar edificios ya existentes para instalar
las fábricas y también a que la mano de obra era barata y las condiciones de contratación muy flexibles. Al mismo tiempo, los beneficios eran muy elevados,
y permitieron que la autofinanciación fuera una práctica muy extendida. Más difícil que reunir el capital necesario era probablemente el reclutamiento, la
organización y el control de los trabajadores.
En las primeras etapas del proceso de industrialización el modelo de organización era el de la empresa personal, en la que el propietario del capital
ejercía tanto las funciones empresariales como las gerenciales. Las empresas eran mayoritariamente individuales o compuestas por un número reducido de
socios, que se dividían las tareas.
El impacto de la industrialización
La industrialización fue modificando profundamente la sociedad británica a través de un proceso largo y complejo, cuyos efectos se hicieron visibles sobre
todo a partir de mediados del siglo XIX. Las consecuencias de la industrialización no fueron uniformes en todos los sectores sociales. Aunque la economía
creció a un ritmo sostenido, la nueva riqueza se repartió en forma muy desigual, sobre todo hasta la década de 1850.
Es evidente que la industrialización fue introduciendo profundas modificaciones en las condiciones de trabajo. En primer lugar, el sistema de fábrica
conllevó un nuevo tipo de disciplina y largas jornadas de labor con bajos salarios y gran inestabilidad. Implicó también cambios muy grandes en el trabajo
femenino e infantil, todo ello con altísimos costos sociales. Al mismo tiempo, el debilitamiento de los antiguos mecanismos de protección social redundó en
un empeoramiento de las condiciones de vida de los sectores más vulnerables.
La proporción de población empleada en la agricultura fue descendiendo desde principios del siglo XIX, pasando del 35,9 por ciento en 1800 al 21,7 en 1851
y a aproximadamente el 8 por ciento en 1901. La población rural excedente emigró hacia las ciudades o hacia destinos transoceánicos. En el censo que se
realizó en 1851 en Gran Bretaña la población urbana superó a la rural, y a fines del siglo XIX casi el 80 por ciento de la población vivía en áreas
urbanas.
Junto con las fábricas nació también un nuevo tipo de trabajador, el obrero industrial, cuyas condiciones de trabajo eran muy diferentes de las de los
oficios manuales tradicionales.
El moderno obrero industrial se caracteriza por no ser propietario de los medios de producción -las fábricas y las máquinas, que pertenecen a los
capitalistas- y por vender su fuerza de trabajo en el mercado, a cambio de un salario. Desarrolla su actividad en las fábricas, trabajando con máquinas y
sometido a una estricta disciplina.
Todavía en 1830 el obrero industrial característico no trabajaba en una fábrica sino en un pequeño taller o en su propia casa (como artesano o trabajador
manual) o como peón, en empleos más o menos eventuales.
El sistema de fábrica transformó también las condiciones de trabajo de los obreros que seguían realizando oficios manuales, ya que se vieron expuestos a
permanentes reducciones salariales para competir con la producción mecanizada y a trabajar para agentes de las fábricas o intermediarios. En la industria
del tejido, el bajo precio y la abundancia de la mano de obra retrasaron la mecanización, pero al costo del empobrecimiento y la explotación de los
tejedores manuales.
El trabajo femenino e infantil no era una novedad, ya que en la sociedad preindustrial también trabajaba todo el grupo familiar, pero lo que fue cambiando
radicalmente con la industrialización fueron las condiciones laborales.
La división sexual del trabajo había estado relacionada, desde sus orígenes, con las diferencias de fuerza y de destreza entre hombres y mujeres, lo que
implicaba que ciertas tareas sólo podían ser desempeñadas por los hombres. Al mismo tiempo, los oficios específicamente femeninos, que requerían una
habilidad característica en las manos (como el hilado), eran considerados por los hombres como inferiores a los oficios masculinos, y peor remunerados que
éstos.
Cuando comenzaron a utilizarse máquinas accionadas por energía inanimada la situación en parte se modificó. Las mujeres pudieron desempeñar tareas antes
reservadas a los hombres pero, como su trabajo se consideraba inferior, siguieron percibiendo salarios menores. En la primera mitad del siglo XIX la
industria textil y la del vestido eran, junto con el servicio doméstico, las principales ocupaciones femeninas.
Desde comienzos del siglo XIX se incrementó el número de hogares en los que junto a un matrimonio y sus hijos vivía alguna persona anciana -en general la
madre de uno de los cónyuges- que se ocupaba de las tareas domésticas y del cuidado de los niños mientras la mujer trabajaba en la fábrica. De todos modos,
era más habitual el trabajo en fábrica de las mujeres solteras que el de las casadas.
Sus condiciones no eran las mejores, y había muchos casos de abuso y explotación, pero en comparación con los primeros tiempos de la industrialización la
brecha es muy grande.
Con la revolución Industrial los niños comenzaron a trabajar masivamente en las fábricas. Eran más dóciles que los adultos, recibían una paga mucho menor e
incluso eran más adecuados para algunas tareas que requerían manos pequeñas o baja estatura. Las condiciones del trabajo infantil eran muy duras. En primer
lugar se redujo la edad mínima del ingreso al mercado de trabajo y disminuyó la importancia del aprendizaje. En la industria algodonera los niños
comenzaban a trabajar desde muy pequeños, desde los seis u ocho años. El horario de trabajo era el mismo que el de los adultos, entre catorce y dieciséis
horas por día. Los salarios eran irrisorios y la disciplina muy dura, recurriéndose en muchos casos a los castigos corporales. Además de todo ello, las
condiciones insalubres de trabajo en las fábricas tenían efectos muy negativos para la salud y el desarrollo de los pequeños.
Aunque ya en 1802 el Parlamento aprobó una ley para proteger a los niños que trabajaban como aprendices en las fábricas, recién a partir de la década de
1830 el Estado comenzó a penalizar en forma efectiva los abusos cometidos por los empresarios y poner en vigencia nuevas reglamentaciones dirigidas a
regular el trabajo infantil. Al avanzar el siglo XIX la situación fue mejorando paulatinamente, aunque pasaron muchas décadas hasta que se prohibió el
empleo de menores.
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