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Gorz |  Sociedad y Estado (Cátedra: Messynger - 2019)  |  CBC  |  UBA

Gorz
El gran rechazo
La Globalización fue una respuesta esencialmente política a lo que, hacia mediados de los años setenta, se llamaba “la crisis de gobernabilidad”. Se cuestionaba la capacidad del ordenador al mando para realizar sus funciones y se criticaba cómo las llevaba a cabo. La misma se manifestaba en países desarrollados, en todos los niveles de la sociedad: en el Estado, las universidades, empresas, etc. El descontento tomó diversas formas desde 1964 hasta mediados de los setenta: rebeliones del proletariado negro en EE.UU., acciones obreras en Italia (huelgas, rechazo de los tiempos impuestos, secuestro de patrones, rechazo del trabajo en general), triunfo de los sectores más radicalizados en las universidades alemanas, etc.
El Estado había crecido considerablemente con todas sus nuevas funciones, y para sustentarse, se tenía que aumentar los impuestos. Éstos aumentarían proporcionalmente a la rentabilidad de cada ciudadano, por lo que los empresarios pagarían más que el resto y sentían que financiaban los sectores públicos, dando como consecuencia, que percibieran menos ganancias. Esto despertó el descontento de este sector.
Contrariamente a las previsiones de los fundadores del Estado de Bienestar, las protecciones y prestaciones sociales no habían reconciliado a las poblaciones con la sociedad capitalista, ni los procedimientos de negociación y de arbitraje permanentemente desactivaron los antagonismos sociales. Por el contrario, al intervenir, reglamentar, proteger y arbitrar en todos los dominios para intentar reactivar la economía, el Estado se había puesto en primera línea y se encontraba sobredimensionado. Responsable de todo o casi todo, atacado y solicitado, se había vuelto vulnerable.
En consecuencia, era necesario sustituir ese ordenador demasiado visible y atacable por un ordenador invisible y anónimo: el Mercado.
En el ámbito empresarial sucedía lo mismo: las grandes administraciones propias del fordismo, la organización centralizada, jerarquizada, rígida, de tareas compartimentadas, coordinadas por funcionarios, las hacía vulnerables. Era necesario que se reemplace ese poder demasiado visible por subunidades relativamente autónomas que, al coordinarse entre sí, permitieran economizar costos de organización. Era preciso poner en práctica una dosis de desregularización.
El éxodo de Capital
La expansión de las economías iba a encontrar, desde comienzos de los años setenta, límites que las políticas de sostén y de reactivación del crecimiento no permitían superar. Con la desaceleración de la misma, aumentaban el peso y la influencia del Estado sobre la sociedad.
Amenazado por la socialización o la estatización, el capital tenía el máximo interés en poner fin a su acuerdo con un Estado que se había vuelto incapaz de asegurar la expansión del mercado interno.
El “Imperativo de competitividad” y la necesidad de restablecer la “gobernabilidad” iban en el mismo sentido: era esencial que el capital se desligara de su dependencia del Estado y se liberara de las restricciones sociales; era preciso que el Estado se pusiera al servicio de la “competitividad” de las empresas, eliminando dichas restricciones y aceptando la supremacía de las “leyes del mercado”. Sólo de esta forma, las empresas podrían superar la crisis.
El éxodo del capital, se aceleró desde comienzos de los años setenta con el desarrollo de las “multinacionales”, que eran firmas que instalaban filiales de producción en países extranjeros, con el fin de poder acceder al mercado interno de éstos. Sólo a partir de fines de los años setenta, las trabas de circulación iban a ser progresivamente abolidas, dando como consecuencia la transformación de las multinacionales a las transnacionales, mundiales.
Es así como la búsqueda del crecimiento dependía de la importancia de sus exportaciones, es decir, del aumento de su participación en el mercado mundial. Esto necesitaba de más liberaciones, que los Estados nacionales eliminaran las barreras de contención, para así tener la posibilidad de invertir y de producir en el extranjero, la posibilidad de incidir en los mercados financieros extranjeros en las condiciones más favorables. El “imperativo de competitividad” conducía irresistiblemente a la globalización de la economía y al divorcio entre los intereses del capital y los del Estado-Nación. Dando por finalizado el “nacionalismo económico”.
El fin del Nacionalismo Económico
La firma es una red transnacional y su centro de coordinación y de decisión estratégica no tiene nacionalidad más que en apariencia. La firma realiza sus beneficios allí donde paga menos impuestos o ninguno. Negocia de potencia a potencia con los Estados nacionales, los pone en competencia y producen donde obtiene las subvenciones más importantes, las mejores infraestructuras, una mano de obra disciplinada y barata. Se asegura así una especie de extraterritorialidad, desposeyendo al Estado nacional de la soberanía, que es el poder de subir impuestos y de fijar tasas.
Es así como nace el Estado Supranacional, cuyas instituciones son: la OMC (Organización Mundial del Comercio), el FMI, el Banco Mundial, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económica), etc.; quienes se ocupan de propagar el credo neoliberal. Dicho Estado se encuentra emancipado de toda territorialidad, no tiene base social ni constitución política.
La desnacionalización de las economías es resistida por sectores burgueses tradicionales, por una parte de los sindicatos, en un arco político que va de la extrema derecha a la izquierda. Para Gorz, la lucha contra el capital globalizado debe ser también global, porque aisladamente se carece de posibilidades de cambiar esta orientación.

Posfordismo
El fin del crecimiento fordista dejó a las empresas dos caminos para intentar escapar del estancamiento: 1) la conquista de nuevos mercados (mercados “vírgenes” en los países emergentes), 2) la renovación y obsolescencia acelerada de sus productos (exigía esfuerzos de innovación y poder producir en series cada vez más cortas a costos más baratos).
Ambas salidas rompían con el modo de producción fordista (que consistía en la producción de materiales estandarizados por cadenas de montaje en gran serie para una economía de gran escala). En mercados saturados, era necesaria la variedad, la novedad, la imagen, etc. No se respondía a la demanda, sino que se buscaba crearla. De cuantitativo y material, el crecimiento debía volverse cualitativo e inmaterial. Esto fue permitido por la robotización y los diseños virtuales.
Las rigideces eran propias del fordismo: rigidez en la organización, jerarquía fijada, en las normas de rendimientos y de los tiempos, trabajo parcelado y especialización extrema de la mano de obra. El personal jerárquico debía organizar e imponer la sincronización y la coordinación. Esta obsesión por el control se debe a la desconfianza en la administración hacia la mano de obra que se consideraba estúpida.
En la empresa posfordista se pasa del paradigma de la organización jerárquica (fordismo-taylorismo) al de la red de flujos interconectados (con auto-organización descentralizada) de la mano del método de lean production (producción aligerada) y la filosofía toyotista.
Esta última afirma que resulta indispensable una gran proporción de autogestión obrera en el proceso de producción para obtener un máximo de flexibilidad, de producción y de rapidez en la evolución de las técnicas. Mientras que para el taylorismo, había que combatirlos como la fuente de todos los peligros de rebelión y de desorden, el ingenio y la creatividad obreras eran, para el toyotismo, un recurso que se debía desarrollar y explotar. El trabajo inmediato de producción no es más que un aspecto entre otros del trabajo obrero; ya no es el más importante: es el resultante, la aplicación material de un trabajo intelectual.
Gorz se pregunta si el Posfordismo implica una sujeción mayor al provocar casi una identificación total del trabajador con los intereses de la empresa o si, al contrario, ofrece un espacio de autonomía para el poder obrero. Se responde luego que es una tensión siempre presente y que depende del contexto histórico, político y económico.

El sometimiento
Gorz afirma que sólo la superación de las relaciones capitalistas de producción permitirá realizar el potencial liberador del postaylorismo.
Los capitalistas que aplican criterios posfordistas se ocupan de que los empleados contratados no tengan pasado sindical o de lucha, imponen bajo contrato el compromiso de no hacer huelga y de no adherir a un sindicato que no sea de la casa, obreros despojados de su identidad de clase. A cambio, ofrecen una identidad de empresa de la mano de la cultura de la empresa y en el patriotismo de la empresa. Exige darse en cuerpo y alma a la empresa, la cual le dará una identidad, pertenencia, personalidad y un trabajo del cual sentirse orgulloso. También impone un control social reforzado, convirtiéndose en su único lazo con el colectivo de trabajo, presentando el peligro de la pérdida total de sí.
Gorz sostiene que hay una regresión en relación con el fordismo. Porque el toyotismo reemplaza las relaciones sociales modernas por relaciones premodernas. El fordismo era moderno porque reconocía el antagonismo de intereses entre capital y trabajo, la no pertenencia de los trabajadores a la empresa, sólo un contrato los liga para realizar determinada tarea en determinados horarios.
Bajo el imperativo de competitividad, se plantea por principio que la pertenencia del trabajador a la empresa debe prevalecer por sobre su pertenencia a la sociedad y a su clase, que el derecho de la empresas por sobre “sus” trabajadores debe prevalecer sobre los derechos sociales y económicos. Exige la devoción incondicional.
Este análisis lleva a preguntarse si esta servidumbre absoluta de toda persona no contradice de manera explosiva la iniciativa, creatividad y autonomía con las cuales la persona se debe comprometer. Se le exige a los trabajadores ser sujetos autónomos de la producción, pero confinar su autonomía dentro de límites predeterminados, al servicio de finalidades preestablecidas.



Autonomía y venta de sí
“Autonomía en el seno de la heteronomía”.
Teóricamente, el trabajador autónomo en y por su trabajo debería tender tarde o temprano a rechazar ser reducido a su función productiva. Esta idea es sostenida por teóricos de “la intelectualidad de masa”, quienes postulan que la subjetivación en el trabajo producida por el Posfordismo permitiría que los sujetos capten intelectualmente el proceso productivo como totalidad y arriben luego su liberación.
Gorz afirma que es un delirio teórico ya que la autonomía en el trabajo es poca cosa en ausencia de una autonomía cultural, moral y política que la prolongue y que no nace de la cooperación productiva misma, sino de la actividad militante y de la cultura de la insumisión, la rebelión, de la fraternidad y del debate libre.
El capital a través de la presentación de las relaciones de producción, del desempleo, de la precarización laboral como fenómenos naturales, ha impuesto las condiciones sociales y culturales que permiten someter al trabajador.
Es así como la fábrica deja de ser el terreno del conflicto central, y éste se encuentra en todos los espacios donde la información, el lenguaje, el modo de vida y las modas se configuran por las fuerzas del capital, del comercio y de los medios de comunicación.
El Posfordismo produce también las condiciones ideológicas, lo cual pasa con aquellos que se entregan a tareas creativas y “gratificantes”, pero para desarrollar los intereses del capitalista. Pues lo que producen no es un resultado objetivado, aislable de su persona, sino la puesta en obra de recursos propios de su persona, de sus “talentos”, significa la venta de sí.


 

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