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Del “cine-lengua” al cine-lenguaje:
Visto desde un cierto ángulo, el cine posee todas las apariencias de lo que no es. Es, evidentemente, una especie de lenguaje algunos vieron en él una lengua.[1] Autoriza, y hasta exige, una segmentación y un montaje: se creyó que su organización, tan manifiestamente sintagmática, no podía proceder sino de una paradigmática previa, aun cuando esta se presentase como todavía poco consciente de sí misma. La película es un mensaje demasiado claro como para no suponérsela un código. Muchos teóricos fueron tentados por una suerte de anticipación al revés: anti-fecharon la lengua, pensaron que la película se comprendía a causa de su sintaxis, cuando en realidad la sintaxis de la película se comprende porque se ha comprendido la película.
Un lenguaje sin lengua: la narrativa del film:
Es difícil que quien se acerque al cine desde el punto de vista lingüístico, no se vea remitido, una y otra vez a las dos evidencias entre las que se divide el pensamiento crítico: el cine es un lenguaje; el cine es infinitamente distinto del lenguaje verbal.
La fórmula básica, que no ha cambiado, es la que consiste en llamar “película” a una gran unidad que nos cuenta una historia: e “ir al cine” es ir a ver esa historia.
Era necesario que el cine fuera un buen relator, que tuviera la narratividad bien asegurada al cuerpo, para que las cosas hayan llegado tan rápido y se hayan quedado, en el lugar donde las vemos.
La secuencia no suma los planos, los suprime.
La fotografía nunca tuvo por finalidad contar cuentos. Cuando lo hace, imita al cine: despliega en el espacio la “sucesividad”, que el cine hubiera desplegado en el tiempo y sobre la página de la fotonovela que en ese mismo orden hubieran desfilado sobre la pantalla. La fotonovela sirve con frecuencia para contar el argumento de una película preexistente: consecuencia de un parecido más profundo, que deriva a su vez de una diferencia fundamental: la foto es tan poco apta para relatar, que cuando lo hace se convierte en cine.
Bela Balazs, teórico húngaro, constataba que si el montaje de cine era soberano, lo era por la fuerza: aun en dos imágenes yuxtapuestas al azar, el espectador descubriría una “continuidad”. Los cineastas lo comprendieron y decidieron que esta “continuidad” era asunto de ellos, que la manejarían a su gusto.
El cine es lenguaje más allá de todo efecto particular de montaje. No es porque sea un lenguaje que el cine puede contarnos historias tan hermosas, sino que por habernos contado historias tan bellas pudo convertirse en lenguaje.
Lo que la lengua pierde pasa a engrosar el lenguaje. Los dos movimientos son uno solo. En el cine todo sucede como si la riqueza significante del código y la del mensaje estuvieran unidas entre sí – o más bien desunidas- por el vínculo oscuramente riguroso de una especie de proporcionalidad inversa: el código, cuando existe, es tosco; quienes creyeron en él, si llegaron a ser grandes cineastas, lo fueron a pesar de él; el mensaje cuando se refina, evita el código; el código podrá en cualquier momento cambiar o desaparecer; el mensaje podrá en cualquier momento encontrar el medio de significarse de otro modo.
La cine-lengua y las lenguas verdaderas: la paradoja del cine sonoro:
En la época en que el cine se consideraba como una verdadera lengua, experimentaba una suerte de horror sagrado por las lenguas verdaderas. Podría creerse que antes de 1930 el mutismo mismo de las películas le hubiera asegurado una protección automática contra la execrada verbalidad.
Los teóricos de esa época, sentían casi miedo del lenguaje verbal, pues en el momento mismo en que definían al cine como un lenguaje no verbal, lo que confusamente imaginaban presente en el film, era precisamente un mecanismo pseudo verbal. Un examen de los escritos teóricos de esta época mostraría fácilmente una sorprendente convergencia de concepciones: la imagen es como una palabra, la secuencia es como una frase; una secuencia se construye con imágenes, así como una frase se construye con palabras, etc.
Vemos que la paradoja del cine “hablado” tenía sus raíces en pleno corazón del cine mudo. Pero lo más paradójico no se había producido aún: el advenimiento del cine hablado, que hubiera debido cambiar no sólo las películas sino también las teorías que acerca de ellas se elaboraban, no modificó para nada estas últimas al menos durante varios años.
La desconcertante facilidad con que el habla se introdujo de hecho en las películas de todos aquellos cuyas declaraciones habían unido indisolublemente la supervivencia del arte del cine a la permanencia de su mudez no es el aspecto menos importante de la paradoja. Hubo una suerte de empecinamiento por explicar que no cambiaba nada esencial y que las leyes de la lengua cinematográfica seguían siendo las mimas que antes.
Con excepción de M. Pagnol, esta resistencia a ver, o mejor dicho a oír, aparece bajo una forma menos estéril y caricaturesca, aun entre quienes tuvieron en el momento de la aparición del cine hablado, la reacción más rica y fecunda.
La aparición de la palabra en el cine debía en un cierto sentido acercarlo fatalmente al teatro, contrariamente a una opinión demasiado difundida y pese a numerosos análisis que desde 1930 subrayaron las diferencias entre la palabra teatral y la palabra cinematográfica. Análisis ampliamente convergentes que sugieren a su modo, que el verbo del teatro es soberano y constituyente del universo representado, en tanto que la palabra del cine es súbdita y está constituida por el universo diegético.
Cuando el cine era mudo, se le reprochaba hablar demasiado. Cuando se puso a hablar, se declaró que, en lo esencial, seguía y debía seguir siendo mudo. Antes de 1930 las películas eran mudamente charlatanas (gesticulación pseudo verbal). El cine-lengua no podía ser parlante: nunca lo fue. El cine hablado no data de 1930 sino de 1940, aproximadamente, cuando poco a poco el cine decidió cambiarse a sí mismo para recibir la palabra, que, ya presente, parecía sin embargo, no atreverse a entrar.
El cine habla mejor, la palabra al menos por regla general, no desentona. Se debe entender que la película habla mejor en tanto película. No es que el texto sea necesariamente mejor, lo que sucede es que se adapta mejor a la película.
Para un cine que se declaraba lenguaje, pero se pensaba como lengua (universal y -no convencional-, es verdad, pero lengua al fin y al cabo, pues pretendía formar un sistema bastante estricto y lógicamente anterior a todo mensaje), las verdaderas lenguas no podían aportar al film más que un desdichado excedente y una rivalidad intempestiva: no se podía pensar seriamente en integrarlas en el juego de las imágenes, menos aún en fusionarlas con éste, apenas en conciliarlas.
El “plano secuencia” hizo más por el cine hablado que la llegada del cine sonoro. Sin embargo, todos estos “lenguajes” no están, frente al cine, en el mismo plano: el cine anexó posteriormente la palabra, el ruido, la música; trajo consigo al nacer el discurso a base de imágenes. Por tal motivo, una verdadera definición de la especificidad cinematográfica no puede darse más que a dos niveles: discurso fílmico y discurso a base de imágenes.
En tanta totalidad, el discurso fílmico es específico por su composición. El film-totalidad no puede ser lenguaje si previamente no es arte.
Aquí la perspectiva se invierte: en primer lugar, la secuencia de las imágenes es un lenguaje. El discurso a base de imágenes es un vehículo específico: no existía antes del cine; hasta 1930 solo él bastó para definir la película. Por el contrario, en las películas de ficción, este lenguaje de la imagen tiende a convertirse en arte, así como el lenguaje verbal, susceptible de mil empleos utilitarios, es capaz de convertirse en encantación, poesía, teatro, novela.
La especificidad del cine es la presencia de un lenguaje que quiere hacerse arte en el seno de un arte que quiere hacerse lenguaje.
Ahora bien, ni el discurso a base de imágenes, ni el discurso fílmico son lenguas. Lenguaje o arte, el discurso a base de imágenes es un sistema abierto, difícil de codificar, con sus unidades no discretas, su inteligibilidad demasiado natural, su falta de distancia del significante al significado.
La película tal como la conocemos, no es una mezcla inestable: lo que sucede es que sus elementos no son incompatibles. Y si no lo son, es porque ninguno de ellos es una lengua. No se pueden emplear dos lenguas al mismo tiempo; quien se dirige a mí en inglés no lo hace en alemán. Los lenguajes, por el contrario, toleran mejor este tipo de superposiciones, al menos dentro de ciertos límites: quien se dirige a mí por medio de lenguaje verbal (inglés o alemán) puede al mismo tiempo gesticular.
Cine y lingüística:
El estudio del film está doblemente relacionado con la lingüística, en dos momentos diferentes de su desarrollo y, en el segundo de los cuales, no se trata exactamente de la misma lingüística que en el primero.
Sabemos que fue Saussure quien determinó que el objeto de la lingüística era el estudio de la lengua. Pero es también Saussure quien echó las bases de una ciencia más amplia, la semiología, de la cual la lingüística sería un sector particular, si bien particularmente importante.
La lingüística propiamente dicha, que concentra sus fuerzas sobre la lengua humana, llegó a conocer su objeto con un rigor a menudo envidiable. De este modo, en un primer momento, buena parte del discurso a base de imágenes que va tejiendo la película, se vuelve comprensible, o por lo menos más comprensible, si se lo encara desde el punto de vista de la diferencia con la lengua. Comprender lo que la película no es, es ganar tiempo, y no perderlo, en el esfuerzo por captar lo que es. Este último objetivo define el segundo momento del estudio del cine. El “segundo”, es propiamente semiológico, translingüístico; sus posibilidades de apoyarse sobre lo ya hecho son menores; lejos de hacerse ayudar, debería, por el contrario, ayudar (si se puede) a hacer cosas nuevas: está pues, destinado a sufrir las incomodidades de la semiología actual.
El discurso a base de imágenes respecto de la lengua; el problema de la “sintaxis” cinematográfica:
Segunda articulación:
El cine no tiene en sí nada que corresponda a la segunda articulación, ni siquiera metafóricamente. Esta articulación opera en el plano del significante pero no en el del significado: el fonema, y con mayor razón el rasgo, son unidades distintivas sin significación propia. Su sola existencia implica una gran diferencia entre “contenido” y “expresión”. En el cine, la distancia es demasiado corta. El significante es una imagen, el significado, lo que representa la imagen. Si una imagen representa tres perros y si “corto” el tercero, no puedo, sino cortar al mismo tiempo el significante y el significado “tercer perro”.
Los teóricos del cine mudo se complacían en hablar del cine como de un esperanto. Nada más equivocado. Es cierto que el esperanto difiere de las lenguas comunes, pero ello se debe precisamente a que realiza a la perfección aquello hacia lo cual dichas lenguas tienden sin cesar: un sistema totalmente convencional, codificado y organizado. El cine difiere también de las lenguas, pero en sentido contrario, están como bloqueadas. Sería más acertado decir que las lenguas están como encajadas entre dos esperantos: uno, el verdadero (o el ido, o el novial) es un “esperanto” por exceso de “lingüisticidad”; el otro, el cine, por defecto.
En suma, la universalidad del cine es un fenómeno de dos caras. Cara positiva: el cine es universal porque la percepción visual es prácticamente la misma en el mundo entero. Cara negativa: el cine es universal porque escapa a la segunda articulación. Hay que insistir sobre la solidaridad de las dos comprobaciones: un espectáculo visual provoca una adherencia del significante al significado que imposibilita su separación en un momento dado, y por consiguiente la existencia de una segunda articulación.
El esperanto propiamente dicho es fabricado, es un “después” de la lengua. El “esperanto visual” está dado, es un “antes” de la lengua. Como lo señala R. Jakobson la frase es siempre más o menos traducible, porque corresponde a un movimiento real del pensamiento y no a una unidad de código. Además, la palabra da lugar a equivalencias interlingüísticas muy imperfectas, pero suficientes como para posibilitar la existencia de los diccionarios. El fonema es radicalmente intraducible puesto que está exhaustivamente definido por su posición en la red fonológica de cada lengua. Volvemos así a la idea de que si el discurso a base de imágenes no necesita traducción alguna, es porque, al escapar a la segunda articulación, está de antemano traducido a todas las lenguas: el colmo de lo traducible es lo idéntico en todas partes. El cine no es una lengua sino es un lenguaje de arte. La palabra “lenguaje” tiene numerosas acepciones, más o menos estrictas, y todos están, hasta cierto punto, justificados.
Primera articulación:
Si el cine no tiene fonemas, tampoco tiene, pese a lo que se diga, “palabras”. Tampoco obedece a la primera articulación. Habría que mostrar que las complicaciones casi insuperables con que tropiezan las “sintaxis” del cine provienen en gran parte de una confusión inicial: la definición de la imagen como palabra y de la secuencia como frase. Ahora bien, la imagen (al menos la del cine) equivale a una o varias frases, y la secuencia es un enunciado complejo.
De más está decir que en lo que acabamos de ver y en lo que veremos más adelante, el término “frase” designa la frase oral y no la frase escrita de los gramáticos (enunciado complejo con aserciones múltiples comprendido entre dos puntuaciones fuerte). La imagen del cine es simplemente una especie de “equivalente” de la frase hablada, no de la frase escrita. No se excluye –pero éste es otro problema- que ciertos “planos” o grupos de planos puedan corresponder, además, de frases de tipo “escrito”. En numerosos aspectos, el cine evoca la expresión escrita mucho más que el lenguaje hablado. Pero en un cierto momento de la segmentación en unidades, el plano, “enunciado asertivo finito” como diría Benveniste, equivale a una frase oral.
¿Cómo interpretar esta “correspondencia” entre la imagen fílmica y la frase? La imagen que muestra a un hombre caminando por la calle equivale a la frase: “Un hombre camina por la calle”. Equivalencia grosera por cierto, sobre la cual habría mucho que decir. Pero de todos modos esta misma imagen fílmica no corresponde en absoluto a la palabra “hombre” o “caminar” o “calle” y menos aún al artículo “la” o al morfema.
Más aún que por su cantidad de sentido, la imagen es frase por su carácter aseverativo. La imagen está siempre actualizada. Es por esto que, aún en las imágenes, que por su contenido correspondería a una palabra, también son frases. Es este un caso particular, especialmente ilustrativo. Un primer plano de revólver, no significa “revólver” (unidad lexical puramente virtual), sino que significa por lo menos, y sin hablar de las connotaciones “He aquí un revólver”. Lleva consigo su actualización, una suerte de “he aquí”.
Cine y sintaxis:
De este modo, la imagen es siempre habla, nunca unidad de lengua. Hay una sintaxis del cine, pero aún no ha sido elaborada, y no podrá serlo más que sobre bases sintácticas y no morfológicas, Saussure señalaba que la sintaxis no es más que un aspecto de la dimensión sintagmática del lenguaje, pero que toda sintaxis es sintagmática. El “plano” es la menor unidad sintagmática de la cadena fílmica (es quizá el “taxema”, en el sentido utilizado por L. Hjemslev), la secuencia es un gran conjunto sintagmático.
La paradigmática del filme:
En los escritos de los teóricos, la palabra “montaje” (montage), tomada en sentido amplio, engloba con frecuencia a la planificación (découpage), pero lo contrario no sucede nunca. En el cine, el momento de la ordenación (montaje) es, en cierto modo, más esencial –por lo menos “lingüísticamente”- que el momento de elección de las imágenes (découpage), sin duda porque esta elección, demasiado abierta, no es en sí una elección sino un acto decisorio, una especie de creación. Por esta razón, en el plano artístico, el contenido de cada “motivo” es de gran importancia (aunque la ordenación sea en sí misma un arte). En el nivel del “motivo”, hay arte (si es que hay algo). En el nivel de la secuencia o del “plano” compuesto, continúa habiendo arte, y empieza el “lenguaje cinematográfico”. De ahí la condenación de las “bellas fotografías” en el cine.
Solo en muy escasa medida el segmento fílmico adquiere sentido respecto de los otros segmentos que hubieran podido aparecer en el mismo punto de la cadena.
En la película, todo está presente: de ahí su evidencia, y también su opacidad. Las relaciones in praesentia (en presencia) son de una riqueza que hace a la vez superflua y difícil la estricta organización de las relaciones in asbtentia (en ausencia). El film es difícil de explicar porque es fácil de comprender. La imagen se impone, “obstruye” todo cuanto no es ella.
Mensaje rico con código pobre, texto con sistema pobre, la imagen cinematográfica es, ante todo, habla. Todo en ella es aseveración. La palabra, unidad de lengua, está ausente; la frase, unidad de habla es soberana. El cine sólo sabe hablar en neologismos, toda imagen es un hápax.
Los trabajos eruditos de Rieupeyrout sobre la historia del western nos enseñan que hubo una época en que el cowboy “bueno” era designado por su traje blanco y el “malo” por su traje negro. Al parecer el público nunca se equivocaba al respecto. He aquí algo que autoriza una especie de conmutación rudimentaria, la cual, como debe ser, se produce tanto en el plano de los significantes (blanco/negro) como en el de los significados (“bueno/malo”). El “tipo” cowboy blanco/cowboy negro no define más que una clase de paradigma fílmico. Otras “oposiciones” fílmicas, también más o menos conmutables, están aún más imbricadas en la sintaxis y apuntan a especies de “morfemas”. Muchos “movimientos de cámara” (travelling de avance/travelling de retroceso) o procedimientos de puntuación (fundido/montaje por corte; es decir, fundido/grado cero) pueden abordarse desde esta perspectiva. El “travelling” de avance y el “travelling” de retroceso corresponden a dos intencionalidades de la mirada, pero esta mirada tiene siempre un objeto: aquel del cual la cámara se acerca o se aleja. El “travelling” de avance expresa una concentración de la atención que no se refiere nunca a sí misma sino siempre a un objeto. Muchos movimientos de cámara consisten en entregar un objeto inverosímil a una mirada verosímil.
La intelección fílmica:
Una película se comprende siempre, más o menos. Si por ventura no se comprende totalmente, es por una serie de circunstancias particulares, no por el mecanismo semiológico del propio cine. Por supuesto, el filme hermético, como el habla hermética, el filme extraordinario, como el libro extraordinario, el filme demasiado rico o demasiado novedoso, como el relato demasiado rico o demasiado novedoso, pueden perfectamente volverse ininteligibles. Pero el filme en tanto “lenguaje” siempre es comprendido, salvo en el caso de algunos sujetos fuera de lo normal –no videntes y sordos-. Aparte de los casos mencionados, el filme siempre es comprendido, pero siempre en mayor o menor medida, y tanto ese más como ese menos son difícilmente cuantificables, puesto que los grados discretos, las unidades de significación fácilmente enumerables, están en gran medida ausentes. Es conveniente separar con mucha claridad todos los casos, en que un mensaje es ininteligible por la naturaleza misma de lo que en él se dice, sin que el mecanismo semiológico tenga algo que ver en el asunto. Muchos filmes son ininteligibles, porque su diégesis (el mundo en el que ocurren las situaciones y acontecimientos narrados) encierra en sí misma realidades o nociones demasiado sutiles o demasiado exóticas, o que erróneamente se suponen conocidas.
Cine y literatura: el problema de la expresividad fílmica:
El cine no es una lengua porque contraviene a tres características importantes del hecho lingüístico: una lengua es un sistema de signos destinado a la intercomunicación. Tres elementos de definición. El cine, al igual que las artes y por ser una de ellas, es una “comunicación” de una sola dirección; en realidad, es mucho más un medio de expresión que de comunicación. Sólo en parte es un sistema, emplea muy pocos signos verdaderos.
La imagen es siempre y en primer lugar una imagen; reproduce en toda su literalidad perceptiva el espectáculo significado del cual es significante. Por esta razón, es suficiente lo que muestra como para no tener que significarlo, si entendemos este término en el sentido de “signum facere”, fabricar especialmente un signo. La imagen no es la indicación de algo distinto de sí misma, sino la pseudo-presencia de lo que ella misma contiene.
El espectáculo filmado por el cineasta puede ser natural (filmes “realistas”, rodaje en la calle, cinéma varité, etc.) o preparado (filmes-óperas de Eisenstein en su último período, filmes de Orson Welles y en general todo cine irrealista, fantástico, expresionista, etc.). Pero todo es uno. El tema del film puede ser “realista” o no serlo; el film por su parte, no muestra más que lo que muestra. Sólo la música y la arquitectura tienen el privilegio de poder desplegar de entrada su expresividad puramente estética en un material puramente impresivo y que no designa nada. Pero la literatura y el cine están por naturaleza condenados a la connotación, puesto que la denotación precede siempre su empresa artística.
En este sentido hay sin embargo una diferencia importante entre la literatura y el cine. En este último la expresividad estética se injerta sobre una expresividad natural, la del paisaje o del rostro que nos muestra la película. En las artes del verbo, se injerta, no ya sobre una verdadera expresividad primaria, sino sobre una significación convencional, ampliamente inexpresiva: la del lenguaje verbal.
Lo esencial está pues en otra parte: a decir verdad, no existe un empleo totalmente “estético” del cine, pues hasta la imagen más connotativa no puede evitar del todo ser designación fotográfica. No existe tampoco un empleo totalmente utilitario del cine: hasta la imagen más denotativa tiene algo de connotación. El documental didáctico más chatamente explicativo no puede evitar encuadrar sus imágenes y organizar su sucesión con algo de preocupación artística.
Todo esto sucede porque el cine tiene una connotación homogénea a su denotación, y como ella expresiva. En él se pasa sin cesar del arte al no arte, o a la inversa.
Conclusión:
Hasta hoy hay cuatro maneras hay de aproximarse al cine: la crítica del cine e historia del cine, son las dos primeras, las cuales dejaremos aún lado por estar demasiado alejadas de nuestro objetivo. La tercera aproximación al filme es: lo que se denomina “teoría del cine”. Constituye una reflexión fundamental (sobre el cine o sobre el filme, según los casos) cuya originalidad, interés, alcance y en suma, cuya definición misma dependen del hecho de que siempre se efectuó desde el interior del mundo cinematográfico: los “teóricos” son cineastas, o aficionados entusiastas o críticos (ya se dijo que la crítica misma forma parte de la institución cinematográfica). En cuarto lugar tenemos a “la filmología”, estudio científico realizado desde afuera por psicólogos, psiquiatras, sociólogos, pedagogos, biólogos. Tanto su condición como su trayectoria les sitúan fuera de la institución: lo que se aborda es el hecho cinematográfico más que el cine, el hecho fílmico más que el filme en sí.
[1] Una lengua es un código fuertemente organizado. .El lenguaje abarca una zona mucho más vasta: Saussure decía que el lenguaje es la suma de la lengua y del habla.
Bibliografía:
Metz, Christian. "Ensayos sobre la significación en el cine." Barcelona, Paidós, 2001.
Christian Metz - Sobre la impresión de realidad
Entre todos los problemas que presenta las teorías del cine, uno de los más importantes es el de la impresión de realidad que el espectador experimenta ante el filme. Más que la novela, más que la obra de teatro, más que el cuadro del pintor figurativo, el filme nos produce la sensación de asistir directamente a un espectáculo casi real. Desencadena en el espectador un proceso a la vez perceptivo y afectivo de participación, evoca de entrada una especie de creencia, halla el modo de dirigirse a nosotros en el tono de la evidencia, con esa convicción del “Así es”, accede sin dificultades a un tipo de enunciado que el lingüista denominaría plenamente asertivo, y, que además, casi siempre se hace tomar en serio. André Bazin concedía gran importancia a esa “popularidad” del arte de las imágenes en movimiento, el cine en general conserva pese a todo un público.
Este sentimiento tan directo de credibilidad actúa tanto en los filmes o maravillosos como en los filmes realistas. Una obra fantástica sólo es fantástica cuando convence y la eficacia del irrealismo en el cine se debe a que lo irreal aparece realizado y se ofrece a la mirada bajo las apariencias de un surgimiento gradual, no de la plausible ilustración de algún proceso extraordinario puramente concebido. Los temas fílmicos pueden dividirse en “realistas” e “irrealistas”, si uno quiere, pero el poder de realización del vehículo fílmico es el denominador común a estos dos géneros asegurándole al primero su intensa familiaridad, tan reconfortante para la afectividad y al segundo su potencial de extrañamiento tan suculento para la imaginación. Rolando Barthes afirma contemplar una fotografía no es apuntar hacia un estar allí (definición demasiado general) sino a un haber estado allí: “Se trata, por lo tanto, de una nueva categoría del espacio-tiempo; local inmediata y temporal anterior. En la fotografía se produce una conjunción ilógica de aquí y del antes.” Ello explica la “irrealidad real” de la fotografía. En cuanto a la parte de irrealidad se debe a la “ponderación temporal” (las cosas fueron de este modo, pero ya no lo son) tanto como a la conciencia del aquí, que “tendremos entonces que reducir nuestro entusiasmo acerca del carácter mágico de la imagen fotográfica” nunca se vive como ilusión verdadera, sabemos siempre que lo que nos muestra no se halla verdaderamente aquí. Por esa razón, continúa Rolando Barthes, la fotografía tiene un débil poder proyectivo. La fotografía es así muy distinta del cine, arte de ficción y narrativo, cuyo considerable poder proyectivo, el espectador de cine no apunta hacia un estado allí sino a un estar-allá viviente.
La impresión de realidad (impresión más o menos intensa, pues admite múltiples grados) privativa de cada una de las técnicas de representación existentes en nuestros días es siempre un fenómeno de dos caras: su explicación puede buscarse en el objeto percibido o en la percepción. Por un lado, la duplicación es más o menos “parecida”, más o menos próxima a su modelo, incluye un número más o menos elevado de índices de realidad, por otro lado, esta construcción activa que es siempre la percepción se apodera de ella de modo más o menos realizante.
Una respuesta se impone de entrada: es el movimiento (una de las principales diferencias, sin duda la mayor, entre el cine y la fotografía), el movimiento es lo que da una intensa impresión de realidad. “La conjunción entre la realidad del movimiento y la apariencia de las formas conlleva la sensación de vida concreta y percepción de la realidad objetiva.
Con respecto a la fotografía, el cine aporta así un índice suplementario de realidad (puesto que los espectáculos de la vida real son móviles), pero también aporta mucho más que eso, como señala una vez más Edgar Morin: el movimiento confiere a los objetos una “corporalidad” y una autonomía que les estaba negada a sus efigies inmóviles, los arranca de la superficie plana donde estaban confinados, les permite destacar mejor como “figuras” sobre un “fondo”; liberado de su soporte, el objeto se sustancializa, el movimiento aporta el relieve y el relieve, la vida. El lector habrá reconocido aquí, en efecto, el “efecto esterocinético”, cuya importancia para el cine fue subrayada por Cesare L. Musatti.
El movimiento aporta entonces dos cosas: un índice suplementario de realidad y la corporeidad de los objetos. El filme nos ofrece, la apariencia de las formas a la realidad del movimiento: el movimiento contribuye a la impresión de realidad de manera indirecta (dando cuerpo a los objetos), pero también contribuye a ello directamente, puesto que en sí mismo se presenta como un movimiento real. Es una ley general de la psicología que el movimiento, a partir del momento en que es percibido, casi siempre se percibe como real, al revés de lo que sucede con muchas otras estructuras visuales como por ejemplo el volumen, que puede perfectamente percibirse como irreal en el momento en que es percibido.
Vayamos más lejos siendo la fotografía fija en cierto modo la huella de un espectáculo pasado, como decía André Bazin, cabría esperar que la fotografía animada (es decir, el cine) fuese percibida, paralelamente, como la huella de un movimiento pasado. De hecho, no es en absoluto así, ya que el espectador percibe siempre el movimiento como actual de tal modo que la ponderación temporal de la que habla Rolando Barthes (esta impresión de un “antes” que irrealiza la imagen fotográfica) deja de actuar ante el espectáculo de un movimiento.
El movimiento es “inmaterial” se ofrece a la vista pero nunca al tacto. Muy a menudo, la referencia implícita al sentido táctil, árbitro supremo de la realidad (lo “real” se confunde irresistiblemente con lo tangible) hace que sintamos como reproducciones las representaciones de los objetos. Una y otra vez el criterio táctil, el criterio táctil, el criterio de la “materialidad”, confusamente presente en nuestro espíritu, es el que se divide al mundo en objetos y copias, sin permitir nunca que esta división sea seriamente transgredida. Pero el rigor de esta división se suspende allí donde el movimiento empieza: siendo nunca el movimiento material sino en todos los sentidos visuales, reproducir su visión equivale a reproducir su realidad, en verdad, un movimiento ni siquiera se puede “reproducir”, sólo se puede reproducir mediante una segunda reproducción cuyo orden de realidad será para el espectador idéntico al de la primera.
El espectáculo teatral nos dice, no llega a ser una reproducción convincente de la vida porque en sí forma parte de la vida, y demasiado visible. El decorado, por ejemplo, no produce el efecto de crear un universo diegético, no es más que una convención en el interior del mundo real (Podríamos añadir, desde una misma perspectiva, que lo que llamamos ficción en el cine es la diégesis mientras que en el teatro la ficción sólo es en el sentido de convención y con idéntico carácter que hay ficciones en la vida cotidiana, como las convenciones de la cortesía o de los discursos oficiales). El espectáculo cinematográfico, por el contrario es completamente irreal, se desarrolla en otro mundo. Es lo que Michotte denomina la “segregación de los espacios” nada tienen en común el espacio de la diégesis y el de la sala (que engloba al espectador), ninguno de los dos incluye o influye al otro, todo acontece como si una barrera invisible pero estanca los mantuviese totalmente aislados. La suma de las impresiones del espectador, según Henri Wallon, se divide durante la proyección de un filme de dos “series” completamente separadas, la “serie visual” (es decir, el filme, la diégesis) y la “serie propioceptiva”, es decir, el sentimiento del cuerpo (y por lo tanto del mundo real) que continúa actuando débilmente. Como el mundo no interfiere con la ficción para desmentir constantemente sus pretensiones de constituirse en mundo, la diégesis de los filmes puede provocar esta extraña impresión de realidad que estamos aquí tratando de esclarecer.
Al aislar herméticamente la ficción de la realidad, el cine desestima de un solo golpe ese juego de resistencias y allana todos los obstáculos a la participación. El espectador está desconectado del mundo real, de acuerdo; pero aún tiene que conectar con otra cosa, llevar a cabo una “transferencia de realidad” que implica toda una actividad afectiva, perceptiva, intelectiva, que sólo puede ser estimulada por un espectáculo que se asemeje, por poco que sea, a los del mundo real.
Todas las discusiones demuestran que convendrá distinguir mucho más claramente entre dos problemas distintos: por una parte, la impresión de realidad provocada por la diégesis, por el universo ficcional, por lo representado característico de cada arte y, por la otra, la realidad del material empleado en cada arte a efectos de representación, por un lado, la impresión de realidad y por el otro, la percepción de la realidad, es decir, todo el problema de los índices de realidad incluidos en el material de que dispone cada una de las artes de representación. En el teatro, la creencia en la realidad de la diégesis se ve comprometida precisamente porque el arte teatral maneja un material demasiado real. Es la realidad total del material fílmico la que permite que la diégesis adquiera una cierta realidad.
Pero de ello no se desprende, en virtud de alguna ley mecánica, que la impresión de realidad diegética sea tanto más intensa cuanto más alejado se encuentre el material empleado de la realidad. Si así fuese, la fotografía (material todavía más irreal que el filme, pues carece de movimiento) debería suscitar un modo de creencia más intenso que el cine. Todavía más el dibujo figurativo, al estar menos próximo a lo real que la fotografía, ya que no respeta la literalidad de los contornos gráficos con la misma seguridad que la toma fotográfica. Vemos entonces, a qué incongruencia nos llevaría esta concepción de una escala continua de proporciones inversas. Si bien es cierto que no creemos en la realidad de la intriga teatral porque el teatro es demasiado real, también es cierto que no creemos en la realidad del objeto fotografiado porque el rectángulo de papel no es lo bastante real.
En suma, el secreto del cine consiste en conseguir introducir muchos índices de realidad dentro de las imágenes, que, así enriquecidas, seguirán siendo percibidas pese a todo como imágenes.
El secreto del cine también radica en esto: inyectar en la irrealidad de la imagen la realidad del movimiento, y realizar así lo imaginario hasta un punto jamás alcanzado hasta entonces.
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