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Sociedad y Estado |
Apuntes de Saborido para la Materia | 1º Cuat. 2007 |
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Sociedad, Estado, Nación: Una aproximación conceptual
Jorge Saborido
Prólogo
Sin pretensiones de originalidad, las páginas que siguen intentarán proveer a
los estudiantes universitarios que inician su carrera, la mayor parte de ellos
no inclinados hacia la formación en ciencias sociales, de una serie de elementos
conceptuales que le permitan abordar las complejas realidades político-sociales.
Creemos que discutir las nociones de “sociedad”, “Estado”, “Nación”,
“democracia”, conocer de primera mano los aportes de pensadores como John Locke
y Adam Smith, pero también de personalidades tan importantes y controvertidas
como Lenin y Benito Mussolini, contribuye a ampliar el bagaje de conocimientos
como universitarios y, lo que es aún más importante en la actualidad, a
acrecentar su formación como ciudadanos.
El autor.
La sociedad: definición y planteos sobre sus orígenes
Sociedad se define generalmente como una agrupación natural o pactada de
personas, unidas con el fin de cumplir, mediante la cooperación, todos o algunos
de los fines de la vida. En la misma ya aparecen perfiladas las dos corrientes
existentes respecto del origen de la sociedad: la naturaleza y el pacto.1 De
acuerdo con la primera corriente, la sociedad es un componente natural de la
vida del hombre, puesto que en ella nace y se desarrolla. La naturaleza (y la
necesidad) lo llevan a vivir en sociedad; sin la comunicación de las ideas y el
conocimiento de lo conseguido por sus antepasados, el género humano no habría
salido de la infancia. Sólo si fuera “una bestia o un dios” podría vivir en una
situación asocial. Además, la concepción de que “el hombre es un ser social”
implica la existencia de una autoridad “natural”, entendida esta como una
persona o un conjunto de personas encargadas del ejercicio del poder público.
Esta concepción fue desarrollada por Aristóteles (384-322 a. C.) que, partiendo
del principio de que el hombre es por naturaleza un animal político y social,
expuso una teoría del desarrollo político, que va desde la familia - que existe
para las necesidades elementales de la vida- hasta la sociedad (polis), única
estructura que hace al individuo protagonista de la vida política. Si bien el
cristianismo ha sido el principal defensor de la “naturalidad” de la sociedad,
esta posición fue adoptada en distintas épocas por quienes se oponen al
contractualismo.
Por su parte, la teoría del pacto, desarrollada en el siglo XVII, por los
pensadores ingleses Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704), y en el
siglo siguiente por el francés Jean Jacques Rousseau (1712-1778), afirma que la
sociedad no es obra de la naturaleza sino de la decisión de los hombres mediante
un pacto, que además establece una autoridad, a la que se someten
voluntariamente. Desde esta visión, el primer estado natural del hombre fue el
aislamiento y, por distintas razones según los autores –la guerra, la defensa de
la propiedad -, el pacto o contrato surgía para superar esa situación, dando
lugar a la emergencia de la sociedad política – una forma de organización de los
hombres -, en la que la autoridad se constituye para asegurar los derechos de
quienes forman parte de ella.
Esta caracterización nos remite a dos tipos de contrato: el “pacto de
asociación” entre los individuos que deciden vivir juntos, regulando de común
acuerdo todo lo que se refiere a su seguridad y conservación y el “pacto de
sumisión”, que instaura el poder político, al cual se promete obedecer.
Las concepciones contractualistas se vinculan históricamente al
constitucionalismo, es decir, a las corrientes políticas que plantean la
necesidad de limitar el ejercicio del poder por medio de un documento que
establezca los derechos y deberes de gobernantes y gobernados.
Como muestra la historia, el contrato social es pura teoría sin embargo, ha sido
la forma más convincente -¿racional?- de obtener la convivencia y de legitimar
la autoridad. Una variante de la teoría del contrato es aquella que distingue
entre “comunidad” y “sociedad”. De acuerdo con la misma, los seres humanos se
agruparon en “comunidades”, grupos en los que los lazos de unión eran sobre todo
afectivos. Las transformaciones económicas fueron las que dieron lugar al
surgimiento de la “sociedad”, unión de personas en las que el único lazo que las
mantiene unidas es el interés económico. En este caso, el pacto surge
implícitamente para mantener unidas a personas que no tienen nada que ver entre
sí, estableciendo las normas que regulan la convivencia en un mundo
individualista, dominado por la competencia.
La estratificación social
Todas las sociedades se caracterizan por el hecho de que sus integrantes están
colocados en situaciones diversas en cuanto al acceso a los bienes sociales, de
disponibilidad escasa.
Es fundamental destacar que la estratificación es social, para no confundir las
desigualdades sociales con las desigualdades naturales. No existen dudas al
respecto de que los hombres no son iguales, difiriendo tanto en sus
características físicas como en sus capacidades mentales, pero estas diferencias
de por sí no explican las desigualdades sociales, a pesar de que en ciertos
casos pueden influir en ellas. Para dar un ejemplo, en una sociedad guerrera un
atleta estará en una posición favorable respecto de otra persona de salud
precaria.
La estratificación social se origina básicamente en la división del trabajo; en
una hipotética sociedad en la cual todos los hombres desarrollaran las mismas
actividades no se producirían entonces diferenciaciones sociales. El proceso de
diferenciación de las posiciones sociales originado por la división del trabajo
va acompañado de una evaluación diferencial de las mismas, dando lugar al
establecimiento de escalas de valores que dependen de cada sociedad, y que
incluso pueden modificarse dentro de una misma sociedad en determinadas
circunstancias.
Dentro de las desigualdades sociales podemos distinguir aquellas que están
sancionadas por ley de las que las que no lo están. En las primeras, por
ejemplo, podemos ubicar las castas y los ordenes. La presencia de una casta se
determina exclusivamente por el nacimiento y por principio esta excluido el paso
de una casta a otra. De la misma manera, en la sociedad feudal, se pertenecía a
un orden principalmente por el nacimiento, aunque el paso de un orden a otro no
estaba excluido y podía concretarse por medio de un requisito formal, como la
concesión de un título nobiliario por parte de un monarca.
Para aquellas sociedades en las cuales las desigualdades sociales no están
sancionadas por ley el concepto más utilizado es el de clase. A diferencia de
los casos citados, en estas sociedades teóricamente no existe ningún obstáculo
para el paso de una clase a otra, en tanto éstas se caracterizan por el hecho de
que constituyen agrupaciones cuya existencia no está reconocida por el
ordenamiento jurídico de la sociedad. Es decir, que las clases son agrupaciones
que surgen de las desigualdades sociales en sociedades que reconocen que todos
los hombres son formalmente iguales ante la ley. Las dos principales teorías que
abordan el tema de las clases sociales son las de Karl Marx (1818-1883) y la de
Max Weber (1864-1920). Para el primero, las clases sociales se conforman como
consecuencia de la posición que ocupan los individuos en el proceso productivo.
Así, en el ejemplo clásico, el capitalismo se caracteriza por la existencia de
dos clases: la burguesía, compuesta por los propietarios de los medios de
producción, y el proletariado, que la carecer de ellos se ve obligado a vender
su fuerza de trabajo en el mercado para subsistir. Dos de los rasgos principales
de la teoría de Marx son: 1) que cada clase se define por su relación con la
otra - u otras- (no puede haber burguesía sin proletariado, y viceversa); 2) que
estas relaciones son de carácter antagónico. La conocida expresión de Marx: “la
historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, no sólo
sintetiza este punto, sino que extiende la utilización del concepto de clase
para referirse a las diferentes formas en las que se han manifestado las
desigualdades sociales en la historia (señores feudales - siervos; propietarios
esclavistas - esclavos; etc.)
Mientras la existencia de clases se basa en la diversa posición en la que los
individuos están situados en el proceso productivo, el antagonismo de clases se
manifiesta a nivel político y toma forma cuando quienes forman parte de una
clase toman conciencia de su situación respecto de las otras clases – relación
de dominio o subordinación – y comienza a actuar en función de la misma.
El intento más importante de utilizar el concepto de clase de manera diferente a
la de Marx se debe a la obra de Weber. Su análisis parte de una definición de
clase de carácter económico: una clase es el conjunto de personas que están
colocadas en una misma situación en el mercado, es decir, que tiene iguales
posibilidades de acceso a los bienes disponibles en el mercado. Desde su
perspectiva, por lo tanto, la propiedad es una fuente de privilegios en la
competencia por el acceso a los bienes, pero no el único criterio para la
conformación de las clases. De este planteo se derivan dos consecuencias: 1) las
clases sólo existen en sociedades en las que se ha desarrollado la economía de
mercado; 2) las clases son agregados que no necesariamente dan origen a la
formación de grupos sociales efectivos; Para que esto ocurra debe desarrollares
un sentimiento comunitario, de intereses o de destino, que da lugar a una acción
común en defensa de esos interese o valores.
La principal diferencia existente entre las concepciones de Marx y de Weber
reside en que para el primero la clase constituye el elemento central para el
análisis de las relaciones entre los aspectos económicos, políticos, sociales y
culturales, siendo los antagonismos entre las mismas un punto fundamental para
estudiar la estructura de las sociedades y su dinámica transformadora. En la
visión de Weber, en cambio, la clase sólo adquiere importancia en el marco del
ordenamiento económico, y las diferencias de clase no se manifiestan de manera
tan significativa en los ámbitos sociales y políticos, razón por la cual
introduce los conceptos de status y de partido.
Comparten un mismo status quienes gozan de un prestigio social particular y se
caracterizan por sus modos de comportamiento, sus hábitos de consumo, por el
tipo de relaciones que establecen, etc. A diferencia de las clases, los grupos
de status constituyen comunidades que se definen por su forma de actuar, por un
modo de percibirse a sí mismos y de ser percibidos por los demás. Sin duda, las
clases y los grupos de status están vinculados entre sí, pero el hecho
importante es justamente que no coinciden: individuos de clases pueden formar
parte del mismo grupo de status, y viceversa. El concepto de status abarca una
esfera muy amplia de realidades, desde las catas de la India hasta los órdenes
medievales, desde los militares hasta la burocracia; podríamos decir que le
compartir un cierto status remite a las situaciones en que la posición social de
un individuo no puede predecirse con seguridad a partir de la riqueza de que
dispone.
Finalmente, Weber hace referencia a los partidos políticos, definidos como
asociaciones voluntarias cuyo fin es la conquista o conservación del poder. Los
partidos surgen a partir de intereses de clase o de grupos de status, aunque en
general los partidos reclutan sus miembros entre diferentes clases sociales y
los mismos no necesariamente se identifican con un status particular.
Por lo tanto, Weber aborda la cuestión de las desigualdades sociales basándose
en tres dimensiones: riqueza, prestigio y poder; Estas dimensiones son
interdependientes aunque sin duda gozan de una cierta autonomía.
El último tema a tratar vinculado con la estratificación social es el de la
justificación de las desigualdades sociales. Por una parte, se afirma que las
mismas son inevitables, ya que es imposible que los individuos asuman posiciones
de responsabilidad en los ámbitos económicos, sociales o políticos, si ellas no
incluyen importantes recompensas en términos de riqueza, prestigio o poder.
Pero, por otra parte, existen quienes han destacado que la necesidad de
recompensas diferenciadas no dependen de rasgos vinculados con rasgos de la
naturaleza humana, sino de los valores que priman en cada sociedad, por lo que
es valido defender la posible existencia de una sociedad en la cual los
incentivos para ocupar determinadas posiciones sociales no originen situaciones
de desigualdad social.
El Estado: definición y fundamentos de su legitimidad
Más allá de las posiciones teóricas y la revisión histórica, que sin duda dan
lugar a análisis de mucho interés, vamos a centrarnos en la definición de
Estado; en este sentido hay una coincidencia básica respecto de cómo debe
definirse:
El Estado es un conjunto de instituciones de las cuales la más importante es la
que controla los medios de violencia y de coerción;
Estas instituciones están enmarcadas en un territorio geográficamente
delimitado. Es fundamental el hecho de que el Estado mira tanto hacia adentro, a
su “sociedad nacional”, como hacia fuera, a sociedades más grandes entre las que
debe abrirse paso;
El Estado monopoliza el establecimiento de normas dentro de su territorio,
circunstancia que tiende a crear una cultura política común compartida por todos
los ciudadanos.
Esta definición tiende sin embargo a limitaciones: al ser simultáneamente
institucional (se refiere a instituciones que conforman el Estado) y funcional
(describe las funciones que le competen), da por válido un vínculo que algunas
veces no se ha dado en la historia. Por ejemplo, en la cristiandad de comienzos
de la edad media, muchas funciones gubernamentales –el mantenimiento del orden,
el establecimiento de las reglas de la guerra y la justicia- eran atendidas por
la Iglesia y no por los Estados débiles y transitorios que existían en esa
época. Este comentario muestra que no todas las sociedades de la historia han
estado controladas por un Estado. La civilización china generalmente estuvo
controlada por un solo Estado, pero la cristiandad latina nunca lo estuvo.
Además, los Estados no siempre poseen el control completo sobre los medios de
coerción, como ocurría en la época feudal. La definición que hemos transcripto
se refiere fundamentalmente al Estado tal cual se conformó durante la Edad
Moderna.
Una de las cuestiones que plantea la existencia del Estado es el origen de su
autoridad, esto es: ¿cuál es la razón por la que mandan los que mandan?, o,
formulando la cuestión de manera más sutil, ¿qué es lo que confiere su fuerza a
la ley?
En un sentido muy amplio, y refiriéndonos exclusivamente al mundo occidental,
podemos afirmar que a lo largo de los siglos coexistieron –obviamente
enfrentadas- dos concepciones respecto de esta cuestión.
Por una parte se encuentra la llamada concepción descendente del poder. La misma
sostiene que el poder reside originalmente en un ser supremo, que con el
predominio del cristianismo se identificó con la misma divinidad. En le siglo V
de nuestra era un pensador como San Agustín (354-430) afirmaba que Dios daba sus
leyes a la humanidad por medio de reyes; en la misma línea, en el siglo XIII,
Santo Tomás de Aquino (1224/25-1275) sostenía que el poder descendía de Dios. De
allí se desprendía que quien desempeñaba la dignidad suprema era tan sólo
responsable él. Con estos elementos se conformaba una visión teocrática del
poder; durante varios siglos, el poder real era “instituido por el sacerdocio
por orden de Dios”. Para ser más claros, el poder estaba fuera de la
intervención de los hombres; éstos debían aceptar un conjunto de preceptos, de
no cumplirlos corría peligro su salvación. Esta concepción iba acompañada de una
visión orgánica de la sociedad en la que todos los elementos que la conformaban
eran parte de un todo integrado que es reproducía perpetuamente. En ese
escenario rige una “ley eterna”, divina y revelada, y una “ley positiva”, que se
hace eco de la anterior. Lo que vincula a ambas es la ley “natural”, principio
de todas las leyes contingentes: la ley divina no puede ordenar nada contrario a
la naturaleza, y la ley positiva debe referir a la ley natural. La concepción
descendente del poder, entonces, se basa en el fundamento divino del
ordenamiento legal, que contempla los rasgos de la naturaleza humana.
Por otra parte, y en oposición total a la anterior, aparece la concepción
ascendente del poder. Su principal característica consiste en que el poder
reside originalmente en el pueblo, por lo que era éste el que elegía a un jefe
para la guerra, un rey, etc. Al gobernante se lo consideraba representante de la
comunidad y era entonces responsable ante ésta. Sus poderes eran los que el
pueblo le había concedido, lo que implicaba un derecho a la resistencia si se
consideraba que el gobernante había dejado de representar su voluntad. Se
sentaban así las bases par el surgimiento político laico, concebido por el poder
como algo distinto de dominio espiritual, es decir, dotado de competencias para
el gobierno terrenal.
Durante varios siglos estas concepciones coexistieron enfrentadas, pero a medida
que se fueron desplegando las transformaciones de todo tipo que afectaron al
mundo occidental desde el siglo XV, la justificación del ejercicio del poder fue
evolucionando lentamente hacia la concepción ascendente; aunque con frecuencia,
en el curso de extensas y destructivas guerras religiosas, la apelación del
derecho divino como fundamentación del poder no estuvo ausente. Se estaba
conformando el Estado Moderno, el desempeño eficaz de tareas cada vez más
complejas en un mundo convulsionado condujo a la aparición del absolutismo, un
poder sin limitaciones que, a los efectos de consolidarse frente a los desafíos
impuestos por los conflictos sociales, apeló a argumentos de legitimación
vinculados con la concepción descendente del poder. Así, los monarcas absolutos
de los siglos XVII y XVIII iban a ser justificados de la siguiente manera: Dios
toma bajo su protección todos los gobiernos legítimos, en cualquier forma que
estén establecidos, por lo que quien pretenda derribarlos no es sólo enemigo
público, sino también enemigo de Dios.
El Estado y las diferentes corrientes del pensamiento político
Una vez discutidos los fundamentos de la legitimidad del poder, abordaremos el
tema relativo a las elaboraciones teóricas que se han desplegado en relación con
las funciones de la institución Estado como tal.
La problemática del Estado ha sido objeto de contribuciones por parte de
diferentes corrientes de pensamiento. Una primera e importante distinción puede
realizarse entre: 1) los que sostienen que el Estado es un componente
fundamental de la sociedad, y tiene como finalidad la búsqueda del bien común de
las personas que la conforman; 2) quienes ven al Estado como un fenómeno
secundario, suponiendo que su carácter y fuerza resultan de la influencia que
ejercen sobre él las fuerzas de la sociedad; 3) quienes insisten en que el
mantenimiento del orden es un bien en cualquier sentido y que el Estado es el
encargado de esa función. El pensamiento cristiano se fundamenta en la primera
posición; entre quienes se encolumnan detrás de la segunda se encuentran el
liberalismo y el marxismo; y el fascismo2 - entendido por fascismo el conjunto
de movimientos antidemocráticos que surgieron en Europa entre la Primera y
Segunda Guerra Mundial- defiende la tercera. Pasaremos ligera revista a estas
corrientes.
El pensamiento cristiano
Es sin duda tarea imposible abarcar las variadas corrientes del pensamiento
cristiano respecto del Estado, su origen y funciones. Para intentar hacerle
justicia, dado que ha sido un factor fundamental para entender la evolución de
las ideas en Occidente, intentaremos realizar un sintético bosquejo histórico
que muestre la emergencia de alguna de esas variantes.
Durante la Edad Media, momento histórico de dominio cristiano por excelencia,
predominó la ya analizada “concepción descendente del poder”. Ésta se resumía
así: el poder reside en Dios. No existe en la Biblia pasaje más expresivo que
aquel correspondiente al evangelio según San Juan en el que Jesucristo se dirige
a Pilatos con estas palabras: “no tendrás ningún poder sobre mí si no te hubiera
sido dado desde lo alto”. También San Pablo (?-67 d. C.) en las Epístolas a los
romanos lo afirmaban con claridad: “toda alma se someta a potestades superiores,
porque no hay potestad sino de Dios, y las que son de Dios, son ordenadas”. En
el siglo V San Agustín sostuvo que Dios daba sus leyes a la humanidad por medio
de los reyes. Este pensamiento podía ilustrarse con una metafórica pirámide en
la que el poder estaba concentrado en el vértice: cualquier forma de éste que se
diera “más abajo” provenía de “arriba”. Esta concepción es denominada teocrática
y, como es obvio, fueron los clérigos – monopolizadores del pensamiento culto-
quienes la desarrollaron y perfeccionaron. El pueblo, lejos de gozar cualquier
poder autónomo, se hallaba de hecho encomendado por Dios al gobierno de su rey.
Una de las claves que permite entender la vigencia de esta corriente de
pensamiento es que antes del siglo XIII no se concebía a los reinos e imperios
más que como porciones de una unidad más amplia, el conjunto de todos los
cristianos. Este era el punto de partida de la llamada doctrina ”hierocrática”,
según la cual el Papa, como sucesor de San Pedro – que había recibido los
poderes y las funciones de Jesucristo -, debía dirigir la comunidad de los
creyentes; la línea divisoria entre lo material y lo espiritual carecía de poder
operativo, y el Papa reivindicaba su supremacía respecto de reyes y emperadores.
Los enfrentamientos entre el papado y quienes ejercían la autoridad terrenal
fueron uno de los componentes de la vida política durante varios siglos, pero se
trataba de una polémica que no afectaba la cuestión de que el poder descendía de
Dios; simplemente se discutía si era el Papa o el Emperador quien recibía la
autoridad.
La aceptación de la idea de que la humanidad es un conjunto de hombres
individualizados, autosuficientes, autónomos y soberanos surgió durante el 1200
como consecuencia de la influencia del pensamiento aristotélico. La toma de
contacto en occidente con la mayor parte de las obras del pensador griego del
siglo IV a. C. que se habían perdido en el curso de la temprana Edad Media
aportó nuevas ideas al análisis de las sociedades. En ese momento histórico
comienzan a utilizarse expresiones como “política” y “Estado”, para designar
actividades e instituciones que se vinculaban con la “concepción ascendente del
poder”. La visión de Aristóteles, como ya hemos visto se sustentaba en la idea
de la ciudad (“polis”) definida como la comunidad de los ciudadanos, era una
realidad natural, surgida de la actuación de las leyes de la naturaleza, no como
consecuencia de algún acuerdo o contrato, ni como resultado de un acto
específico de la divinidad; su objetivo era el logro de la plenitud moral de sus
integrantes. En su análisis, el hombre era por naturaleza era un “animal”
político y social; lo que implicaba su participación en las instituciones de
gobierno y en todas las actividades vinculadas con el logro de una mayor
perfección.
Fue Santo Tomás de Aquino quien llevó a cabo la adaptación del pensamiento
aristotélico a las concepciones cristianas: si bien seguía sosteniendo que el
poder provenía de Dios, la distinción entre el ciudadano –hombre político- y el
hombre, sujeto de diferentes normas de tipo moral, religioso, etc., dio comienzo
a la ciencia política como disciplina independiente, definida como el conjunto
de conocimientos relativos al gobierno del Estado.
Se iba perfeccionando así la idea de que el poder residía en el pueblo quién lo
ejercía (rey, jefe, etc.) era considerado representante de la comunidad y por lo
tanto responsable ante ésta, razón por la cual existía un “derecho” a la
resistencia. Fueron a pareciendo los elementos que permitieron que
posteriormente se consolidaran la concepción ascendente del poder, también
llamada teoría popular de gobierno. Al asumirse como válido el postulado que
considera al hombre como ser naturalmente inclinado a la actividad social, este
es miembro de la “ciudad temporal”, una construcción coronada por una autoridad,
accesible al entendimiento humano gracias a la razón. Esta permite descubrir la
norma de la ciudad justa, orientada hacia le realización del “bien común”, 3 que
dispone de su propia fórmula de legitimidad: si quien ejerce la autoridad lo
hace de conformidad con la razón debe ser obedecido. Por lo tanto, la función
principal del Estado es la de “procurar el bien común”; toda su actividad, desde
la política hasta la económica, debe dirigirse a la creación de una situación en
la que los ciudadanos puedan desarrollar sus cualidades personales y los
individuos, impotentes por sí solos, persigan solidariamente ese fin común. Se
estaban sentando las bases para el surgimiento de un pensamiento político
independiente de los principios religiosos, 4 y la concepción descendente del
poder perdió progresivamente importancia.
A lo largo de los siglos siguientes el pensamiento católico mantuvo una postura
de aceptación del poder constituido mientras éste respetara los derechos de la
Iglesia; incluso con sus acciones contribuyó a avalar el poder de los reyes
absolutos.
El conflictivo período caracterizado por el surgimiento de la Reforma
Protestante en le siglo XVI implicó cambios de importancia en las concepciones
respecto del Estado. Por una parte, tal como lo planteaba Juan Calvino
(1509-1564), uno de sus principales representantes, se refuerza la idea de la
obediencia a la autoridad, situación que no debe modificarse ni ante un
gobernante tiránico; éste era considerado como un instrumento divino para
castigar los pecados humanos. Pero si en sete aspecto no planteaba diferencias
respecto a las concepciones católicas, la emergencia de la Reforma fue
fundamental en cuanto a provocar la ruptura de la unidad de la cristiandad; a
partir de la misma se hizo posible que el Estado Moderno avanzara en su
construcción. El hecho de la existencia de diversas confesiones religiosas y las
guerras de religión derivadas de esta realidad condujeron a que el Estado
buscara establecer el fundamento de su autoridad y legitimidad más allá de las
convicciones religiosas de sus súbditos. El poder eclesiástico existente – el
Papa, residente en Roma- dejó de estar por encima del orden terrenal; por el
contrario, el poder civil era el que debía dominar en estos asuntos.
El gran desafío que significó el despliegue de las ideas liberales a lo largo
del siglo XVII con su cuestionamiento a las jerarquías tradicionales y su
reivindicación de los derechos individuales, el estallido de la revolución en
Francia a fines del siglo XVIII y el surgimiento de la revolución industrial
afectaron de manera profunda al núcleo del pensamiento católico. Durante todo el
siglo XIX la oposición de la Iglesia a las ideas liberales fue casi total y
escasa la comprensión respecto de los problemas sociales de la época, generados
por la industrialización. Pontífices como Pío IX (1792-1878) se destacaron por
su defensa cerrada del orden prerrevolucionario; expresiones como “el
liberalismo es pecado” resultaron de uso común en los escritos de la jerarquía
eclesiástica. La insistencia de este Pontífice en defender la supremacía
espiritual pero también el poder temporal del papado lo enfrentó con el naciente
Estado Italiano. La encíclica Quanta Cura (1864) condenaba el nacionalismo y el
socialismo, pero también “el progreso, el liberalismo y la civilización
moderna”.
En cuanto al abordaje de la cuestión social y el papel del estado frente a ella,
la superación de una mirada que sólo pensaba en términos de caridad recién se
produjo hacia finales del siglo XIX. La encíclica Rerum Novarum (1891) del Papa
León XIII daba cuanta de la gravedad de la “cuestión obrera”, recordaba a los
ricos sus deberes de justicia y caridad, pero además postulaba la necesidad de
una acción del Estado destinada a “promover y defender el bien del obrero en
general”. En la relación con la promoción del bienestar material de los
trabajadores y la función que le corresponde a la autoridad, León XIII
(1810-1903) afirma lo siguiente:
Bueno es que examinemos que parte del rendimiento que se busca [resolver la
cuestión obrera] se ha de exigir al Estado. Entendemos hablar aquí del Estado,
no como existe en este pueblo o en el otro, sino tal cual lo demanda la recta
razón, conforme con la naturaleza y cual demuestran que deben ser los documentos
de la divina sabiduría que trata sobre la construcción cristiana de los Estados.
Esto supuesto, los que gobierna un pueblo deben primero ayudar en general con
todo el complejo de leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma
conformación y administración de la cosa pública brote espontáneamente la
prosperidad, así de la comunidad como de los particulares[ ...] con el auxilio
de esto, así como pueden los que gobiernan aprovechar a todas las clases, así
pueden también aliviar muchísimo a la suerte de los proletarios y esto en uso de
su mejor derecho y sin que pueda nadie tenerlos por entrometidos, porque debe el
Estado, por razón de su oficio, atender al bien común. [...]
Pero debe, además, tenerse en cuenta otra cosa que va más al fondo de la
cuestión, y es ésta: que en la sociedad civil es una e igual la condición civil
de las clases altas y de las ínfimas. Porque son los proletarios, con el mismo
derecho que los ricos y por su naturaleza ciudadanos, es decir, partes
verdaderas y vivas de las que –mediante las familias- se compone el cuerpo
social, por no añadir que en toda ciudad es la suya sin comparación más
numerosa. Pues como sea absurdísimo cuidar de una parte de los ciudadanos y
destruir la otra, se sigue que debe la autoridad pública tener cuidado del
bienestar y provecho de la clase proletaria; de lo contrario, violará la
justicia que manda a cada uno su derecho. [...] De lo cual sigue que entre los
deberes no pocos ni ligeros de los príncipes, a quienes toca mirar por el bien
del pueblo, el principal de todos es proteger todas las clases de ciudadanos por
igual, es decir, guardando involuntariamente la justicia llamada distributiva.
[...]
Exige, pues, la equidad que la autoridad pública tenga cuidado del proletario
haciendo que el toque algo de lo que aporta a la común utilidad, que con casa en
que mora, viendo con que cubrirse y protección con qué defenderse de quién
atente a su bien, pueda con menos dificultades soportar la vida. De donde se
sigue que se ha de tener cuidado de fomentar todas aquellas cosas que en lago
pueden aprovechar a la clase obrera [...]
Importa al bienestar del público y al de los particulares que haya paz y orden;
que todo el ser de la sociedad doméstica se gobierne por los mandamientos de
Dios y los principios de la ley natural; que se guarde y se fomente la religión,
que florezcan en la vida privada y en la vida pública costumbres puras; que se
mantenga ilesa la justicia y no se deje impune al que viole el derecho del otro;
que se formen robustos ciudadanos, capaces de ayudar y, si el caso lo pierde,
defender la sociedad. Por esto, si acaeciese alguna vez que amenacen trastornos
por amotinarse los obreros o por declararse en huelga; que se relajasen entre
los proletarios los lazos naturales de la familia; que se hiciese violencia a la
religión de los obreros; si en los talleres peligrase la integridad de las
costumbres por la mezcla de los dos sexos o por otros perniciosos incentivos de
pecar; u oprimen los amos a los obreros con cargas injustas o condiciones
incompatibles con la persona y dignidad humana; , si se hiciera daño a la salud
con un trabajo desmedido o no proporcionado al sexo ni ala edad, en todos estos
casos claros es que se debe aplicar, aunque dentro de ciertos limites, la fuerza
y a autoridad de las leyes [...]
Debe tratarse de contener al pueblo dentro de su deber, porque si bien es
permitido esforzarse, sin mengua de la justicia, en mejorar la suerte, sin
embargo, quitar a otro lo que es suyo o en pro de una absurda igualdad,
apoderarse de la fortuna ajena, lo prohibe la justicia y lo rechaza la
naturaleza del bien común. Es cierto que la mayor parte de los obreros quiere
mejorar de su suerte a la fuerza de trabajar honradamente y sin hacer a nadie
injuria; pero también es verdad que hay –no pocos- imbuidos de torcidas
opiniones y deseosos de novedades que de todas maneras procuran trastornar las
cosas y arrastrar a los demás a la violencia. Intervenga, pues, la autoridad del
estado y, poniendo un freno a los agitadores, aleje de los obreros los
artificios corruptores de sus costumbres y de los que legítimamente tienen el
peligro de ser robados.
Una mayor duración o una mayor dificultad del trabajo y la idea de que el jornal
es exiguo dan no pocas veces a los obreros motivo para alzarse en huelga y
entregar su voluntad ala ocio. A este mal frecuente y grave debe poner remedio
la autoridad pública, porque semejante cesación del trabajo no sólo daña a los
amos y aún a los mismos obreros, sino que perjudica el comercio y los intereses
de Estado; y como suele no andar muy lejos de la violencia y sedición, ponen
muchas veces en peligro la tranquilidad pública y en esto lo más eficaz y más
provechosos es prevenir con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar
el mal, apartando a tiempo las causas que han de producir un conflicto entre los
amos y los obreros. [...] se debe procurar, pues, que el trabajo de cada día no
se extienda a mas horas de las que permiten las fuerzas [...]. Finalmente, lo
que puede hacer y a lo que puede entregarse un hombre de edad adulta y bien
robusto es inicuo exigirlo a un niño o a una mujer. [...]
(León XIII, Rerum Novarum, Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1999, pp. 33 a 42.)
La aceptación de las transformaciones políticas vertidas en el siglo XIX dio
lugar a una revisión de las posturas católicas respecto del liberalismo y de la
democracia. Si bien las posiciones condenatorias del liberalismo político y
económico subsistieron –una parte importante del pensamiento
contrarrevolucionario es de base católica -, 5 Se desarrolló una corriente
dispuesta a aceptar las nuevas realidades, en particular contraponiéndolas a los
totalitarismos surgidos entre la primera y segunda guerra mundial. El filósofo
francés Jacques Maritain (1882-1973) expresa en estos párrafos algunos de los
rasgos de ese pensamiento:
El segundo problema a estudiar es el del pueblo y el Estado, o de los medios
mereced a los cuales el pueblo pueda supervisar o fiscalizar al Estado [...]
Quisiera hacer algunas observaciones relativas a los dos casos típicos
diferentes: el del Estado democrático, donde la libertad, la ley y la dignidad
humana son dogmas fundamentales, y la racionalización de la vida política se
persigue dentro de la perspectiva de las normas y los valores morales, y del
Estado totalitario, en donde solo se toman en consideración el poder y una
determinada tarea a cumplir por el todo [...]
Consideremos el caso del estado democrático. En él, la fiscalización del Estado
por parte del pueblo, incluso aunque el Estado trate de eludirla, se halla
inscripta en los principios y armazón constitucional del cuerpo político. El
pueblo dispone de medios regulares, estatuidos por la ley para ejercer su
vigilancia. Elige periódicamente a sus representantes y, directa o
indirectamente, a sus funcionarios administrativos. No solamente el pueblo
destituirá a éstos de sus cargos en los comicios siguientes a su elección, sino
que a través de las asambleas de sus representantes fiscaliza, supervisa y
presiona a su gobierno durante el tiempo que éste ejerce el poder [...].
En segundo lugar, el pueblo cuenta con los medios –cuando no los utilice
directamente por sí – de expresar la opinión pública a través de la prensa, la
radio y otros elementos, cuando son libres [...] En tercer lugar, está la
presión de los grupos sociales y otros medios no institucionales por cuyo
conducto actúan sobre los organismos gubernamentales algunos fragmentos del
cuerpo político, concluyamos, pues, en primer término, que según el principio
pluralista todo cuanto pudiera lograrse en el cuerpo político merced a los
órganos particulares o sociedades de grado inferior al Estado y nacidas de la
libre iniciativa del pueblo, debería obtenerse por medio de dichas sociedades u
organismos particulares; segundo, que la energía política debe surgir
inagotablemente del pueblo, dentro del cuerpo político. En otras palabras: el
programa de conducta del pueblo no debería brindarse desde arriba; al contrario:
ha de ser elaborado por le pueblo.
(Maritain, J., El hombre y el Estado, Buenos Aires, Club de Lectores, 1984, pp.
80ª 84.)
Podemos concluir afirmando que el Concilio Vaticano II, convocado en 1962 por
el Papa Juan XXIII (1881-1963), marcó el punto de mayor acercamiento de la
jerarquía eclesiástica a las realidades de la sociedad contemporánea,
disminuyendo su dimensión jerárquica para ponerse al servicio del “pueblo de
Dios”.
El liberalismo
El liberalismo postula que la razón del individuo constituye el fundamento para
organizar las relaciones entre los hombres y entre ellos y el mercado. En
política implica el contractualismo o constitucionalismo –incluidos los
principios de representación de los ciudadanos y la separación y limitación de
los poderes- y en economía el mercado libre. En ambos casos la clave reside en
el derecho de propiedad. Éste es sagrado, es la razón de ser del Estado y el
elemento que confiere autonomía real a cada individuo. El liberalismo es, en
definitiva, el sistema y la ideología que garantizan la libertad en todas sus
dimensiones y hace del individuo el centro de la sociedad.
En todas las variantes del liberalismo existe una concepción definida del hombre
y de la sociedad. Los elementos de la misma son: 1) Es individualista en tanto
que afirma la primacía de la persona frente a las exigencias de cualquier
colectividad social; 2) Es igualitaria, porque confiere a todos los hombres el
mismo status moral, y niega la aplicabilidad, dentro de un orden político o
legal, de diferencias entre los seres humanos; 3) es universalista, ya que
afirma la unidad moral de la especie humana y concede una importancia secundaria
a las asociaciones históricas específicas (por ejemplo, nación); 4) Es
progresista por su creencia en la posibilidad del mejoramiento de cualquier
institución social y política.
La tradición liberal ha buscado justificación en muy diversas filosofías. Las
afirmaciones políticas y morales del liberalismo se han fundamentado
generalmente en teorías de los derechos naturales6 del hombre y han buscado el
apoyo tanto de la ciencia como de la religión.
Además, al igual que cualquier otra corriente de opinión, el liberalismo ha
adquirido matices diferentes en cada una de las culturas nacionales: el
liberalismo francés difiere notablemente del inglés; el liberalismo alemán se ha
enfrentado siempre con problemas singulares, y el liberalismo norteamericano,
aunque en deuda con las formas de pensamiento y prácticas inglesa y francesa,
muy pronto tuvo rasgos propios.
A pesar de la rica diversidad que el liberalismo ofrece a la investigación
histórica, es un error suponer que sus múltiples variedades no pueden ser
entendidas como variantes de un reducido conjunto de temas. El liberalismo
constituye una tradición única, un difuso síndrome de ideas. Esa tradición tiene
antiguas raíces en Occidente, y en este sentido el mundo clásico aporta algunos
elementos, desde los sofistas griegos7 quienes al establecer una discusión clara
entre lo natural y lo sobrenatural tendieron a sostener la igualdad natural del
hombre, hasta los aportes romanos en el tema de la igualdad ante la ley.
Sin embargo, su formulación moderna, acompañada de una teoría del surgimiento
del Estado, se produce en la conmocionada Inglaterra del siglo XVII, sacudida
por enfrentamientos casi continuos desde la década de 1640, emergiendo de la
obra de Thomas Hobbes, y sobre todo de la de John Locke. Las transformaciones
políticas y económicas que experimentaba el mundo Occidental, a partir de las
guerras de religión y de la expansión económica afirmada en el comercio
internacional, contribuyeron a socavar el poder de las monarquías tradicionales.
Las ideas centrales de Hobbes se manifiestan en le Leviatán (1651) y pueden ser
definidas como una filosofía del poder. El punto de partida de las mismas es lo
que él denomina estado de naturaleza, una situación hipotética en la que se
encuentran los hombres, el tipo de vida que llevarían los hombres “de no existir
un poder común que temer”. En esta línea, el estado de naturaleza es
caracterizado, como un estado de guerra y de anarquía, los hombres son iguales;
de la igualdad proviene la desconfianza, y de la desconfianza procede la guerra
de todos contra todos. Para Hobbes, sin embargo, hay un derecho natural y unas
leyes naturales, aunque las mismas no tienen para él la misma significación que
para los teóricos del derecho natural. La ley natural es definida como “un
precepto o regla general descubierto por la razón y que prohibe, por un lado
hacer aquello que pueda destruir su vida u obstaculizar sus medios de
preservación y, por otro, dejar de hacer aquello que pueda preservar lo mejor
posible su vida”. Las dos primeras leyes naturales consisten, desde la
perspectiva de Hobbes, en buscar la paz y defenderse por todos los medios que se
tengan al alcance. Ahora bien, para asegurar la paz y la seguridad, los hombres
deciden establecer un contrato entre ellos, transfiriendo al Estado los derechos
que, de ser conservados, obstaculizarán la paz de la humanidad. Este contrato es
el que anteriormente hemos definido como “pacto de sumisión”.8
De este análisis pueden inferirse algunos elementos:
La sociedad no es un hecho natural, es el “futuro artificial de un pacto
voluntario, de un cálculo interesado”;
El Estado se basa en un contrato, no el que establecen un monarca y sus
súbditos, sino el que pactan individuos que deciden darse un soberano; ese
contrato, lejos de imitar la soberanía, la funda;
El origen del contrato es la preocupación por la paz;
El Estado tiene la función de salvaguardar el derecho natural de cada uno, y su
poder encuentra su límite absoluto en el derecho natural, no en ningún otro
hecho moral;
El Estado es el que fundamenta la propiedad, por lo que todo ataque al Estado es
un ataque a la propiedad.
Para finalizar, si llamamos liberalismo a la doctrina que sostiene que los
derechos, en oposición a los deberes, constituyen el hecho político fundamental
del hombre, identifica la función del Estado con la protección y salvaguarda de
dichos derechos, es correcto afirmar que Thomas Hobbes fue el fundador del
liberalismo.
John Locke puede ser entendido más adecuadamente si lo ubicamos en su escenario
histórico, según la Inglaterra de la gloriosa revolución de 1688. la misma acabó
de manera definitiva con el absolutismo en ese país, instaurando las
instituciones de una monarquía constitucional. Su obra, entonces, constituye la
fundamentación teórica de la rebelión contra el poder, partiendo de algunos de
los conceptos ya introducidos por Hobbes, aunque dándoles una interpretación
diferente. El texto transcrito es un fragmento del Segundo Tratado sobre el
Gobierno Civil (1690). Su lectura permite apreciar la manera en que fundamenta a
partir del estado de naturaleza, el surgimiento del Estado y los límites de su
autoridad. En su obra, aparecen definidos tanto el “pacto de asociación-
decisión de individuos que quieren vivir juntos- como el “pacto de sumisión”-
transferencia del poder a una autoridad -. Asimismo, Locke destaca la
importancia de la propiedad, cuya garantía es justamente el objetivo de la
creación del Estado. Justamente, cuando el poder afecta los derechos naturales,
en particular los de propiedad, Locke concede a los gobernados el derecho a
sublevarse.
El estado de naturaleza
Capítulo II - del estado de naturaleza.
Para comprender correctamente el poder político y conocer su origen, debemos
considerar como viven los hombres en el estado de naturaleza. Es este un estado
de perfecta libertad; cada uno puede ordenar sus acciones y disponer de sus
bienes y de su persona según sus aptitudes, dentro de los límites determinados
por la ley natural y sin necesitar permiso ni depender de la voluntad de hombre
alguno. Es también un estado de igualdad dónde todo poder y jurisdicción es
recíproco, dónde nadie tiene más que nadie; Es entonces evidente que allí todas
las criaturas, de la misma especie y rango, nacidas con las mismas cualidades
naturales y con el goce de las mismas facultades, deben ser iguales, sin
subordinación ni sumisión; a menos que el dueño y señor de todas ellas coloque a
una por encima de las demás por cualquier declaración expresa de su voluntad y
le confiera, por una evidente y clara designación, un indiscutible derecho de
dominio y soberanía. [...]
Para que todos los hombres estén impedidos de invadir derechos ajenos y de
hacerse daño unos a otros, y para que la ley natural, que quiere la paz y
preservación de toda la humanidad, sea observada, su ejecución está puesta, en
este sentido, en la mano de todos los hombres, por lo cual cada uno tiene
derecho a castigar a los transgresores de esa ley hasta el grado que lo permita
la violación. [...] Como el hombre tiene derecho desde su nacimiento, como ha
sido demostrado, a una perfecta libertad y a un goce no fiscalizable de todas
las facultades y privilegios de la ley natural, y como es igual a cualquier otro
hombre y multitud de hombres, tiene por naturaleza no solamente el poder de
preservar su propiedad, es decir, su vida, libertad y estado contra las injurias
y atentados de los otros hombres, sino también de juzgar y castigar a los
transgresores de esta ley proporcionalmente a la gravedad de la ofensa, y aún
con la misma muerte cuando él crea que la atrocidad del hecho lo requiere. [...]
Por consiguiente cuando cualquier número de hombres está unido en sociedad de
tal manera que cada uno de ellos abandone el poder ejecutivo que le pertenecía
por derecho natural y se entrega a la autoridad pública existe una sociedad
política o civil. [...]
Capítulo VIII - del comienzo de las sociedades políticas
Siendo los hombres iguales, iguales e independientes por naturaleza, como ya se
ha dicho, ninguno puede ser sacado de su estado y sometido al poder político de
otro sin su propio consentimiento. Cuando los hombres salen del estado de
naturaleza y se unen en una comunidad, debe entenderse que desisten a favor de
la mayoría de todo el poder que fuera necesario para conseguir los fines que los
llevaron a asociarse (a menos que determinen explícitamente a cualquier grupo
más numeroso que la simple mayoría). Y esto se consigue cuando los hombres
acuerdan unirse en una sociedad política, acuerdo que resume en sí todo el
procedimiento contractual que se sigue o necesita seguirse entre los individuos
que entran a formar un Estado. Y así lo que origina y actualmente constituye
toda sociedad política es el consentimiento de un cierto número de hombres
libres, capaces de ser representados por una mayoría desde que se unen y forman
una sociedad. Y este consentimiento es lo único que da o puede dar comienzo a
cualquier gobierno legal del mundo.
Todo lo que no pueda ser reconocido sino como una ventaja sobre las antiguas
medidas para la sociedad y para el pueblo en general debe ser justificado por sí
mismo; y siempre que el pueblo elija sus representantes según un criterio
proporcional y justo, conforme a la constitución original del estado, no puede
dudarse que sea la voluntad y el acto de la misma sociedad que le permitió obrar
así y fue de la causa de tal acción.
El derecho de revolución
Capítulo XVIII - de la tiranía
Así como la usurpación consiste en el ejercicio de un poder a que otra persona
tiene derecho, la tiranía consiste en el ejercicio abusivo del poder, a lo que
nadie tiene derecho. Esto ocurre cuando se usa el poder para el bien personal y
exclusivo del gobernante y no para el bien de los súbditos. Se debe, pues,
considerar tirano a todo gobernador, o como quiera que se titule, que no tiene
la ley como regla sino su voluntad propia y cuyos mandamientos y actos no están
dirigidos hacia la preservación de las propiedades de su pueblo sino hacia ala
satisfacción de su propia ambición, de sus venganzas personales, de su codicia o
de alguna otra pasión semejante. Es un error pensar que la tiranía es propia de
los regímenes monárquicos. También las otras formas de gobierno están expuestas
a sus defectos; porque allí donde el poder, colocado en manos determinadas para
el gobierno del pueblo y la preservación de sus propiedades, es aplicado a otros
fines y usado para empobrecer y oprimir a los súbditos mediante una autoridad
irregular y arbitraria, existe una tiranía, que indiscutiblemente puede ser de
uno o de varios. Así vemos en la historia los treinta tiranos de Atenas y el
tirano único de Siracusa; en cuanto al inolvidable dominio de los Decenviros en
Roma, no era mucho mejor que una tiranía. Pero si todos ven claramente que los
pretextos alegados por un gobernante son de naturaleza perfectamente opuesta a
las acciones que realiza y que emplea todos los artificios posibles para eludir
la autoridad de la ley, y que todos los beneficios de las prerrogativas (poder
otorgado al soberano a fin de que lo use arbitrariamente para conseguir un bien
para el pueblo y no un mal) son empleados contrariamente a su finalidad; si el
pueblo advierte que la elección de los magistrados inferiores y de los
magistrados subalternos se hace de acuerdo a finalidades contrarias al interés
público y que son más o menos favorecidos en proporción al celo que pongan en la
obtención de tales objetivos funestos; si los ciudadanos experimentan los
efectos nocivos del poder arbitrario; si notan que clandestinamente se favorece
a una religión contraria al espíritu público y se trata de introducirla en todas
partes, aunque el gobierno públicamente se declare contra ella, ¿cómo podría un
hombre dejar de pensar que un peligro amenaza la suerte del Estado y hace
necesaria una pronta salvación?.
(Locke, J. Segundo tratado sobre el gobierno civil –1690-, en Fayt, C. S., El
Estado liberal moderno, Buenos Aires, Plus Ultra, 1973, pp. 153 a 188.)
En el texto de Locke aparece otro de los temas centrales que caracterizan al
liberalismo: la división de poderes. El francés Mostesquieu (Charles Louis de
Secondat, Baron de la Brede et de la Montesquieu, 1689/1755) la fundamentó para
evitar los abusos de poder: “para formar un gobierno moderado, hay que combinar
los poderes, regularlos, suavizarlos, hacerlos funcionar; dar, por así decirlo,
un cierto peso a uno para que pueda resistir a otro”.
La evolución del pensamiento liberal se vio afectada por las transformaciones
económicas y políticas que se iniciaron en el siglo XVIII y se prolongaron en el
siglo siguiente, sobre todo tras el impacto producido por la revolución
industrial en el terreno económico y por la revolución francesa en el ámbito
político.
La obra del filósofo escocés Adam Smith (1723-1790) Investigación acerca de la
naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, publicada en 1776, es
considerada clave para el desarrollo del pensamiento económico liberal. Su idea
de que un mercado sin interferencias es el más eficiente asignador de los
recursos en la vida económica pasó a ser uno de los pilares de los apologistas
del capitalismo. Pero además de los aspectos estrictamente económicos la obra de
Smith aportó una hipótesis del surgimiento histórico del Estado moderno.
El fragmento que sigue resume las concepciones del pensador escocés sobre el
tema:
En un país donde no hay comercio extranjero, ni manufacturas delicadas y finas,
un hacendado rico consuma todas sus rentas en una rústica hospitalidad dentro de
su propio hogar, como que aunque quisiera no tiene con qué cambiar la mayor
parte de aquel producto de sus tierras que resta después de haber mantenido
todos sus trabajadores. Si este sobrante es suficiente para mantener ciento o
mil hombres, no puede hacer otro uso de él que mantener en efecto este número de
gentes. Esta es la razón del por qué, en todo tiempo, a un rico de esta especie
se le ve rodeado de una multitud inmensa de ociosos dependientes, los cuales,
como que no tiene otro modo de recompensar el beneficio que reciben, le obedecen
en todo ciegamente. Antes de que se extendiese en Europa el comercio y el gusto
de las manufacturas finas, esta especie de hospitalidad, no caritativa sino
ostentosa, de los ricos y de los grandes, de los soberanos hasta el ínfimo barón
excedía en cuanto al presente podemos imaginar [...] Del gran conde de Werwch se
dice que mantenía a sus expensas, en los diferentes distritos de sus señoríos,
más de treinta mil personal [...] Los colonos de estas tierras de señorío eran
tan dependientes del señor de ellas como los que se mantenían a expensas de
éste. Aún lo que no estaban en condición servil eran colonos al arbitrio del
señor, porque pagaban una pequeña renta en modo alguno equivalente a lo que daba
de sí las tierras [...] Un colono a voluntad del dueño, que ocupa una tierra
capaz de mantener a una familia por renta que puede llamarse casi nula, viene a
depender en los mismos términos que un siervo o que otro cualquiera que se
mantenga a expensas del amo, y no puede menos de obedecerle en todo ciegamente,
porque este señor mantiene del mismo modo a aquellos colonos en sus propios
hogares, que a sus siervos en su casa. Todos ellos derivan su sustento de la
bondad del señor, dependiendo de su libre voluntad el continuar manteniéndolos.
No estaba fundado sobre otro principio aquel poder de los antiguos barones, o
sea sobre la autoridad de los dueños de las tierras ejercían sobre sus mismos
colonos y sobre aquellos dependientes que mantenían del modo expresado. Por
necesidad, eran sus jueces en la paz y sus caudillos en la guerra. Podían
mantener el orden y ejecutar las leyes dentro de sus respectivos territorios,
porque les era posible convertir las fuerzas de todos los demás habitantes
contra la injusticia de cualquier particular, y para esto ningún otro que le
señor mismo tenía suficiente autoridad y poder. A veces el mismo soberano solía
no tener tanta potestad, porque un príncipe, en aquellos tiempos, venía a ser
muy poco más, en algunas partes, que un propietario en su respectivo señorío
[...]. Intentar un rey, de propia autoridad, hacer efectivo el pago de una
pequeña deuda dentro de las tierras de uno de aquellos señores, en donde todos
sus habitantes se armaban y estaban acostumbrados a apoyarse unos a otros, solía
costar al príncipe casi los mismos esfuerzos y diligencias que una guerra civil.
Por esta razón solía verse el rey obligado a abandonar la administración de
justicia en la mayor parte de sus dominios, dejándola en manos de quienes
estaban en condiciones de administrarla, y por la misma causa entregar el mando
de la milicia a aquellos a quienes querían obedecer las tropas.
Es una equivocación muy grande imaginar que estas jurisdicciones territoriales
tuviesen su origen en las leyes feudales. No sólo las supremas jurisdicciones,
así civiles como criminales, sino las potestades de levantar tropas, acuñar
monedas y establecer leyes municipales par el gobierno de los pueblos, fueron
todos unos derechos poseídos por los grandes señores muchos siglos antes de que
fuese aún conocido en Europa el nombre de derecho feudal.
Muy lejos de que la introducción de las leyes feudales fuesen causa de que se
extendiese la autoridad de los señoríos, puede considerarse como una máxima
dirigida a moderar aquel poder. Aquellas leyes establecieron una subordinación
regular, acompañada de una larga serie de servicios y obligaciones al rey y a la
patria que debían prestar los señores desde el mayor al menor [...] Pero aunque
estas disposiciones miraban a engrandecer la autoridad del soberano debilitando
la de los señoríos particulares, todavía no fueron suficientes para introducir
el orden y buen gobierno entre los habitantes del campo, porque no alteraba
suficientemente aquel estado de propiedad y señorío, casi absoluto, que daba
motivo a los desórdenes. En consecuencia, la autoridad del gobierno continuaba
siendo demasiado débil en la cabeza y demasiado fuerte en los miembros, siendo
la excesiva fuerza de éstos causa de debilidad de aquella [...].
Pero lo que no puede hacer por sí sola toda la violencia de las leyes feudales,
lo consiguió en parte y gradualmente la insensible y lenta operación del
comercio y las manufacturas. Estos artículos ofrecían continuamente a los
grandes cosas apetitosas con que cambiar el producto sobrante de sus rentas, y
cosas que podían consumir ellos mismos sin que de ellas participasen sus colonos
y dependientes. Todo para mí y nada para los demás, parece haber sido, en todas
las edades del vano y corrompido mundo, la vil máxima del soberbio poderoso.
Luego que encuentra modo de consumir para sí exclusivamente todas sus rentas, se
olvidan de partirlas gratuitamente con otros. Por un par de hebillas de
diamantes, o por otra bagatela de esta especie, cambian o dan frívolamente el
mantenimiento, o el precio, que es lo mismo, de mil hombres que podrían
subsistir con ello acaso un año, y con él ceden toda la autoridad que les
hubiera dado sobre ellos en haberles mantenido. Estas hebillas serán para el
únicamente, sin que ninguna otra persona pueda tener parte en ellas, siendo así
que en el antiguo método de sus dispendios participarían de su precio mil
personas, por lo menos, de sus mismos dependientes. Esta diferencia era
perfectamente decisiva para los que hubieran de determinar como jueces la
preferencia, y de este modo, por el gusto del más despreciable de todas las
vanidades, fueron los señores vendiendo gradualmente todo su poder y toda su
autoridad [...]
Cuando los dueños de grandes territorios invierten sus rentas en mantener de
todo lo necesario a sus colonos, dependientes y criados de su comitiva, cada uno
sostiene a los suyos y nada más; pero cuando las gastan en negociantes y
artesanos, aunque ninguno de éstos dependan enteramente de cada uno de los
señores en particular, todos ellos juntos pueden sin duda mantener el mismo o
mayor número de gentes que antes. Cada uno de por sí, o separadamente, no
contribuyen más que en una parte muy pequeña del mantenimiento total de
cualquiera de los individuos de este gran cuerpo, porque todo artesano y todo
tratante gana su sustento, no con el empleo que hace uno solo, sino ciento o mil
de sus diferentes clientes, y así, aunque por ciertos respectos se reconozca
obligado a todos ellos, no puede decirse que depende absolutamente de cada uno.
Al paso que iba creciendo el gasto de los magnates y hacendados, no pudo menos
que irse extinguiendo o disminuirse también el número de sus dependientes
serviles, hasta haberse abolido enteramente aquel estado. Esa misma causa le iba
obligando a desprenderse de criados y sirvientes y superfluos de toda especie.
Engrandeciéndose las labranzas de las tierras tomadas a renta, y a los colonos,
a pesar de los clamores que solían levantarse sobre una pretendida despoblación,
quedaron reducidos al número necesario para el cultivo del campo. Con haber
apartado de sí muchas bocas excedentes, y con exigir de los colonos el valor
entero de los que merecían los arrendamientos, adquirieron los dueños de las
tierras mayores sobrantes de su producto o de su precio, para cuya inversión les
ofrecía a cada paso medios y ocasiones los mercaderes y artesanos, dirigiéndose
ya aquellos gastos, más hacia las personas mismas de sus dueños, que hacia los
que antes participaban de sus dispendios. Comenzaron a pensar los dueños en
elevar sus rentas sobre lo que el actual estado de sus rentas podían soportar.
Sus colonos consentían en ello bajo condición de que se les asegurase en la
posesión por un estado de tiempo suficiente para poder recobrar con las
ganancias regulares, lo que invirtiesen en sus mejoras y abonos a fin de que
pudiesen producir más renta, y la vanidad, pródiga y costosa de los dueños los
llevaba a condescender gustosos, siendo esto lo que en parte dio motivo a los
arrendamientos y foros perpetuos o a largo plazo [...]
Hechos independientes los colonos, y despedidos del lado de los magnates los
siervos superfluos, ya estos señores no se hallaron capaces de trastornar la
ejecución regular de la justicia, ni de perturbar la pública tranquilidad del
país. Habiendo vendido su derecho patrimonial y primogenitura, no por unas
miserables legumbres en tiempo de hambre y necesidad, sino por unas bagatelas
enteramente pueriles, y más para incautos rapaces que para hombres de ideas
prudentes y serias, llegaron a un estado de tan poca significación en la
república como el de cualquier otro particular de los demás ciudadanos.
Estableciéndose un gobierno regular, tanto en los campos como en las ciudades,
porque ninguno tenía poder bastante para tumbar sus operaciones en los unos, ni
sus negociaciones en las otras.
(Smith, A., Investigación acerca de la naturaleza y causa de la riqueza de las
naciones-1776, Buenos Aires, Orbis/Hyspamérica, 1983, Vol. II, pp. 145 a 153.)
Smith es conocido también por su insistencia en que un cierto tipo de Estado, un
Estado mínimo, proporcionaba la mejor cobertura para el crecimiento económico.
Estaba convencido que sólo se necesitaba paz, impuestos bajos y una razonable
administración de justicia para llevar al Estado hasta la opulencia; la misma es
producida por el orden natural de las cosas. Frente a esta apreciación, que con
realismo sostenía que era necesario controlar el poder en tanto “paz y
administración” implicaba siempre una cierta presencia del Estado, durante el
siglo XIX se potenció una visión extrema en la que pensadores como Herbert
Spenser (1820-1903) afirman que el Estado debía dejar de existir; los individuos
libres se asociarían sin coerción extrema, lo que resultaría beneficioso par su
temple y moral y útil para el principio del mercado.
La Inglaterra de la época de la reina Victoria parece haber sido la realidad más
próxima a los objetivos liberales. El párrafo siguiente resume las
características de ese momento:
Hasta agosto de 1914, cualquier caballero inglés sensato, respetuoso de las
leyes, podía pasar por la vida y notar, apenas, la existencia del Estado excepto
por la oficina de correos y el policía de la esquina. Podía vivir dónde quisiera
y cómo quisiera. No tenía un número oficial ni documento de identidad. Podía
viajar por el extranjero, o abandonar para siempre el país sin un pasaporte o
forma alguna de permiso oficial. Podía cambiar su dinero por alguna otra moneda
sin restricción o límite. Podía comprar mercancías de cualquier parte del mundo
en los mismos términos en los que compraba artículos en su país. Por la misma
razón, un extranjero podía vivir en este país sin permiso y sin informar a la
policía. A diferencia de los demás países del continente europeo, el estado no
exigía a sus ciudadanos que cumplieran con el servicio militar. Un inglés podía
enrolarse, si así lo deseaba, en el ejército regular, en las fuerzas navales o
territoriales. Pero también podía, de preferirlo, pasar por alto a los llamados
a la defensa nacional. [...] hablando en términos generales, el estado sólo
intervenía para ayudar a quienes no podían ayudarse. Dejaba en paz al ciudadano
adulto.9
El siglo XIX implicó la vigencia del liberalismo en Occidente en todos los
terrenos: en el campo político a través de la conformación de un Estado con
funciones que se limitaban a hacer cumplir las leyes, y en el terreno económico
a partir de la vigencia de concepciones que ponían limites a la participación
del estado en esta esfera. Sin embargo, no se trataba de un dominio libre de
cuestionamientos: pensadores como Joseph de Maistre expresaban los temores de
los defensores de las estructuras del Antiguo Régimen,10 sosteniendo, por
ejemplo, que la libertad de expresión suponía la destrucción de la sociedad y
que “no puede haber gobierno alguno si las masas gobernadas se consideran
iguales a aquellos que gobiernan”. Asimismo, el éxito académico del liberalismo
económico no se trasladó con frecuencia al ámbito de la política económica, en
el que las tendencias proteccionistas muchas veces se impusieron alegando la
defensa de los intereses de la producción nacional frente a los problemas de la
competencia extranjera.
Los debates respecto de la vigencia del Estado liberal continuaron también en el
siglo XX, afectados por los cuestionamientos crecientes provenientes desde la
derecha y desde la izquierda (ver la unidad siguiente). El liberalismo se vio
afectado por las transformaciones experimentadas por la vida económica, tanto
desde el punto de vista de la inestabilidad manifestada por el capitalismo como
por el desafío planteado por el triunfo del socialismo. Todos sus defensores
coincidían respecto a que se requería la limitación del accionar del gobierno
por medio de normas escritas. Más allá de las posiciones destinadas a defender
la existencia de un Estado mínimo, cuya existencia se limita a las competencias
estrictas para evitar el robo, el fraude o la violencia la mayoría de los
autores liberales reconocen que el Estado puede tener varias funciones de
servicio, que rebasan la protección y el sometimiento de la justicia y es por
esta razón que son partidarios de un Estado limitado, el que debe cumplir la
condición de contener restricciones constitucionales sobre el ejercicio
arbitrario de la autoridad gubernamental.
En el ámbito económico las posiciones liberales pasaron por diferentes niveles
de valoración, coincidentes con los avatares que atravesó el mundo a lo largo
del siglo. Si hasta el estallido de la primera guerra mundial en 1914 el papel
del Estado en la economía era considerado marginal –aunque las tendencias
proteccionistas siguieron vigentes sobre todos en períodos de crisis-, desde ese
momento la situación se fue modificando, tanto como consecuencia de las
necesidades bélicas como de las dificultades que produjeron a partir de la
crisis de los años treinta. El período que arranca en 1945 fue el de mayor
desarrollo de la gestión estatal, hasta el punto de forjarse la expresión
“economía mixta”, para distinguir una realidad en la que la actividad del Estado
en múltiples terrenos tenía un lugar significativo. Sin embargo, la ortodoxia
económica se mantuvo con fuerza en los ámbitos académicos esgrimiendo
argumentaciones en buena medida renovadoras, pero que partían de las que ya
había elaborado Adam Smith a fines del siglo XVIII. El retorno a primer plano
del liberalismo económico se produjo como consecuencia de la crisis de la década
de 1970, atribuidas a los excesos provenientes de la intervención estatal
durante los años de vigencia de la economía mixta, adoptó la forma extrema del
monetarismo, una corriente del pensamiento económico surgida en la Universidad
de Chicago cuyo principal exponente fue Milton Friedman (n.1912), premio Nobel
de economía en el año 1976. el éxito de esta corriente se ha concretado hasta
fines del siglo XX con el triunfo de las concepciones neoliberales, que han
tomado las banderas del Estado mínimo aplicándolas a la nueva realidad de la
globalización.
El texto que es transcribe proviene de un libro de divulgación escrito por
Friedman con su mujer Rose e ilustra adecuadamente respecto de sus posturas en
relación con el Estado:
En una sociedad cuyos participantes deseen alcanzar el grado de libertad más
alto posible para elegir como individuos, como familias, como miembros de grupos
voluntarios, como ciudadanos de un Estado organizado, ¿qué papel se debe asignar
al gobierno? No es fácil mejorar la respuesta que dio Adam Smith a esta pregunta
hace doscientos años:
“[...] De acuerdo con el sistema de libertad natural el soberano sólo tiene que
atender a tres obligaciones, que son, sin duda, de grandísima importancia pero
que se hallan al alcance y a la comprensión de una inteligencia corriente.
Primera, la obligación de proteger a la sociedad de la violencia y de la
invasión de otras sociedades independientes; segunda, la obligación de proteger,
hasta dónde esto es posible, a cada uno de los miembros de la sociedad, de la
injusticia y de la opresión que puedan recibir de otros miembros de la misma, es
decir, la obligación de establecer una exacta administración de la justicia; y
tercera, la obligación de realizar y conservar determinadas obras públicas y
determinadas instituciones públicas, cuya realización y mantenimiento no pueden
ser nunca de interés para un individuo particular o para un pequeño número de
individuos, porque el beneficio de las mismas no podrá nunca reemplazar de su
gasto a ningún pequeño grupo de individuos, aunque con frecuencia reembolsan con
gran exceso a una gran sociedad.”
Los dos primeros deberes son claros y sencillos: la protección de los individuos
de una sociedad de la violencia, tanto si viene del exterior como si procede de
los demás ciudadanos. A menos que exista esta protección no somos realmente
libres de elegir. La frase del ladrón armado “la bolsa o la vida” me ofrece una
elección, pero nadie pensaría que trata de una elección libre o que el
intercambio que propone es voluntario [...].
El segundo deber público propuesto por Adam Smith va más allá de una simple
función policíaca de proteger al pueblo frente a la coacción física; implica
“una exacta administración de justicia”. Ningún intercambio voluntario de alguna
complejidad o que se extienda durante un período de tiempo de cierta
consideración puede liberarse de la ambigüedad. No hay suficientes palabras en
el mundo para poder especificar por adelantado todas las contingencias que
pueden acontecer y poder explicar de forma detallada las obligaciones de las
diversas partes en cada clase de intercambio. Debe haber algún modo de mediar en
las disputas. La misma mediación puede ser voluntaria y no necesitar la
intervención del gobierno [...] pero la última instancia compete al sistema
judicial gubernamental.
Este papel del Estado incluye igualmente el fomento de los intercambios
voluntarios mediante la opción de reglas generales (las reglas de juego
económico y social que siguen los ciudadanos de una sociedad libre). El ejemplo
más evidente es el significado que se le ha de dar a la propiedad privada. Poseo
una casa. ¿Está usted “allanando” mi propiedad privada si hace volar su avión
privado tres metros por encima de mi tejado? ¿Trescientos metros? ¿Diez mil
metros? No hay nada “natural” en lo referente a dónde terminan mis derechos de
propiedad y dónde empiezan los suyos. En especial a través del crecimiento
histórico del derecho civil, la sociedad se ha puesto de acuerdo sobre las
reglas de la propiedad, aunque la legislación más reciente ha desempeñado un
papel creciente.
El tercer deber de Adam Smith plantea las cuestiones más complicadas. El mismo
considera que tenía una limitada aplicación. Desde entonces se ha utilizado para
justificar una gama extremadamente extensa de actividades públicas. En nuestra
opinión describe un deber válido de un gobierno destinado a preservar y reforzar
una sociedad libre, pero se le puede considerar también como una justificación
de un desarrollo ilimitado del poder del Estado.
El elemento válido aparece también debido al costo de producción de algunos
bienes y servicios por medio de intercambios estrictamente voluntarios. Tomemos
un sencillo ejemplo sugerido por la misma descripción que hace Adam Smtih del
tercer deber: las calles de la ciudad y los accesos generales a las autopistas
podrían depender del intercambio privado voluntario, sufragándose los costes por
medio de la aplicación de peajes. Pero los costes de recaudación de los peajes
serían a menudo muy grandes con respecto al coste de construcción y de
mantenimiento de calles y de autopistas. Se trata de una “obra pública” que no
puede ser “nunca de interés para un individuo particular [...] realizar y
mantener [...] aunque” con frecuencia reembolsan con gran exceso a una “gran
sociedad”.
Un ejemplo más rebuscado comporta efectos sobre “terceras partes”, gente que no
es parte en este intercambio particular (el típico caso de las “molestias del
humo”). Su horno deja escapar un humo lleno de hollín que ensucia el cuello de
la camisa de una tercer persona. Esta persona estará dispuesta a dejar
ensuciarse el cuello de su camisa previo pago de un precio, pero a usted no le
es factible identificar a todas las personas a las que afecta, o a ellas no le
es factible descubrir quién ha ensuciado sus cuellos y exigirle que las
indemnice individualmente o se ponga de acuerdo con cada una de ellas [...]
Volviendo a utilizar el vocabulario técnico digamos que hay un “defecto de
mercado” que se debe a efectos “externos” o de “vecindad” para los que no es
factible (resultaría demasiado caro) pagar o hacer pagar a las personas
afectadas; a los terceros se les ha impuesto intercambios involuntarios.
Por mínimos y lejanos que sean, casi todo cuanto hacemos tiene efectos sobre
terceros. Por lo tanto el tercer deber de Adam Smith puede a primera vista
parecer que justifica casi todas las medidas propuestas por el Estado. Pero aquí
hay un error. Las mediadas administrativas también afectan a terceros. Al igual
que “defectos de mercado”, también hay “defectos de Estado” que son consecuencia
de efectos “externos” o “de vecindad”. Y si estos efectos son importantes en una
transacción de mercado, puede serlo igualmente en las medidas que toma el sector
público para corregir el “defecto de mercado”. La primera fuente de efectos
significativos a terceros a consecuencia de acciones privadas reside en la
dificultad para identificar los costos o los beneficios externos. Cuando es
fácil identificar al que sale perdiendo o al que se beneficia, y se puede
valorar, es muy sencillo sustituir el intercambio involuntario por el voluntario
o, por lo menos, exigir compensación individual. Si su automóvil choca con otro
por culpa de usted, se le puede hacer pagar en concepto de daños y perjuicios
aunque la colisión haya sido involuntaria [...] A las partes privadas les cuesta
trabajo identificar quién les impone costos o les causa beneficios, y otro tanto
le ocurre al Estado. Como consecuencia de ello, una Administración que trate de
rectificar esta situación puede acabar empeorando las cosas, imponiendo costos a
terceras partes inocentes o beneficiando a afortunados espectadores. Para
financiar sus actividades debe recaudar impuestos, que por sí solos afectan ya a
los que hacen los contribuyentes –es decir, otro efecto sobre terceros-. Además,
todo incremento de poder público, para la cuestión que sea, aumenta el peligro
de que el Estado, en vez de servir a la gran mayoría de sus ciudadanos, pueda
convertirse en un medio por el que algunos de esos ciudadanos se aprovechen de
otros [...]
Un cuarto deber del gobierno que Adam Smith no mencionó explícitamente, es el de
proteger a los miembros de la comunidad que no pueden considerar como individuos
“responsables”. Lo mismo que el tercer deber, el cuarto puede también dar lugar
a grandes abusos. Con todo, no se le puede dejar de lado.
La libertad sólo es un objetivo defendible para los individuos responsables. No
creemos en la libertad total para locos o niños. De algún modo debemos trazar
una línea divisoria entre los individuos responsables y los demás, y aún
haciéndolo así introducimos un elemento de ambigüedad fundamental en nuestro
proyecto fundamental de libertad. No podemos rechazar categóricamente el
paternalismo para con los que consideramos como irresponsables [...]
Los tres deberes de Adam Smith, o nuestros cuatro deberes del Estado, tienen
realmente una “grandísima importancia”, pero están mucho menos “al alcance y a
la comprensión de una inteligencia corriente” de los que él suponía. Aunque no
podemos pronunciarnos sobre la conveniencia o la oportunidad de cualquier
intervención pública real o propuesta, refiriéndonos mecánicamente a uno o a
otro de dichos deberes, constituyen un grupo de principios en los que nos
podemos basar para hacer balance de los pro y los contra. Incluso en la
interpretación más holgada, reglamentan la mayor parte de las intervenciones
administrativas todos aquellos “sistemas, lo mismo los que otorgan preferencias
que los que imponen restricciones”, contra los que luchó Adam Smith, y que más
tarde fueron destruidos, pero que desde entonces han reaparecido en forma de los
aranceles actuales, en forma de precios y salarios fijados por el Estado, de
obstáculos al ingreso en varias ocupaciones, y de muchas otras desviaciones de
su “sistema claro y sencillo de la libertad natural”.
(Friedman, M. Y R., Libertad de elegir, Buenos Aires, Orbis/Hyspamérica, 1983,
pp. 49 a 56.)
Marxismo
La obra de Karl Marx se ha erigido en una aportación central para las
ciencias sociales. La dimensión de sus concepciones históricas, filosóficas,
sociológicas antropológicas y económicas lo transforman en un pensador clásico,
lo que implica un reconocimiento de sus méritos y una objetivación de la
relatividad de éstos. La obra de Marx es la de un pensador producto de la
revolución industrial y del desarrollo del liberalismo, y sus propuestas se
insertan en ese marco económico-social y en ese clima ideológico. De allí que es
válido sostener que, en el despliegue de sus ideas, su interlocutor es el
liberalismo, con quién se enfrenta en una arena común, brindando soluciones
alternativas a los mismos problemas.
En el ámbito específico de la política en general y de la teoría del Estado en
particular, la versión más difundida de su pensamiento partía de dos premisas
fuertemente vinculadas entre sí: 1) la política es sólo una representación de
una relación de fuerzas entre agentes sociales que se consolida en el mundo de
la producción; 2) el estado a lo largo de su existencia, ha sido y es un
instrumento de dominación de clase. Frente a concepciones que, implícita o
explícitamente, definen al Estado como un poder neutral, situado más allá de las
fuerzas sociales en conflicto, la crítica de Marx denuncia el carácter ilusorio
de esa hipótesis, planteando la subordinación de lo político al intercambio
entre capital y fuerza de trabajo. Como instrumento de dominación de clase, la
función del Estado se prolonga hasta que la clase obrera lleve a cabo la
revolución; una vez desaparecida la explotación, el Estado pierde su razón de
ser.
Por lo tanto, esta concepción se fundamenta en la convicción de que el estado no
es el ámbito adecuado para alcanzar sus objetivos –el triunfo del socialismo -,
sino simplemente un puente para que el proletariado como sujeto histórico
proceda a utilizarlo en el tránsito hacia la toma del poder.
Ningún texto de los pensadores marxistas expresa setas ideas de manera más
rotunda que Vladimir Illich Ulianov, que pasó a la historia con el nombre de
Lenin (1780-1924). El líder de la revolución rusa no sólo fue un militante cuyas
decisiones políticas llevaron al triunfo a los bolcheviques11 en octubre de
1917, sino que también produjo aportaciones de trascendencia hasta el punto de
difundirse la expresión “marxismo-leninismo” para referirse al conjunto de las
ideas del fundador, ampliada por la incorporación de sus “adaptaciones” a la
realidad del siglo XX.
En el mismo año de la revolución, Lenin dio a conocer su obra El Estado y la
revolución, la construcción más utópica del mundo posrevolucionario. El texto
siguiente, una conferencia pronunciada en julio de 1919, resume sus posiciones
respecto del Estado:
La teoría del Estado sirve para justificar los privilegios sociales, la
existencia de la explotación, la existencia del capitalismo, razón por la cual
sería el mayor de los errores esperar imparcialidad en este problema, abordarlo
en la creencia de que quienes pretenden ser científicos pueden brindarles a
ustedes una concepción puramente científica del asunto. Cuando se hayan
familiarizado con el problema del Estado, con la doctrina del estado y con la
teoría del Estado, y lo hayan profundizado suficientemente, descubrirán siempre
la lucha entre clases diferentes, una lucha que se refleja o se expresa en un
conflicto entre concepciones sobre el Estado, en la apreciación del papel y de
la significación del Estado.
[...] hay que tener presente, ante todo, que no siempre existió el Estado. Hubo
un tiempo en que no había Estado. Éste aparece en el lugar y momento en que
surge la división de la sociedad en clases, cuando aparecen los explotadores y
los explotados.
La historia demuestra que el Estado, como aparato especial para la coerción de
los hombres, surge solamente donde y cuando aparece la división de la sociedad
en clases, o sea, la división en grupos de personas, algunas de las cuales se
apropian permanentemente del trabajo ajeno, donde unos explotan a otros.
Y esta división de la sociedad en clases, a través de la historia, es lo que
debemos tener siempre presente con toda claridad, como un hecho fundamental. El
desarrollo de todas las sociedades humanas a lo largo de miles de años, en todos
los países sin excepción, nos revela una sujeción general a leyes, una
regularidad y consecuencia; de modo que tenemos, primero, una sociedad sin
clases, la sociedad originaria, patriarcal, primitiva, en la que no existían
aristócratas; luego una sociedad basada en la esclavitud, una sociedad
esclavista [...]
Los dueños del capital, los dueños de la tierra y los dueños de las fábricas
constituían y siguen constituyendo, en todos los países capitalistas, una
insignificante minoría de la población, que gobierna totalmente el trabajo de
todo el pueblo, y, por consiguiente, gobierna, oprime y explota a toda la masa
de trabajadores, la mayoría de los cuales son proletarios, trabajadores
asalariados, que se ganan la vida en el proceso de producción, sólo vendiendo su
mano de obra, su fuerza de trabajo. Con el paso al capitalismo, los campesinos,
que habían sido divididos y oprimidos bajo el feudalismo, se convirtieron en
parte (la mayoría) en proletarios, y en parte (la minoría) en campesinos ricos,
quienes a su vez contrataron trabajadores o constituyeron la burguesía rural
[...]
Si ustedes consideran el Estado desde el punto de vista de esta división
fundamental, verán que antes de la división de la sociedad en clases, como ya lo
he dicho, no existía ningún Estado. Pero cuando surge y se afianza la división
de la sociedad en clases, cuando surge la sociedad de clases, también surge y se
afianza el Estado [...] Y sólo examinando estos fenómenos generales,
preguntándonos por qué no existió ningún Estado cuando no había clases, cuando
no había explotadores y explotados, y por qué apareció cuando aparecieron las
clases; sólo así encontraremos una respuesta definida a la pregunta de cuál es
la esencia y la significación del Estado. El Estado es una máquina para mantener
la dominación de una clase sobre otra. Cuando no existían clases en la sociedad,
cuando, antes de la época de la esclavitud, los hombres trabajaban en
condiciones primitivas de mayor igualdad, en condiciones en que la productividad
del trabajo era todavía muy baja y cuando el hombre primitivo apenas podía
conseguir con dificultad los medios indispensables para la existencia más tosca
y primitiva, entonces no surgió, ni podía surgir, un grupo espacial de hombres
separados especialmente para gobernar y dominar al resto de la sociedad. Sólo
cuando apareció la primera forma de la división de la sociedad en clases, cuando
apareció la esclavitud, cuando una clase determinada de hombres, al concentrarse
en las formas más rudimentarias del trabajo agrícola, pudo producir cierto
excedente, y cuando este excedente no resultó absolutamente necesario para la
más mísera existencia del esclavo y pasó a manos del propietario de esclavos,
cuando de éste modo quedó asegurada la existencia de la clase de los
propietarios de esclavos, entonces, para que ésta pudiera afianzarse era
necesario que apareciera un Estado. [...]
Cuando aparecieron las clases, siempre y en todas partes, a medida que la
división crecía y se consolidaba, aparecía también una institución especial: el
Estado. Las formas del Estado eran en extremo variadas. Ya durante el período de
la esclavitud encontramos diversas formas de Estado en los países más
adelantados, más cultos y civilizados de la época, por ejemplo en la antigua
Grecia y en la antigua Roma, que se basaban íntegramente en la esclavitud. Ya
había surgido en aquel tiempo una diferencia entre anarquía y república, entre
aristocracia y democracia. La monarquía es el poder de una sola persona, la
república es la ausencia de autoridades no elegidas, la democracia el poder del
pueblo (democracia en griego, significa literalmente poder del pueblo). Todas
estas diferencias surgieron en la época de la esclavitud. A pesar de estas
diferencias, el estado de la época esclavista era un Estado esclavista, ya se
tratara de una monarquía o de una república, aristocrática o democrática [...]
El Estado es una maquina para que una clase reprima a otra, una maquina para el
sometimiento a una clase de otras clases, subordinadas. Esta maquina puede
representar diversas formas[...]
Debemos rechazar todos los viejos prejuicios acerca de que el Estado significa
la igualdad universal, pues esto es un fraude: :mientras exista explotación no
podrá existir igualdad. El terrateniente no puede ser igual al obrero, ni el
hombre hambriento igual al saciado. La maquina, llamada Estado, y ante la que
los hombres se inclinaban con supersticiosa veneración, porque creían en el
viejo cuento de que significa el Poder de todo el pueblo, el proletariado la
rechaza y afirma: es una mentira burguesa. Nosotros hemos arrancado a los
capitalistas esta maquina y nos hemos apoderado de ella. Utilizaremos esa
maquina, o garrote, para liquidar toda explotación; y cuando toda posibilidad de
explotación haya desaparecido del mundo, cuando ya no haya propietarios de
tierras ni propietarios de fabricas, y cuando no exista ya una situación en las
que unos están saciados mientras otros padecen hambre, solo cuando haya
desaparecido por completo la posibilidad de esto, relegaremos esta maquina a la
basura. Entonces no existirá Estado ni explotación.
(Lenin, “Conferencia pronunciada en la Universidad Sverdlov”, en Portantiero,
J.C. y E. De Ipola, Estado y Sociedad en el pensamiento clásico, Buenos Aires,
Cántaro, 1987, pp. 314 a 335.)
Pese a que esta visión del pensamiento marxista en relación con el Estado es la
más difundida, corresponde llamar la atención sobre una interpretación
alternativa, que no corresponde a Marx sino a Federico Engels (1820-1895). En
una obra publicada con posterioridad a la muerte de Marx, la Introducción a La
lucha de clases en Francia, Engels dejó sentadas algunas ideas que implicaban un
cambio en la estrategia revolucionaria: En lugar del camino revolucionario se
defendió la utilización de la vía legal, de las instituciones parlamentarias.
Veamos la importancia de este párrafo: “[los obreros] han utilizado el sufragio
universal de modo tal que ha multiplicado mil veces sus beneficios [...], el
sufragio universal se ha transformado de medio de engaño, como era hasta ahora,
en medio de emancipación”.
En esos años, se produjo un intenso debate en las filas de los partidos
socialistas, que giraba en principio alrededor de las transformaciones
económicas experimentadas por el capitalismo, lo que dio lugar a un mejoramiento
en las condiciones de vida de la clase trabajadora, situación que contradecía
las previsiones de Marx respecto de su agotamiento. Pero, además, se planteó la
discusión acerca de la importancia de la democracia política y el papel del
Estado, rechazando el concepto de “dictadura del proletariado”. El principal
impulsor de estas ideas “revisionistas” fue el alemán Eduard Bernstein
(1850-1932), quien criticó desde posiciones de izquierda los tres supuestos
fundamentales de la teoría marxista: ni el Estado es un puro instrumento
coactivo de la clase dominante, ni es necesaria la destrucción violenta del
aparato de Estado, ni es válido el mito de la extinción del Estado.
¿Cuál es la influencia de la s teorías en la acción de los hombres? Respecto a
la cuestión de las relaciones entre teoría y práctica se choca repetidamente con
ópticas sumamente pesimistas. A menudo se escucha que la conducta política es
determinada por intereses, pasiones y condiciones, y que la influencia de la
teoría sobre la práctica política, como en general en la vida social, es mínima.
Estimo que esa visión es errónea. Ciertamente hay muchos casos donde la teoría
influye poco o nada sobre la acción, donde en realidad la palabra final la
tienen lo intereses, los prejuicios, las pasiones, etc.; Además es muy grande el
número de personas que no tiene absolutamente ninguna idea acerca de teoría. Sin
embargo, no por eso puede negarse por completo su influencia. Es mucho más
vigorosa de lo que estima la mayoría y en particular fuerte precisamente en las
clases en ascenso. La concepción teórica que tengan frente a algún problema,
aunque no siempre se las haya predicado como teoría, sino sólo como doctrina o
como tesis, tiene, en ciertas condiciones, una gran influencia sobre su
conducta. Basta con recordar lo siguiente: cuando una parte de nuestra juventud
obrera, en una edad en la cual el idealismo desempeña un importante papel, se
deja arrastrar con pasión hacia actividades violentas, a propósito de las cuales
una reflexión le hubiera indicado su inutilidad para conducirla a un objetivo, y
cuando es justificado suponer que la mayoría de ellos no ha actuado por puro
odio o ciega furia destructora, un examen más detallado mostrará que ciertas
nociones teóricas transformadas en prejuicios han influido determinadamente su
conducta. Piénsese sólo en las repercusiones que tiene sobre el comportamiento
de muchos trabajadores la noción de la explotación del obrero por el empresario
y de la interpretación, unida a ella, de que éste último es sólo un parásito,
económicamente innecesario y que, de hacho, vive prácticamente del robo al
obrero y a su fuerza de trabajo. Aquellos entre los cuales esta concepción se ha
difundido con fuerza dogmática, aquellos que la han internalizado como axioma,
estarán dispuestos a muchas acciones que en otro caso les parecerían absurdas,
cuando no inmorales. Y, asimismo, la concepción teórica de la significación del
Estado y de la situación de la clase obrera en éste ha ejercido una fundamental
influencia en la conducta política de las masas. La significación política de la
noción del Estado sobre el papel que éste cumple; cuál es la significación
inherente a él: la significación de esta apreciación siempre enraizada en
teorías –aún cuando no todos estén conscientes de ello -, no es de ningún modo
pequeña para la vida política. En virtud de una determinada concepción del
Estado, se adopta una actitud hostil hacia él, que en determinadas
circunstancias – ya que el Estado no puede suprimirse tan rápidamente- conduce a
medidas muy erradas o a descuidar asuntos necesarios, como, por otra parte, la
concepción contraria, un excesivo culto del Estado, puede inducir a cierta gente
a hacer causa común con partidos que no sólo están en principio opuestos a sus
aspiraciones, sino que, una vez llegados al poder, les colocarían muchos mas
obstáculos que cualquier otro partido. Ahora bien, en el movimiento socialista
chocamos con concepciones del Estado diametralmente opuestas: una, amistosa que
llega hasta el culto al Estado; otra hostil, crítica, que lleva a un antagonismo
directo con él. Esas concepciones contrarias, en sus diversos matices, aparecen
a través de la historia de las ideas del socialismo.
El Estado no es sólo un órgano de la represión y un procurador de negocios para
los propietarios. Hacerlo aparecer únicamente como tal es el recurso de todos
los anarquistas planificadores de sistemas. Proudhon, Bakunin, Stirner,
Kropotkin, todos ellos han presentado al Estado sólo como órgano de represión y
explotación, lo que por cierto ha sido durante un tiempo más que suficiente,
pero que realmente no tiene por qué continuar siendo así. El Estado es una forma
de la convivencia y un órgano de gobierno, cuyo contenido social hace variar su
carácter político - social. Quien, a la manera de un nominalismo abstracto,
vincula irrevocablemente su concepto con el de las condiciones de dominación
bajo las cuales surgió en otros tiempos, ignora las posibilidades de desarrollo
y las metamorfosis reales que con él han tenido lugar en la historia.
En la práctica, bajo la influencia de las luchas del movimiento obrero, ha
aparecido otra valoración del Estado en los partidos socialdemócratas. Ahí, ha
ganado terreno realmente la idea de un Estado popular, que no sea herramienta de
las clases altas, sino cuyo carácter esté dado por la gran mayoría popular, en
virtud del sufragio general e igualitario. En ese sentido Lasalle – a pesar de
algunas exageraciones- acaba teniendo razón en sus frases frente a la historia
[...] “Pero, entonces, ¿qué es el Estado?” Y después de exhibir cifras
estadísticas sobre la distribución del ingreso de aquella época continúa: “A
ustedes, las clases sufridas, y no a nosotros, las clases altas, pertenece el
Estado, porque él está constituido por ustedes, la gran asociación de las clases
pobres: ¡Ese es el Estado!”. Un apotegma que tiene mucha semejanza con la frase
de un socialista francés, de quién se escribió en su época que Lasalle la había
copiado, lo cual no era cierto. Éste es Louis Blanc, el autor del artículo sobre
la organización del trabajo. En un artículo que estaba dirigido contra Proudhon,
escribió:
“En un sistema de gobierno democrático el Estado es el poder de todo el pueblo,
representado por sus parlamentarios; es el imperio de la libertad. El Estado no
es otra cosa que la propia sociedad, que actúa como sociedad para impedir la
opresión y conservar la libertad”.
El llamado final es, de hacho, casi el mismo que profirió Lasalle. Y se
argumenta en forma semejante: el Estado surge del pueblo, en consecuencia el
pueblo es el Estado. En ese sentido, ciertamente se puede argumentar de manera
menos simplista. Con la afirmación acerca de los hombres que constituyen la
población del Estado, aún no se ha explicado a éste último. Oigamos sobre esto a
otro socialista: el inglés James Ramsey Macdonald, quien publicó un interesante
artículo sobre socialismo y gobierno en 1909. En él argumenta: “El Estado no es
el gobierno ni es la sociedad, es la personalidad política organizada de un
pueblo independiente, la organización de una comunidad para hacer valer su
voluntad común a través de medios políticos. Es un error suponer que le Estado
es sólo lo que los individuos han hecho de él. También el pasado lo ha hecho
[...] De ahí que el Estado deba ser observado como un todo orgánico”.
Esta es, creo, una definición del concepto “Estado” capaz de subsistir ante el
juicio histórico imparcial. No se trata de un poder místico, sobrenatural, sino
muy simplemente de la aplicación de la historia, del pasado, en su creación y no
puramente de la eventual votación de una cierta cantidad de personas. El estado
es un producto del desarrollo en cuya eventual configuración el pasado ha
desempeñado un papel. Desprenderse del Estado es imposible. Sólo se puede
cambiar. Y así, el problema del Estado lleva a los socialistas al problema de la
democracia, finalmente, al del gobierno.
Aceptemos que el socialismo de nuestra época como movimiento de clase es el
movimiento de la clase obrera. La verdad es que no es sólo movimiento de clase,
sino también movimiento de ideología socialista. Pero los miembros de otra clase
social deben, según los distintos casos, olvidar sus intereses de clase o pasar
sobre ellos para llegar a ser socialistas. Sin embargo el obrero, por lo menos
esa es la opinión de los socialistas, sólo necesita reconocer su interés de
clase –su interés personal, ese puede ser distinto- para llegar a ser
socialista. Ya que con esto el movimiento socialista es el movimiento de la
clase obrera, de los amplios sectores bajos de la sociedad, y automáticamente un
movimiento democrático. Sobre eso no puede existir ninguna diferencia de
opiniones, sino sólo cómo repercute esa democracia por cuales vías y cuales
objetivos se llega. En primer lugar, existe una disputa en torno a su forma y
ahí el problema de la democracia toca al del parlamentarismo. Y actualmente
puede leerse en órganos de aquella tendencia socialista, que se denomina
comunista, la máxima sostenida como axioma por el gobierno bolchevique de la
Rusia soviética: “el parlamentarismo es la forma de gobierno de la burguesía”.
Al contrario, nosotros sabemos que tanto Marx y Engels como Lasalle defendieron
el parlamentarismo cuando se trataba de la lucha por el derecho presupuestario,
el derecho de aprobación del parlamento contra gobiernos monárquicos
semiabsolutistas. Y, actualmente, la gran mayoría de los socialistas que no son
comunistas bolcheviques defiende el gobierno parlamentario.
(Bernstein, E., “Sobre el concepto del Estado”, en Heinmann, H., texto sobre el
revisionismo, México, Nueva Sociedad, 1982, pp. 217 a 221.)
Las posiciones de Bernstein fueron en su momento objeto de duros ataques por
parte de las principales figuras del socialismo europeo, pero a lo largo del
siglo XX se constituyeron en elementos importantes del pensamiento
socialdemócrata, hasta el punto de vista de que el llamado “Estado de
bienestar”, una de las novedades claves puestas en práctica en el occidente de
la segunda posguerra, se asienta en buena medida en argumentos que su
revisionismo ya había desplegado.12
Fascismo
El fascismo es sin duda una ideología del siglo XX; los movimientos fascistas
emergieron al finalizar la primera guerra mundial y en los países en los que
triunfó –Alemania e Italia- los regímenes subsistieron hasta la catástrofe de la
Guerra de 1939-1945. Sin embargo, hay una coincidencia en la actualidad respecto
a que el corpus de ideas fascistas se gestó en el cuarto de siglo anterior a
1914, como reacción de algunos intelectuales frente al rumbo que estaba tomando
la sociedad. Tras su derrumbe, durante muchos años el fascismo fue considerado
sólo de dos maneras: o poco más que una desviación patológica, un negativo
apartamiento respecto de las tradiciones occidentales, o la manifestación
reactiva y salvaje del capitalismo de su fase imperialista, amenazado por el
ascenso del movimiento obrero. En los últimos años ha cambiado esta visión,
insistiéndose en la complejidad que caracteriza su pensamiento.
Las ideas fascistas apuntan hacia la exaltación del Estado; frente a la división
de poderes que defiende el liberalismo, reflejo de la necesidad que tenía esta
corriente de proteger al individuo frente a los abusos de la autoridad,
defienden la vigencia de una autoridad que expresa los supremos valores éticos y
supera todos los egoísmos de la clase. Es decir que todos los intereses se
subordinan ante el Estado que es “un término absoluto ante el cual los
individuos y los grupos son términos relativos”.
La figura de Benito Mussolini (1883-1945) tuvo, obviamente, trascendencia como
político: fundador del movimiento fascista en 1919, tras haber sido un
caracterizado dirigente socialista se transformó en gobernante de Italia a
partir de octubre de 1922 luego de la “marcha sobre Roma”.
Hasta la toma de poder por parte de Hitler en 1933, fue considerado el líder del
naciente fascismo y de sus discursos emergen algunos de los rasgos que
caracterizan la visión que tenía esta corriente ideológica respecto del Estado,
expresiones rotundas como, todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra
el Estado, o sin Estado no hay Nación, resume la visión del fascismo sobre esta
cuestión.
¿Qué es el Estado? En los postulados programáticos del fascismo quedaba definido
como la encarnación jurídica de la nación. La fórmula es vaga. El Estado, sobre
todo el Estado moderno, es eso, desde luego, pero no es sólo eso. Sin querer
hacer un elenco de todas las definiciones del Estado dadas en todos los tiempos
por los especialistas en ciencias políticas, me parece que puede definirse como
un sistema de jerarquías. El Estado es, originalmente, un sistema de jerarquías.
El día en que un hombre, entre un grupo de hombres, asumió el mando, porque era
el más fuerte, el más astuto, más sabio o más inteligente, y los demás le
obedecieron por amor a la fuerza, ese día nace el Estado y fue un sistema de
jerarquías, simple y rudimentario entonces, como era simple y rudimentaria la
vida de los hombres en el amanecer de la historia. El jefe tuvo que crear
necesariamente un sistema de jerarquías, para hacer la guerra, para dictar
justicia, para administrar los bienes de la comunidad, para obtener el pago de
tributos, para regular las relaciones entre el hombre y lo sobrenatural. No
importa la índole del origen que el Estado invoque y por el cual legitima su
privilegio de creador de un sistema jerárquico: puede ser Dios, y se forma el
Estado teocrático; puede ser un hombre solo, la descendencia de una familia o un
grupo de individuos, y se constituye el Estado monárquico o aristocrático; o el
pueblo, a través del mecanismo del sufragio y estamos en el Estado
democonstitucional de la era capitalista; pero en todos los casos el Estado se
manifiesta por medio de un sistema de jerarquías, hoy infinitamente más
complejo, de acuerdo con la vida que es más compleja en intención que en
extensión. Pero para que las jerarquías no sean categorías muertas, es necesario
que fluyan en una síntesis, que converjan todas a un fin, que tenga un alma,
cuya suma sea el alma colectiva, para lo cual el Estado debe expresarse en la
parte más elegida de una determinada sociedad, como guía de las clases
superiores [...]
La decadencia de las jerarquías significa la decadencia de los Estados. Cuando
la jerarquía militar, desde el mariscalato a los subalternos, ha perdido sus
virtudes, viene su derrota. Cuando la jerarquía fiscal roba y devora el erario
sin escrúpulos, el Estado naufraga. Cuando la jerarquía política vive al día y
no se tiene fuerza moral para proseguir fines lejanos ni para subyugar a las
masas poniéndolas al servicio de estos fines, el Estado llega a encontrarse ante
este dilema: o perece bajo el dominio de otro Estado, o, a través de la
revolución, sustituye o rejuvenece las jerarquías decadentes o insuficientes
[...]
La historia de los Estados, desde el imperio Romano hasta la quiebra de la
dinastía de los Capeto, o el atardecer melancólico de la República Véneta, es
todo un nacer, crecer y morir de las jerarquías [...]
El fascismo quiere el Estado. No cree en la posibilidad de una convivencia
social que no esté encuadrada en el Estado. Sólo los anarquistas –más optimistas
aun que Juan Jacobo Rousseau- piensan que la sociedad humana tan torva, tan
opaca, tan egoísta, pueda vivir en un estado de absoluta libertad. El
advenimiento de una era en la cual, sin normas y sin límites, los hombres se
“asocien libremente en una comunidad libre”, según la fórmula anarquista, debe
ser relegado al limbo de las utopías más futuristas, somos, pues, antianárquicos,
porque no creemos en una posibilidad de convivencia humana que no se manifieste
en un Estado. Tampoco se nos seduce, sino que rechazamos la tesis socialista de
un Estado entendido como simple comité gestor de negocios de la clase dirigente,
destinado a transformarse, con la desaparición de la propiedad y la Nación, un
comité administrativo de cosas, una enorme teneduría de libros colectiva. Todo
esto es no sólo falso, sino absurdo. Administración de cosas es una frase sin
sentido, aún cuando quiera significar la negación del Estado. En realidad, quién
administra, gobierna, y quién gobierna es el Estado, con todas sus
consecuencias. El ejemplo ruso prueba claramente que la administración de las
cosas obliga a la creación de un Estado, incluso de un súper Estado, que a las
viejas funciones estatales –guerra y paz, policía, justicia, percepción de
tributos, enseñanza -, añade funciones de tipo económico. El fascismo no niega
el Estado; afirma que una sociedad civilizada, nacional o imperial, sólo es
concebible bajo forma de Estado; no va pues contra la idea de Estado, sino que
se reserva la libertad de actitud ante ese Estado concreto que es el Estado
Italiano [...] Darle autenticidad o sustitución a las jerarquías: esta es la
misión para la que ya no parece apto el Estado italiano actual. Esta es la
misión de la revolución fascista, que podría realizarse tanto, por medios
legales como a través de insurrección armada, para lo cual el fascismo ha
proveído sabiamente, preparándose para ambas posibilidades.
(Mussolini, B., El espíritu de la revolución fascista, Buenos Aires, Temas
contemporáneos, pp. 205 a 208.)
El nazismo definido como tal a la variante alemana del fascismo, tomó el poder
en Alemania en 1933, alzando la figura de su líder Adolfo Hitler (1889-1945). El
partido obrero nacional- socialista se convirtió en una fuerza política
importante como consecuencia de las deficiencias del régimen de la república de
Weimar que no logró la estabilidad de la vida política de un país derrotado en
la Primer Guerra Mundial. El nazismo, compartiendo en varios aspectos los
principios del fascismo procede a una redefinición del Estado; este era
meramente un agente de la raza. A su vez, el individuo no tiene derechos en
tanto persona sino como componente de la comunidad nacional. El texto siguiente
ilustra sobre esta visión que tuvo vigencia durante el Tercer Reich:
La ciencia política del siglo pasado consideraba al Estado como una entidad de
sí misma, como una persona - Estado jurídica, abstracta. Por el contrario, el
valor político fundamental del Nacionalsocialismo no es el Estado como tal, sino
el pueblo [...] La revolución en la concepción del estado ha cambiado
necesariamente el concepto, esencia y contenido de la nacionalidad y la
ciudadanía. El Nacionalsocialismo ha puesto al pueblo directamente en el centro
del pensamiento, la fe, y la voluntad de creatividad y vida. Como dice el
ministro del Reich, Frick, el Nacionalsocialismo deriva de la más poderosa de
todas las tradiciones de la tierra: de la eternidad del pueblo que siempre se
renueva. “El punto de partida de la doctrina Nacionalsocialista no está en el
Estado sino en la Nación [...]Así pues, el punto focal de todo el pensamiento
nacionalsocialista radica en la substancia viva que nosotros, de acuerdo con su
desarrollo histórico, llamamos la Nación Alemana” (de la alocución de la
clausura del führer al congreso del partido en 1935). La comunidad del pueblo,
apoyada en una comunidad de voluntad y en una conciencia de comunidad de honor
del pueblo Alemán racialmente homogéneo, constituye una unidad política. Esta
comunidad no es solamente espiritual, sino también real. El vínculo real es la
sangre común. Esta comunidad de sangre crea la unidad político – nacional del
empuje de la voluntad contra el mundo circundante. En consecuencia, no el Estado
desde el punto de vista individualista – liberal a saber, como una abstracta
personalidad estatal, aparte y por encima del individuo. El Estado es la
organización político – Nacional del organismo vivo, la Nación. El concepto de
Estado del nacionalsocialismo es la idea de la comunidad político – nacional. La
oposición entre la idea del Estado y el propósito del Estado, por una parte, y
la Nación y comunidad popular nacional, por otra, oposición que recorre la
historia (la ruptura entre Nación y Estado, por la que tanto ha sufrido en el
pasado el pueblo alemán) ya ha sido superada. Hoy comprendemos que la Nación es
al Estado como el contenido a la forma, como el propósito a los medios. El
Estado es el medio para el fin de salvaguardar al pueblo. “Su fin es la
preservación y promoción de una comunidad de seres vivientes que son física y
psicológicamente semejantes. Esa preservación se dirige ante todo y sobre todo a
la estirpe racial, y permite por ello el libre desarrollo de todas las energías
latentes en la raza” (el Führer, en Mein Kampf). [...]
Esa concepción de Nación e imperio determina también la relación del individuo
al todo. Como ya hemos puesto de relieve, la concepción liberal del Estado pone
al individuo en oposición al Estado. Lo hizo así al subrayar el derecho
individual al mayor grado posible de actividad sin restricciones, y al suponer
que su deber consistía en liberar al individuo de los grilletes de una autoridad
estatal demasiado poderosa y en protegerle de la interferencia del Estado. El
individuo no era visto como un miembro de una comunidad, sino como un oponente
del Estado. La relación del individuo al Estado se determina en términos de la
persona como tal, y favorecía al individuo a expensas de la sociedad como un
todo. Por el contrario, según la concepción nacionalsocialista, no son los seres
humanos individuales, sino las razas, pueblos y naciones, lo que constituyen los
elementos del orden, querido por Dios, de este mundo. La comunidad de la Nación
es el valor primordial de la vida del todo, así como la del individuo. El ser
humano individual solamente puede ser concebido como un miembro de la comunidad
de personas a las que es racialmente similar, y de las que hereda sus dotes
físicas y espirituales. El nacionalsocialismo no reconoce una esfera individual
separada que, aparte de la comunidad, haya de ser cuidadosamente protegida de
toda interferencia por parte del Estado. Ninguna actividad de la vida diaria
tiene significado ni valor a no ser como un servicio al todo. Así, no es posible
que la vida del individuo se desarrolle si no es al servicio de la comunidad
nacional. Así pues, en el orden legal, la posición del individuo no está ya
determinada en términos de la persona como tal, sino en términos de la
comunidad. Desde el punto de vista del interés público en contraste con el de la
persona privada, la preocupación central no ha de ponerse ya en lo que el
individuo requiere para el libre desarrollo de sus potencialidades, o para el
logro de sus objetivos personales, su afán de ganancia y posiciones personales,
y que parte de ello puede ceder en beneficio de la comunidad en momentos de
emergencia. La pregunta que se hace el nacionalsocialismo sobre la base de la
suprema responsabilidad ante el Reich y la Nación, es ésta: ¿qué alcance concede
la comunidad a los derechos del individuo? Así se establece un claro orden de
rango entre las necesidades de la comunidad y las justificables aspiraciones del
individuo. Eso nos significa que se nieguen los derechos civiles individuales,
sino que se les incorpora a una estructura nacional basada en la justicia y el
honor. El individuo es valorado como la unidad más pequeña de la Nación y como
una parte del todo; es protegido por la ley, en interés del todo. Derechos y
deberes civiles no dimanan de la personalidad no restringida del ser individual,
y de las relaciones de éste y el Estado. De lo que derivan es de su propio rango
y posición en la comunidad. El individuo ha nacido como miembro de su
Nacionalidad. Esa condición de miembro produce para él derechos y deberes con la
Nación como un todo, y con todos sus demás miembros. De ahí que los derechos y
deberes del individuo no deban su existencia a una relación bilateral entre la
persona individual y la persona estatal. Al contrario, dimanan directamente de
la condición de miembro que el individuo tiene, de su posición en la sociedad.
(Stuckart, W. Y H. Globe, “Komentare zur detschen Rassengesetzgebung”, en Mosse,
G. L., La cultura nazi, México, Grijalbo, 1973, pp. 340 a 349.)
El fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial y sus ideas quedaron
sepultadas por el triunfo generalizado de la democracia en Occidente y la
expansión del socialismo soviético en Europa del Este, pero esta realidad no
debe ocultar el hecho de que, en los últimos años, determinadas situaciones
coyunturales han conducido a la reaparición de grupos denominados neofascistas
que, a través de la utilización de temas como la presencia de inmigrantes
extraeuropeos disputando empleos a los trabajadores nacionales, han alcanzado
una cierta repercusión electoral en algunos países.
El concepto de Nación
En su obra más conocida sobre el nacionalismo, Eric Hobsbawn imagina la llegada
de un extraterrestre a nuestro planeta para investigar las causas de una
supuesta catástrofe nuclear y afirma:
Nuestro observador, después de estudiar un poco, sacará la conclusión de que los
últimos dos siglos de la historia humana del planeta Tierra son incomprensibles
si no se entiende un poco el término “nación”.13
En efecto, en la actualidad la nación constituye la unidad social por
excelencia, un complejo conglomerado de relaciones étnico – político –
culturales, de contornos difusos y difícil caracterización, pero sobre el que
descansa la imagen que el hombre se hace del mundo.
La expresión nación se utilizaba ya en la Edad Media, pero sólo para referirse
al origen o descendencia de alguien, sin ninguna connotación sociopolítica; sólo
a partir del siglo XVIII comenzó a tener un significado político que
progresivamente se transformaría en predominante. Con anterioridad, la escala de
valores de un individuo determinaba que era en primer término cristiano, en
segundo lugar borgoñón (o normando, alsaciano, etc.), y sólo en tercer lugar
francés (y sentirse francés tenía un sentido completamente diferente del que
tiene hoy). En la actualidad, a partir del surgimiento del fenómeno nacional, el
sentido de pertenencia a la propia nación ha adquirido una posición de absoluto
predominio respecto de cualquier otro sentimiento de pertenencia territorial,
religioso o ideológico.
Esta hegemonía de lo nacional en el pensamiento moderno determina que, a pesar
de la imprecisión conceptual que –como veremos- caracteriza al término, la
existencia de la nación como base de la organización de las sociedades humanas,
como producto social con capacidad para imponerse a las decisiones aisladas de
los hombres, raramente sea puesta en cuestión. Se discute respecto de si
determinada comunidad reúne requisitos suficientes –lengua, raza, cultura,
tamaño, etc.- para ser considerada nación, pero no sobre la existencia de tales
entidades. La nación aparece como una realidad insoslayable que configura y
determina todos los aspectos de la vida colectiva, no sólo los políticos. Es así
como se habla de un arte “nacional”, una literatura “nacional”, un “carácter
nacional” y hasta de un “alma nacional”.
Puede afirmarse que la historia de los dos últimos siglos en Europa y la del
siglo XX fuera de Europa, es la historia de las naciones e, incluso, que de los
grandes mitos de la modernidad –el progreso, el triunfo de la razón- la nación
es el único que parece haber sobrevivido indemne a las grandes convulsiones
históricas del último medio siglo.
Una de las paradojas de esta indiscutible hegemonía de la nación en el
imaginario moderno es la endeblez conceptual del término, la que se extiende al
nacionalismo como movimiento ideológico, el que si, por una parte, afirma que la
humanidad está dividida naturalmente en naciones, por otra, se muestra incapaz
de proporcionar criterios objetivos para identificarlos.
Por lo tanto, el abordaje del tema se inicia con la pregunta que ya en el siglo
XIX formuló el francés Ernest Renan (1823-1892), dando título a un libro: ¿Qué
es una nación?
Una definición aceptable es aquella que sostiene que una nación es un grupo
humano consciente de formar una comunidad, que comparte una cultura común, está
ligado a un territorio claramente delimitado, tiene un pasado común y un
proyecto colectivo para el futuro.
Los teorizadores del hecho nacional siguen generalmente una lógica acumulativa,
en la que la existencia de la nación está determinada por una serie de
principios: territorio, etnia, lengua, cultura, tradición, etc. El problema
radica en que esta acumulación de condiciones no supone, en la práctica, un
índice de “nacionalidad” creciente. Grandes naciones históricas reúnen muy pocos
de estos criterios, mientras que otros espacios geográficos que poseen un gran
número de ellos nunca han sido considerados como naciones, ni siquiera por sus
propios habitantes. De hecho, todos los intentos de determinar bases objetivas
para definir el concepto de nación (lengua, raza, cultura, etc.) han fracasado
al encontrarse siempre numerosas colectividades que, a pesar de encajar en tales
definiciones no pueden ser consideradas como naciones, y a la inversa,
colectividades que, no cumpliendo alguno o la mayor parte de estos requisitos,
posee un claro sentimiento de nación. Las naciones surgen cuando ciertos lazos
objetivos vinculan a un determinado grupo social, pero muy pocas los poseen
todos y, lo que es más importante, ninguno de ellos es esencial a la existencia
o definición de la nación.
En resumen, es imposible definir la nación como una entidad objetiva.
Hay otra manera de enfrentarse al problema: partir, no de la objetividad
conceptual de la idea de nación, sino de la subjetividad que hace a los
individuos sentirse miembros de una nación determinada. La pregunta sería
entonces, no si una colectividad concreta es una nación, sino qué mecanismos
conducen, en un determinado momento histórico -¿por qué los croatas se ven hoy a
sí mismos como una nación y hace un siglo no?- y en un definido espacio
geográfico -¿por qué América Central está compuesta de varias naciones y México
no?- a esa colectividad a considerarse a sí misma como nación. El que las demás
la vean como tal depende exclusivamente de las estrategias de los movimientos
nacionalistas y del éxito de sus políticas.
Se trata, por lo tanto, de concebir la nación no como una realidad objetiva sino
como una representación simbólica e imaginaria, como algo perteneciente sobre
todo al mundo de la conciencia de los actores sociales, sin que éste carácter
simbólico e imaginario impida que tenga eficacia social que “exista” como
realidad social. La eficacia social de las ideas y representaciones de al
realidad, su capacidad para influir sobre el comportamiento de los individuos no
depende de su “realidad” u objetividad científica, sino del grado de consenso
social existente sobre ellas.
Este planeamiento supone rechazar la idea de que la existencia de nación es
siempre anterior al desarrollo del nacionalismo, y considerar la posibilidad de
que el proceso sea justamente el inverso: la identidad nacional como una
invención del nacionalismo.
Este proceso de invención nacional queda perfectamente ejemplificado en la
palabra del político italiano Mássimo d´Azeglio (1798-1866) durante la primera
reunión del parlamento de la Italia unificada, en la década de 1860: “hemos
hecho Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos”. Es necesario precisar,
sin embargo, que la nación no es una colectividad ficticia. En toda comunidad
nacional hay siempre rasgos objetivos - lengua, historia, cultura, geografía-
percibidos como tales por sus miembros; lo ficticio es la elevación de alguno de
estos principios a elemento de diferenciación absoluto, a determinante de la
nacionalidad. Ficticio en la medida en que supone privilegiar unos aspectos
sobre otros: ¿por qué el idioma y no la historia? ¿Por qué la historia y no la
cultura? Y ficticio también en cuanto implica una delimitación a priori de las
características de ese criterio determinante.
Partir de una idea no esencialista de la nación significa reconocerle un
carácter circunstancial e histórico, supone que la identificación nacional no
siempre ha existido, y que no es consustancial a la naturaleza humana. A lo
largo de la historia han existido distintas formas de identificación colectiva
(tribu, familia, ciudad, etc.), capaces de establecer la distinción entre un
“nosotros”, en cuyo interior priman la lealtad y la solidaridad, y un “ellos”,
regido por la deslealtad y la insolidaridad; lo que parece evidente es que esta
forma de reconocerse como miembro de un grupo no ha sido justamente la nación
durante la mayor parte de la historia de la humanidad.
Por lo tanto, las naciones no son entonces realidades objetivas sino invenciones
colectivas; no el fruto de una larga evolución histórica sino el resultado de
una invención que recurre a datos objetivos, rasgos diferenciados preexistentes,
porque a pesar de su existencia previa pueden dar lugar o no a una conciencia
nacional. En la metáfora de cuerpo construido en que descansa la idea de lo
nacional, la voluntad cuenta más que la conciencia, y los mitos, las costumbres,
las lenguas, la historia, sólo adquieren poder por la repetición, la difusión y,
en definitiva, por la construcción.
La invención de las naciones no se lleva a cabo a partir de decretos y normas
políticas sino de valores simbólicos y culturales; bien se ha dicho que son las
rutinas, las costumbres y las formas artísticas las que expresan la nación y las
que la dibujan en el imaginario colectivo. Es en esos ámbitos en donde se lleva
a cabo el proceso de invención nacional. El paso de lo cultural a lo político es
un proceso secundario; la nación, a pesar de cumplir una función simbólica de
carácter político necesita caracterizarse como algo natural y ahistórico,
situado al margen de la estructura política.
El sentirse miembro de una nación es una cuestión de imágenes mentales, de
“comunidad imaginada”, que forma parte de la historia de la cultura y no de la
política, lo que no excluye que estas imágenes mentales sean utilizadas como
arma política, como forma de acceso y control del poder e, incluso, que sea el
poder político el que esté en el origen de esta creación imaginaria.
Plantear el problema de la nación desde esta perspectiva conduce a situar a la
intelectualidad –literarios, historiadores, periodistas- como constructora
legitimadora y canalizadora de la conciencia nacional. Por lo tanto, el
nacimiento y afirmación de una identidad nacional – diferente en cada caso- es
el resultado de un proceso de socialización mediante el cual los individuos
aceptan como propia una serie de normas y valores y la interiorizan como cause
de todo su comportamiento social: se trata del fruto de una determinada coerción
ideológica.
Esta coerción ideológica se ha concretado de dos maneras diferentes: 1) la que
se ejerce a la sombra de un Estado ya existente, instrumentada por éste como
legitimación de su poder, circunstancia que ha llevado a la utilización de la
expresión nacionalismos “oficiales”; 2) la que se impulsa contra el Estado
existente, por grupos que disponen de un cierto poder –político, económico
académico -, y buscar entrar en competencia con éste, buscando el
establecimiento de un Estado alternativo.
El despliegue de esta argumentación supone situar al Estado en el corazón del
problema nacional: considerar la nación como un problema de Estado. Entonces, la
nación sería históricamente el resultado de las necesidades de legitimación de
la forma de ejercicio del poder político que conocemos con el nombre de Estado.
En el caso de los nacionalismos “oficiales”, la construcción de la nación se
lleva a cabo a través de aquellas formas de expresión más directamente
controlada por el Estado: el arte y la cultura oficial. En líneas generales, la
construcción de una identidad nacional aparece ligada al desarrollo de una
cultura alfabetizada, gestada en torno a los círculos de la burocracia estatal,
que es promovida a la categoría de cultura nacional, la coerción ideológica se
centra entonces en el desarrollo de una identidad homogénea, capaz de legitimar
el lugar del Estado como defensor y garante de dicha comunidad.
Si nos referimos en cambio a los nacionalismos “no oficiales”, son las formas de
expresión oral y en general de toda cultura “popular” tal como es procesada por
el movimiento nacionalista, los elementos nacionalizadores preferidos. Carentes
de una alta cultura propia, estos nacionalismos construyen la nación a partir de
las culturas campesinas y las tradiciones folklóricas. Si alcanza el éxito en su
lucha por el poder pasarán a conformar desde el Estado la nueva cultura oficial.
Históricamente, en Europa occidental nos encontramos con la creación de este
proceso de invención de la nación: a partir del siglo XIV se produjeron una
serie de cambios – económicos, que establecieron espacios más amplios para el
desarrollo de su actividad; políticos, que conformaron un poder centralizado en
ese espacio ampliado- que condujeron progresivamente a la convergencia de la
idea del Estado como poder centralizado, con la vinculación a un lugar y a una
comunidad de origen. El resultado fue la coincidencia de la realidad política
estatal con la realidad “natural” constituida por la nación que se está
construyendo. Es decir, se consolidaran los primeros Estados – naciones, ámbitos
en los que la coincidencia de pertenecer a la misma comunidad se irá potenciando
para fortalecer los lazos entre integrantes de una “nación”, entendida como el
sustrato humano de un Estado.
Esta conformación de las Estados – naciones se hizo a expensas de otras naciones
posibles, como judíos y borgoñeses, moriscos y alsacianos. Los grandes Estados
homogeneizaron la población y las minorías fueron presionadas hasta conseguir su
integración dentro de la comunidad nacional. La continuidad de estas minorías
explica la existencia de estos nacionalismos no oficiales, que en algunos casos
van a llegar más tarde a irrumpir con la fuerza en el ámbito del Estado – nación
triunfante. El conocido caso de los vascos dentro del Estado español constituyen
un ejemplo conocido y conflictivo.
En resumen: en un largo período histórico que se prolonga desde el siglo XVII
hasta a la actualidad, los Estados, primero en Europa, mas tarde en todo el
mundo, han ido propiciando una imagen histórica homogénea de la nación, han
inventado un papel nacional oficial capaz de fundamentar la existencia de
naciones entendidas con grupos humanos de pasados históricos comunes y definidos
por características étnico – culturales propias que los distinguen de otros
grupos vecinos.
Los regímenes políticos
El régimen político es definido como el conjunto de las instituciones que
regulan la lucha por el poder y el ejercicio del mismo, así como los valores que
orientan la vida de esas instituciones.
Las instituciones pueden ser estudiadas desde dos perspectivas: 1) constituyen
la estructura organizativa del poder político, seleccionando la clase dirigente
y asignando su papel a los diversos individuos comprometidos en la lucha
política; 2) son un conjunto de normas y procedimientos que garantizan la
repetición de determinados comportamientos y hacen posible el desempeño ordenado
de la lucha por el poder y el ejercicio del mismo.
El nexo entre la estructura del régimen y los valores adoptados por el mismo es
estrecho, en el sentido de que la elección de un determinado régimen implica
establecer límites a la libertad de acción del gobierno; Es posible que se
pongan en práctica direcciones políticas divergentes pero las mismas deben
encuadrarse en las coordenadas del régimen establecido.
Los regímenes políticos fueron ya objeto de una clasificación por parte del
filósofo griego Aristóteles, la cual fue utilizada hasta una época relativamente
reciente. Él distinguía la monarquía – gobierno de uno solo -, la Aristocracia –
gobierno de pocos- y la democracia – gobierno de todos -. A cada una de estas
formas “puras” correspondía una forma “corrupta”: la tiranía, la oligarquía y la
demagogia. La diferencia entre las formas “puras” y las “corruptas” residía en
que en las el gobierno es administrado el interés general y en las corruptas en
interés de quienes detentan el poder. El criterio en que se fundaba esta
distinción era el número de los gobernantes y es claramente inadecuado, en tanto
no toma en cuenta el hecho de que el gobierno es siempre ejercido por pocos.
Nicolás Maquiavelo, por otra parte, reduce los regímenes políticos a dos:
Monarquía y República, incluyendo en este último las repúblicas aristocráticas y
las repúblicas democráticas. La diferencia esencial radica entonces entre el
gobierno de uno solo y el gobierno de una asamblea, un cuerpo colectivo.
Montesquieu planteó, a su vez, en el siglo XVIII, una clasificación diferente
agregando a la monarquía y a la república el despotismo, definido como el
gobierno de uno solo “pero sin leyes ni frenos”.
La idea de clasificar los regímenes políticos a partir de los aspectos formales
de sus intenciones fue progresivamente desplazada por una aproximación de
carácter sociológico. La misma consiste en individualizar los caracteres
esenciales de los regímenes políticos a partir de las diversas formas que adopta
la lucha por el poder.
Las dos principales aportaciones provienen del materialismo histórico y de las
concepciones que destacan el papel autónomo del Estado. Por una parte, el
materialismo histórico establece una relación estrecha entre el modo de
producción y la organización política, la misma es de condicionamiento
recíproco. Entonces, a lo largo de la historia se han sucedido diferentes modos
de producción14- modo de producción asiático, esclavitud, feudalismo- a los que
les corresponderían diferentes tipos de organización política – imperios
despóticos orientales, democracia griega, pero excluyendo a la masa de esclavos,
monarquías feudales -.
En esta línea de argumentación, el desarrollo del capitalismo, que implica el
surgimiento del trabajador libre como figura social dominante, hace posible la
irrupción de la democracia representativa; este régimen no puede existir sin
condiciones sociales que faciliten la participación política. Podríamos resumir
la cuestión afirmando que la democracia representativa nació cuando primero la
burguesía y luego todo el pueblo tomaron conciencia de ser los protagonistas del
desarrollo económico y pretendieron influir en él, participando en el control
del poder.
Sin embargo, el estudio del modo de producción no agota el conjunto de factores
que ejercen influencia sobre el funcionamiento de los regímenes políticos. La
fisonomía que adquieren éstos depende, entre otros factores, de los rasgos del
sistema de Estados, ámbito en el que se manifiesta el carácter relativamente
autónomo de la vida política respecto de las estructuras económicas y sociales.
Por ejemplo, los teóricos de la “razón de Estado” explican la diferente
evolución de las estructuras estatales vinculándolas con el papel desempeñado
por el Estado en el sistema político internacional. Así, el florecimiento de las
libertades políticas y el autogobierno local en Gran Bretaña y Estados Unidos
están relacionados con la insularidad de estos Estados; mientras que el
autoritarismo, el militarismo y la centralización, en diversos grados
caracterizo a los regímenes políticos en Alemania, Francia e Italia, se
explicaría por la situación continental de estas naciones: El hecho de estar
expuestos a invasiones terrestres los obligó a crear enormes ejércitos
permanentes y un régimen centralizado y autoritario en condiciones de realizar
una rápida movilización de todos los recursos de la sociedad.
Asimismo, la configuración del régimen político se vincula con las
características del sistema de partidos; se ha afirmado que el accionar de éstos
orientado hacia el mantenimiento de su poder, puede llegar a tener más
importancia que la forma jurídico – constitucional con la que son definidos.
Para sintetizar, la posibilidad de establecer una tipología de los regímenes
políticos puede fundarse en las vinculaciones establecidas por el materialismo
histórico entre el modo de producción y las estructuras políticas, balanceando
esta tendencia al determinismo con la concepción de la relativa autonomía del
poder.
La democracia: definición y evolución histórica del concepto
El estudio de la realidad política contemporánea está asociada a la expresión
democracia. Salvo contadas excepciones vinculadas a algunas corrientes de
pensamiento católico y a quienes se proclaman partidarios del fascismo, nadie
está dispuesto a proclamarse públicamente contrario a las concepciones
democráticas. Incluso mucho dictadores se proclamaron democráticos, señalando
que el gobierno toma sus decisiones de acuerdo con los deseos y la aprobación
del pueblo, expresada de alguna forma particular. Sin embargo, en algunos casos
el sustantivo aparece acompañado de adjetivos – democracia real, democracia
formal, democracia socialista, etc.- que dan lugar a pensar en la existencia de
respuestas muy diferentes frente a la pregunta: ¿Qué es la democracia?
Seguidamente, tras avanzar en una definición de democracia, pasaremos revista al
origen y evolución histórica del concepto, destacando algunas características de
su debate actual.
La palabra democracia proviene del griego y significa soberanía del pueblo, pero
no hay definición de democracia generalmente aceptada que se pueda formular en
una sola posición. No obstante, pueden extraerse dos ideas que se vinculan con
ella: a. La soberanía del pueblo; b. La igualdad. Las mismas llevan a la
distinción entre gobierno del pueblo respecto del gobierno para el pueblo. La
discusión respecto de qué sentido se le atribuye a estas dos expresiones se
realizará seguidamente vinculada con la evolución histórica del significado del
concepto democracia.
a. Democracia y soberanía del pueblo
En el mundo clásico griego, la palabra democracia se empleó para designar una
forma de gobierno en la que el poder residía en todos los ciudadanos de la
comunidad. Desde una visión cuantitativa de la soberanía, en oposición a la
soberanía de un solo hombre (la monarquía), y a la de unos pocos (la
aristocracia), la democracia implicaba la soberanía de todos los miembros de la
sociedad.
Este régimen se caracterizaba por ser “participativo”, es decir por permitir la
participación real del ciudadano en las decisiones colectivas. Los principios
fundamentales sobre los que se aceptaban eran dos: la igualdad de los ciudadanos
ante la ley, la igualdad de la palabra en la asamblea, constituido como el
órgano soberano de gobierno.
Las ciudades griegas eran comunidades pequeñas, lo que facilitaba la
intervención en la vida pública. Atenas, para citar el ejemplo más conocido,
tenía menos de cuatrocientos mil habitantes, de los cuales la mitad eran
esclavos, los que por definición no participaban de la vida política; además,
tampoco tenían estatuto de ciudadanos las mujeres y los extranjeros.
La organización del poder en la democracia ha sido descrita por Aristóteles:
El fundamento del régimen democrático es la libertad (en efecto, suele decirse
que sólo en éste régimen se participa de la libertad, pues éste es, según
afirman, el fin a que tiende toda democracia). Una característica de la libertad
es el ser gobernado y gobernar por turno y, en efecto, la justicia democrática
consiste en que todos tienen igual valor, no según los merecimientos; y siendo
esto lo justo, forzosamente tiene que ser soberanía la muchedumbre, y lo que
apruebe la mayoría, eso tiene que ser lo justo. Todos los ciudadanos deben tener
lo mismo, de forma que en las democracias resulta que los pobres tienen más
poderes que los ricos, puesto que son más numerosos y lo que prevalece es la
opinión de las mayorías. Ésta es, pues, una característica de la libertad, que
todos los partidarios de la democracia consideran como un rasgo esencial de este
régimen. Otra es vivir como se quiere, pues dicen que este es el resultado de la
libertad, puesto que lo propio del esclavo es vivir como no quiere. Este es el
segundo rasgo esencial de la democracia, y de aquí vino la idea de no ser
gobernado, y sino, por turno.
(Aristóteles, política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.)
La democracia no era un régimen que satisfacía a los filósofos griegos.
Platón (428-347 a. C.) la rechazó, definiendo en cambio una estructura
jerárquica, donde el gobierno estuviera en manos de los sabios. También
Aristóteles la vio como un mal menor, sin mostrar mayor entusiasmo. Las razones
de esta valoración negativas de la democracia son dos: por una parte, la
disolución que provocó el deterioro de la democracia ateniense en la guerra
frente a Esparta; pero además, y ésta es sin duda la razón más importante,
consideraban que el gobierno de los muchos no era confiable. Sin dudar,
afirmaban que el control de los asuntos públicos deberían estar en manos de una
minoría calificada, con habilidad, saber y experiencia para decidir lo más
conveniente para todos. La aristocracia era su régimen, pero como todos los
regímenes “puros” se corrompían, la democracia llegaba a ser “el más soportable
de los malos gobiernos”.
Como consecuencia, por lo menos en parte, de la argumentación aristotélica,
durante mucho tiempo existió un juicio negativo respecto de la democracia,
asociándose un régimen de ese tipo a la inestabilidad, la soberanía de los
mediocres y una tendencia al despotismo. Hasta el gran teórico de la soberanía
popular, Juan Jacobo Rousseau, dudaba de las posibilidades de la democracia:
No hay gobierno que esté tan sujeto a las guerras civiles y a las agitaciones
intestinas como el democrático o popular, a causa de que no hay tampoco ninguno
que propenda tan continuamente a cambiar de forma ni que exija más vigilancia y
valor para sostenerse. Bajo este régimen, el ciudadano debe armarse de fuerza y
de constancia y repetir todos los días en el fondo de su corazón lo que decía el
virtuoso Palatino en la dieta de Polonia: “prefiero la libertad con peligro a la
esclavitud con sosiego”. Si hubiera un pueblo de dioses estaría gobernado
democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.
(Rousseau, J. J., Del Contrato Social, Madrid, Alianza, 1991.)
En sentido positivo, el concepto “democracia” afloró por primera vez durante la
Revolución Francesa. Se le dio inicialmente un sentido social, dirigiéndose
contra la aristocracia; en muchos países de Europa se designó con esta expresión
a los defensores de la revolución, sin realizar distinciones entre las
diferentes corrientes. En un famoso discurso pronunciado en febrero de 1794,
Maximiliano Robespierre (1758-1794), líder de la fracción jacobina,15detalló lo
que podía brindar un Estado “democrático o republicano”: moral en lugar de
egoísmo, libertad en lugar de esclavitud, igualdad en lugar de privilegios de
clase. Estas exigencias sólo habían de cumplirse, según su opinión, en un
“Estado democrático o republicano”.
La etapa de gobierno jacobino – asociada al Terror – generó inicialmente un
profundo rechazo entre la intelectualidad europea: las concepciones liberales en
ascenso tomaron inicialmente distancia respecto de las posiciones democráticas.
La primera formulación de la antítesis entre democracia y liberalismo fue
realizada por Benjamin Constant (1767-1830), quién desde una perspectiva liberal
lo planteó como una contradicción entre la libertad de los antiguos y la de los
modernos:
El fin de los antiguos era la distribución del poder político entre todos los
ciudadanos de una misma patria: ellos llamaban a esto libertad. El fin de los
modernos es la seguridad de los goces privados: ellos llaman libertad a las
garantías acordadas por las instituciones para estos goces.16
Para él, la libertad de los modernos, que es la que defiende, es la libertad
individual respecto del Estado, de la que son manifestación concreta las
libertades civiles y la libertad política, aunque no necesariamente extendida a
todos los ciudadanos. La libertad de los antiguos implicaba en cambio, como
vimos, la participación directa de los ciudadanos en la formación de las leyes a
través de una democracia asamblearia. Por lo tanto, durante varias décadas la
visión que se tenía de la democracia, rechazada como símbolo de anarquía, era la
democracia directa o participativa. De allí que la corriente principal del
liberalismo en la primera mitad del siglo XIX – representada, además de Constant,
por Alexis de Tocqueville (1805-1859) y por John Stuart Mill (1806-1873)-
recelara de la democracia como forma de gobierno. Sin embargo, progresivamente
fue ganando fuerza la idea de que se podía establecer una relación entre el
Estado liberal, entendido como la autoridad que reconoce y que garantiza
derechos como el de la libertad de pensamiento, de religión, de imprenta, de
reunión, con la democracia parlamentaria o representativa, dónde la tarea de
hacer las leyes no concierne a todo el pueblo reunido en asamblea sino a un
cuerpo restringido de representantes elegidos por aquellos ciudadanos a quienes
se les reconozcan los derechos políticos.
A partir de este nuevo escenario, la línea de desarrollo de la democracia en los
regímenes representativos se orientó en una dirección muy clara: la gradual
ampliación del derecho de voto que, restringido en un principio a una exigua
parte de los ciudadanos, con criterios basados en la renta, la cultura y el sexo
se ha ido extendiendo de manera progresiva hasta abarcar, al promediar el siglo
XX, a todos los ciudadanos de ambos sexos que hayan alcanzado un cierto límite
de edad (sufragio universal). En pocas palabras, a lo largo de un proceso
prolongado, que llega hasta nuestros días, la democratización ha consistido en
una transformación más cuantitativa que cualitativa del régimen representativo.
b. Democracia e igualdad
Hasta aquí se ha hablado de la democracia en el sentido de la creación de un
conjunto de reglas destinadas a que el poder político sea distribuido de manera
efectiva entre la mayor parte de los ciudadanos. La otra cuestión crucial es la
democracia como expresión de in ideal de igualdad. El análisis del concepto de
igualdad aplicados a los integrantes de una sociedad es de hecho enormemente
complejo, por lo que nos limitaremos sólo a algunos de sus aspectos.
En principio, podemos referirnos a dos temas vinculados con la idea de igualdad
en el ámbito social: 1) la igualdad frente a la ley; 2) la igualdad de los
derechos:
El principio de la igualdad ante la ley se explica históricamente a partir de la
necesidad de abolir todo tipo de discriminaciones provenientes de las sociedades
basadas en el privilegio. La constitución francesa de 1791, promulgada en pleno
período revolucionario, cerraba su preámbulo con esta frase: “...ya que no hay
en ninguna parte de la nación, ni para el individuo algún privilegio o excepción
al derecho común de todos los franceses”. Se expresaba entonces en el derecho a
una jurisdicción común y al acceso a los principales cargos civiles y militares
independientemente del origen del individuo.17De esta manera, se afirmaba la
idea de que los sujetos originarios de la sociedad son los individuos en tanto
tales.
En cuanto a la igualdad de derechos, se refiere al disfrute equitativo por parte
de los ciudadanos de algunos derechos “fundamentales” que están garantizados por
medio de una disposición constitucional. La cuestión se presenta a la hora de
determinar cuáles son esos derechos, que pueden ser extremadamente variados:
igual satisfacción de las necesidades fundamentales, igualdad de oportunidades –
redistribución del acceso a las distintas posiciones de la sociedad -,
nivelación de la riqueza, etc.
En la medida que en la mayor parte de los casos esos derechos implican alguna
forma de intervención gubernamental, sugieren las divergencias entre quienes
niegan que la democracia como forma de gobierno implique la asunción por parte
del Estado de responsabilidades en cuanto a la implementación de disposiciones
destinadas al logro de la igualdad de derechos y quienes, por el contrario,
sostiene que está en la esencia de la democracia la distribución de ciertos
bienes “básicos” y la promoción del bienestar colectivo. De hecho, este
constituye el más importante debate teórico actual respecto de la democracia y
el papel del Estado, por lo que sintetizamos los diferentes posicionamientos.
Por una parte, autores como el estadounidense Robert Nozik (1938-2002) ha
fundamentado argumentaciones que apuntan hacia la reducción del Estado a su
expresión mínima, un Estado – policía cuya única función es la proteger a los
individuos y sus propiedades. Partiendo, como se puede apreciar, de las
posiciones extremas del liberalismo, en su libro Anarquía, Estado y utopía18
plantea que no es deber del estado democrático la redistribución de la riqueza o
de aquellos bienes considerados como básicos: educación, sanidad, seguridad
social, trabajo. Por el contrario, afirma que es injusto privarlo al que trabaja
del fruto total del mismo para dárselo, a través de la vía fiscal, a quién
carece de empleo. Su idea de la justicia es la máxima propia de las teorías del
laissez – faire: a cada cual según sus méritos.
Alejados de estas posiciones están quienes, como John Rawls (n. 1921), sostienen
que una sociedad “bien ordenada” es aquella que comparte un ideal de justicia
que se resume en tres principios fundamentales: 1) igual libertad para todos; 2)
igualdad de oportunidades; 3) principio de la diferencia, consistente en
repartir los bienes básicos con el criterio de dar más a quienes menos tienen.
Esos tres principios deben hacerlos suyos las instituciones democráticas- la
constitución, los tres poderes del Estado- con el fin de ir mejorando la
justicia social.19
Los partidos políticos y la democracia
La existencia de la democracia en occidente está asociada a la existencia de los
partidos políticos. Definidos ya como asociaciones voluntarias orientadas hacia
la toma y conservación del poder, los mismos están inevitablemente vinculados a
regímenes políticos en los que se reconoce teórica o prácticamente el derecho
del pueblo a participar en la gestión de ese poder.
Por lo tanto, si bien desde la antigüedad han existido grupos que, siguiendo a
un jefe, luchaban por la obtención del poder, sólo a partir de principios del
siglo XIX con el acceso al poder de la clase burguesa en algunos países de
Europa occidental y Estados Unidos, que puede hablarse de la aparición de
partidos políticos en el sentido moderno. A lo largo de ese siglo y de parte del
siglo XX, los partidos fueron evolucionando al compás del aumento de las
demandas de participación planteadas por diferentes sectores de la sociedad. Se
fue pasando así de los llamados “partidos de notables”, característicos de los
regímenes en los que el sufragio estaba limitado y la actividad política se
desarrollaba casi exclusivamente en el parlamento, a los “partidos de masas”,
resultado de la introducción del sufragio universal y de la integración de la
cada vez más numerosa clase obrera en el sistema político. Estos cambios dieron
lugar inicialmente a la aparición de los partidos socialistas que intentaban
atraer a las masas de trabajadores a partir de un programa sistemático, pero
afectaron también a los partidos de “notables”, que modificaron su discurso,
inicialmente dirigido a un auditorio restringido, para tratar de captar a un
electorado más amplio, una posibilidad de tener un peso específico significativo
en un régimen democrático.
Las funciones de los partidos políticos son dos: 1) constituyen la vía a través
de la cual diferentes grupos sociales se han introducido en el régimen político;
2) crean las condiciones para que esos grupos expresen sus reivindicaciones y
tengan ocasión de participar en la toma de decisiones políticas.
La más seria crítica que se ha realizado a los partidos políticos es que la
complejidad de sus estructuras organizativas conduce al desarrollo de tendencias
oligárquicas, en tanto se produce una estabilidad del liderazgo, ejercido por
políticos profesionales que están en condiciones de manipular la política de los
integrantes en función de sus intereses, orientados a la perpetuación en el
poder.
Esta crítica expresada bajo la forma de una “ley” (ley de Michels),20 ha sido a
su vez cuestionada porque el estudio de las específicas circunstancias
históricas muestra que es trata de un fenómeno que a veces se verifica de manera
clara pero en otros casos no se manifiesta directamente. Es razonable sostener
como hipótesis que la existencia de tendencias oligárquicas y poco democráticas
dentro de los partidos políticos se vincula con el nivel y la intensidad de la
participación; cuanto mayor es el involucramiento de los ciudadanos en las
circunstancias políticas, menor son las posibilidades que los partidos puedan
organizar y consolidar una estructura que opere a espaldas de los reclamos de
los militantes y adherentes.
Los problemas actuales de la democracia
A lo largo de un proceso, que se inicia con el derrumbamiento de las potencias
del Eje en la segunda guerra mundial y culmina con el hundimiento del llamado
“socialismo real” en la Unión Soviética y los países de Europa del Este hacia
fines de la década del 80 y principios de la del 90 del siglo pasado, se ha
verificado una consolidación de la democracia, como el mejor (o menos malo) de
los regímenes que la humanidad ha sido capaz de poner en práctica. Solo en los
márgenes de la vida política de la mayor parte de los países, o en concepciones
de muy escasa repercusión efectiva, se cuestiona la idea de que la democracia es
la forma de gobierno que encuentra con más controles capaces de disminuir las
imperfecciones y desviaciones provenientes del ejercicio del poder.
Sin embargo, lo dicho no implica dejar de llamar la atención, como de hecho lo
han hecho incluso sus defensores más fervientes respecto de los problemas que se
producen en los regímenes democráticos. Seguidamente pasaremos revista a algunos
de ellos, en la medida que dan cuenta, más allá de su generalidad, de ciertas
constantes que involucran a todos los regímenes existentes. Esta revisión
servirá para tomar conciencia de que, si bien pueden detectarse muy claras
diferencias de “calidad” entre las democracias realmente operantes, hay también
ciertos elementos que no son solamente desvinculaciones cuya responsabilidad es
exclusivamente de la clase política o, peor aún, de una sociedad incapaz de
vivir en democracia. Lo mejor (o por lo menos lo más realista) que puede decirse
de la democracia es que es un régimen hecho a la mediada de los muy imperfectos
seres humanos.
a. La razón de Estado21
Las democracias se fundamentan en el llamado “estado de derecho”, un Estado que
defiende ante todo, los derechos de los individuos. Sin embargo, la política
tiene una tendencia a actuar de acuerdo con las razones e intereses que
funcionan de manera autónoma y que pueden ir contra los derechos de los
ciudadanos. A esta realidad se denomina “razón de Estado”: razón que existe en
anteponer un supuesto bien de la comunidad al bien del individuo, o ciertos
ideales políticos a los derechos individuales. La mayoría de los conflictos
bélicos de signo nacionalista responden a esa tendencia. Por otro lado,
cualquier poder político, incluyendo a las democracias, necesita mantener, por
motivos de seguridad, ciertas zonas secretas excluidas de la luz pública: fondos
reservados, centros de inteligencia. Esos medios no deben convertirse nunca en
un fin en sí mismo ni deben prevalecer cuando claramente violan derechos
individuales. La máxima “el fin no justifica los medios” debe ser un principio
invulnerable en una democracia. La seguridad es un valor y un derecho pero su
defensa no debe obviar otros derechos igualmente fundamentales y respetables,
como el derecho al respeto y a la intimidad de las personas, el derecho a la
vida o el derecho a la libertad de expresión o asociación.
b. La tiranía de las mayorías
Como se desprende de lo dicho hasta aquí, la democracia es, fundamental aunque
no exclusivamente un procedimiento para tomar decisiones colectivas. El mismo
actúa a través del voto de los ciudadanos o de sus representantes elegidos por
sufragio universal. Finalmente, la decisión adoptada es la votada por la mayoría
de los ciudadanos o representantes de la ciudadanía; es decir por aquellos
partidos que tiene más sufragios. Tal procedimiento tiende a dejarse llevar por
la llamada “tiranía de la mayoría”, una tiranía, de algún modo inevitable, pero
carente de peligros. Entre ellos cabe destacar dos: 1) el derecho de las
minorías a expresarse y a ser tenidas en cuenta se ve seriamente disminuido
cuando las mayorías son las que siempre se imponen; 2) la mayoría no siempre
está en posesión de la verdad; puede equivocarse. El ejemplo muchas veces citado
es el de que Hitler llegó al poder como resultado de elecciones democráticas. La
democracia puede volverse contra sí misma y quedar anulada como consecuencia de
una decisión electoral. Este es un problema extremadamente difícil de resolver:
¿cómo se evita un resultado antidemocrático cuando todo parece indicar que la
mayoría quiere ese resultado? La respuesta reside en que la democracia no es
únicamente un procedimiento de elección de representantes; requiere de hecho el
uso de valores cuyo olvido produce el deterioro de todo el sistema. Justamente,
la referencia hecha en el apartado correspondiente a las ideas asociadas al
término democracia tiende a mostrar la amplitud de su significado.
c. El deterioro institucional
Los partidos políticos, el parlamento, los sindicatos se han ido convirtiendo en
organizaciones que se sirven más a sí mismas que al público al que deberían
servir. La burocratización, ya denunciada por Max Weber, es en buena medida la
causante de este problema. El sistema de partidos políticos, en particular, está
demostrando grandes deficiencias consecuencia en parte de la ya analizada
tendencia a desarrollar estrategias que derivan de una concentración de poder,
dando la espalda a los ciudadanos. A pesar de lo fundado de estas críticas, en
una democracia los partidos políticos parecen imprescindibles. Los llamados
“movimientos sociales”, se asomaron con fuerza en la segunda mitad del siglo XX
como alternativa a los partidos políticos, han acabado en general siendo
absorbidos por el mismo régimen que cuestionaban. Sin embargo, el caso de la
Argentina lo demuestra, en especial aunque no exclusivamente, bajo la forma de
organizaciones no gubernamentales, los movimientos sociales siguen siendo la
expresión de otra forma de hacer política, menos oficial, distancia del sistema
electoral y menos proclives a caer en la burocratización que resta eficacia a
las organizaciones tradicionales.
d. El interés común y los intereses corporativos
Frente a expresiones como “interés común”, “bien común”, “interese generales”,
actualmente se sostiene que las sociedades del presente están organizadas
“corporativamente”. Tanto los partidos como los sindicatos persiguen su propio
interés, pero no sólo ellos: también las empresas, las universidades, las mismas
organizaciones no gubernamentales corren el riesgo de perder de vista su
condición de “servicio público”, que tales organizaciones deberían tener por
encima de todo. El corporativismo es el principal enemigo del interés común.
e. El concepto de ciudadanía
La democracia nace en Grecia cuando el individuo se concibe a sí mismo
básicamente como ciudadano, como servidor de la polis; para ello es preciso
desarrollar una particular “cultura cívica”. En la actualidad la ciudadanía es
un derecho formal, reconocido por la constitución y por la ley positiva, pero
olvidado como conjunto de derechos políticos. El hecho de que haya una
democracia no implica necesariamente la educación democrática de los ciudadanos.
La insolidaridad y la intolerancia crecen como consecuencia de todos los
fomentos derivados de las desigualdades económicas y sociales aún no superadas.
Conseguir que el individuo se conciba a sí mismo como un ciudadano y actúe como
tal es algo que hay que proponerse como objetivo de la educación en todos los
niveles.
f. La corrupción
Este no es un problema específico de la democracia sino del poder en todas sus
formas; la tendencia a utilizar bienes y privilegios públicos para fines
privados es natural en todo aquel que se dedica a gestionar y administrar lo
público. A diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, así mismas corruptas,
la democracia permite que los casos de corrupción afloren, se hagan públicos y
sean castigados. Para evitar la corrupción, las democracias deben afinar sus
procedimientos de control, respetar la división de poderes y educar al ciudadano
en la exigencia frente a sus representantes políticos.
***
Para finalizar, transcribiremos un comentario realizado hace ya medio siglo por
el historiador británico Edward H. Carr, en el que destacaba la necesidad de
enfrentar los problemas que engendraba la “democracia masiva” del siglo XX:
Hablar hoy día de la defensa de la democracia como si estuviéramos definiendo
algo que conocemos y poseemos desde hace muchas décadas o muchos siglos es un
auto engaño y una falsificación... Deben buscarse los criterios, no en la
supervivencia de las instituciones tradicionales, sino preguntándose dónde
reside el poder y cómo debe ejercerse. En este sentido, la democracia es una
cuestión de grado. Algunos países hoy día son más democráticos que otros. Pero
tal vez ninguno sea muy democrático de aplicarse una estricta definición de
democracia. La democracia masiva es un territorio difícil y hasta ahora en gran
mediada inexplorado; nos acercaríamos al objetivo y tendríamos un lema mucho más
convincente si habláramos de la necesidad de no defender la democracia, sino de
crearla.22
Creemos que con estas palabras conservan toda su vigencia en el nuevo siglo.