Altillo.com > Exámenes > UBA - CBC > Sociología


Resumen del texto "Ilegalismos en Tres Tiempos"  |  Sociología (Cátedra: Gamallo - 2019)  |  CBC  |  UBA

Ilegalismos en tres tiempos

Argumento: las transformaciones en las formas del delito no pueden entenderse sólo con referencia a explicaciones criminológicas, sino que en gran medida son tributarias de: las mutaciones del mercado de trabajo y la forma en que se experimenta en cada época la privación y el consumo.

Objetivos: comprender y explicar las dimensiones del delito; mostrar las formas de articulación entre lo legal y lo ilegal; analizar las relaciones de los delincuentes con el mundo del consumo, con las formas de privación relativa y absoluta, con la policía; y el lugar de los grupo de pares.

 

 

Primer tiempo. En los márgenes del mundo del trabajo   ‘70-´80

Esta etapa se caracteriza por una mayor disponibilidad de empleo y menores tasas de delito contra la propiedad.

 

Germán vivió una infancia de privación total (“nadie tenía nada”). El pasaje del cambio a la ciudad creó nuevos deseos y al mismo tiempo una frustración y “rebeldía” respecto de la injusticia económica y social y del autoritarismo escolar y paterno.

La pobreza familiar se agrava y con sus pares fantasea la idea de un robo que los saque de la pobreza que el trabajo no parecía poder solucionar (asociación diferencial). Tras algunos fracasos, planear robos exitosos los hace considerarse más inteligentes que sus pares del barrio que trabajan.

El trabajo no le atrae al no verlo como el camino hacia el progreso. Sin embargo, alterna delito y trabajo, y lo usa de diferentes maneras: como un ingreso estable, una identidad respetable (ante el barrio y la policía) y un modo de tejer redes y obtener información.

En el barrio aparece un control social intenso en el que los vecinos observan qué tiene cada uno y se preguntan cómo lo obtuvo. El trabajo le provee una coartada para justificar posesiones.

Germán adopta un estilo de asaltante calmo con control sobre la situación que evita usar la violencia. Trabaja rápido y respeta a sus víctimas.

Por un lado, Germán vive como un trabajador pobre. Por el otro, cuando roba, se gasta el dinero rápidamente en “prostitutas y champán”. Pero también tiene un compromiso político con el peronismo revolucionario, los Montoneros, para los que “hacía algunos robos”.

Tras pasar un tiempo preso, afirma que no reincide. Además, se sale de la cárcel “fichado”, lo que lo haría más difícil.

 

La “rebelión” de la que habla es la no aceptación de una perspectiva de escasa movilidad social ofrecida a las franjas inferiores de los sectores populares. Las oportunidades laborales estaban pero no permitían un sustento de consideración. Además, la vida disciplinada y esforzada del mundo del trabajo resultaba poco atractiva frente al delito.

El dinero obtenido en los robos se gasta rápido en el disfrute. El delito no es un camino alternativo de movilidad social, sino que es visto como un “atajo” para alcanzar lo que mediante el trabajo se dificulta.

 

Juan también expresa una “rebeldía” pero hacia su padre. Partía de una privación absoluta y explica que tenía objetivos cada vez más valiosos. En su caso, la decisión de robar es individual y luego se busca a otros que ya optaron por el delito para acompañarlos en los hechos (autoselección).

Las épocas en las que trabajaba le sirvieron de experiencia de la dificultad de la ganancia en el trabajo,

La alternancia entre el trabajo y el robo demostró la abismal diferencia de tiempos necesarios para conseguir lo mismo, y las épocas en las que trabajaba sólo legitimaban la elección del delito.

En la cárcel aprendió las escalas de jerarquías entre ladrones, en las que “te tenés que ganar el puesto de chorro”, basadas en destrezas y prohibiciones. Esto persiste porque toda actividad precisa algún tipo de regulación y, dado que para el delito no hay instituciones formales con mecanismos de renovación de las regulaciones, estas reglas hacen las veces de un código consuetudinario.

Juan también actúa como se espera de un ladrón experimentado, sin usar la violencia; excepto en un caso donde aplica un juicio moral (preferir el dinero a la vida de un hijo), cuya legitimidad indica el desdibujamiento de la ley y la existencia de registros normativos paralelos.

El dinero proveniente de robos se gastaba rápido, no se cuidaba (lo que viene dulce, dulce se va). En cambio, el dinero del trabajo se cuidaba más porque representaba el esfuerzo y el sacrificio. Sin embargo, existía una previsión de dinero, se reservaban fondos para negociar con la policía en caso de una eventual caída.

 

Luisito era un “niño de la calle” y en su adolescencia comienza a robar con “el Mosca”. Al principio robaban para comer y luego por diversión y por plata, con la aparición de deseos nuevos.

“El Percha” era un trabajador que se encargaba de vender lo robado, y siempre reforzaba la distancia moral entre ellos. Estaba orgulloso de trabajar y “nunca se quedaba con nada” del dinero obtenido.

Se especializan en “escruches”, robos de noche sin armas en negocios, que resultaban fáciles y de poco riesgo por la ausencia de alarmas y otros dispositivos de control, característica de la época.

 

La decisión central en las trayectorias de los entrevistados había sido el uso o no de armas, elemento que definía el grado de especialización. No usar armas era un límite inquebrantable para un subgrupo importante de actores. Quienes no utilizaban armas, no recurrieron a ellas ni siquiera cuando el hurto tradicional se complicó con la llegada de nuevos dispositivos de seguridad; sino que desistieron o viraron hacia otros hechos.

 

La movilidad lateral entre trabajo y delito se opone a la idea de una entrada en la ilegalidad sin retorno. En los tres casos, el delito es anterior a la experiencia laboral; no es el desenlace de un fracaso o de una inexistencia de oportunidades ocupacionales.

 

El delito es un salto al vacío en un momento de desesperación. Para Enrique, es una vaga idea que le daba vueltas en la cabeza, y, porque no tenía nada que perder, un par que lo invita a robar le sirve de “empujoncito” para volcarse al delito.

Sin embargo, en todos los casos el mundo del trabajo está presente: como ingreso estable, como cortada, como límite moral con los propios ilegalismos, como forma de comparación entre lo que se gana con una y otra actividad. Ambos mundos eran combinables. En general, se suele elegir al delito antes de probar suerte en el mundo laboral. Esto, sumado al uso del dinero robado, cuestiona la idea del delito como resignación o fracaso laboral, o como alternativa para alcanzar una movilidad social en forma más rápida.

La cuestión del riesgo de caer preso se gestiona con el sentimiento de inmunidad subjetiva mediante el manejo de la escena con rapidez y sangre fría y guardando dinero para negociar la liberación. Se establece un balance entre riesgo y beneficio.

La decisión de robar no plantea una causalidad fuerte en esta etapa. No hay referencias culturales, ni presión de los grupos de pares. Cada uno tuvo que aprender solo o con otros, pero con muy poca información, mediante ensayo y error. A diferencia de las otras dos, en esta etapa hay menos oportunidades e informaciones sobre ilegalismos.

Algunos elementos se mantienen en el tiempo, como las jerarquías impuestas por la “ley de la cárcel” que clasifican acciones delictivas. Otro es la relación con la policía en la regulación del delito. Desde la necesidad de tener una reserva de dinero para negociar con ellos la libertad, o contribuir con una mensualidad para que los “dejen trabajar”; hasta trabajar bajo órdenes de la misma policía. Desde siempre parece que la policía tiene un rol central en la gestión de ilegalismos urbanos, por lo cual es imprescindible una continua negociación.

Las mujeres no formaban parte de las redes. Aparecen en un rol estereotipado en el que no saben ni preguntan qué hacen sus parejas, o sus opiniones no se toman en cuenta.

Si bien algunos consideran al crimen como una forma de hacer justicia, y en el que encuentran placer en una forma de compensar las humillaciones sufridas; el placer no está en el delito en sí. Concretar con profesionalismo y economía de tiempo y de violencia cada hecho es importante porque el disfrute llegaba después, en el despilfarro del dinero y en la planificación de un nuevo hecho.

Segundo tiempo. Diseminación de la inestabilidad.   ´90

En esta etapa se produce una profunda mutación del mundo del trabajo argentino. Aumenta considerable el desempleo pero sobre todo la inestabilidad laboral con alta volatilidad, y por tanto, una inestabilidad en los ingresos. Los puestos de trabajo creados en los noventa a los que accedían sobre todo los jóvenes eran en posiciones precarias, sin exigencias educativas o de calificación, con bajas remuneraciones, sin cobertura social ni seguro de desempleo (cadetes, trabajadores de limpieza, empleados de comercio, cuidado de niños, lavadores de autos).

Se trata de una segunda generación de inestabilidad laboral. Los padres de estos jóvenes también veían la idea de la ocupación como una idea acotada temporalmente que no se acercaba nada a una “carrera laboral” (“¿tenés trabajo?” “ahora sí). La inestabilidad laboral no permitía imaginar una movilidad ascendente futura. El trabajo sólo era un recurso más de obtención de ingresos, aparte de otros como pedir dinero en la vía pública, el “apriete”, el “peaje” y el robo.

Los entrevistados combinaban legalismos e ilegalismos. Algunos alternaban entre trabajos precarios y, cuando escaseaban, recurrían a acciones ilegales para luego volver a trabajar. Otros mantenían una tarea principal y realizaban otra como complemento para sus ingresos. Ocurría un pasaje de una lógica de trabajador a una lógica de proveedor. En la lógica del trabajador la legitimidad de los recursos obtenidos reside en el origen del dinero, fruto del trabajo honesto. En la lógica de la provisión, esta legitimidad se encuentra en la utilización para satisfacer necesidades. Un recurso provisto es legítimo si permite cubrir una necesidad, tanto hablando de privación absoluta como de relativa. Podía tratarse de la comida y pagar los impuestos, como también de ropa, cerveza, viajes, fiestas.

En la lógica de provisión, legalidad y legitimidad de las acciones se separan. Así, una acción ilegal pero orientada a la provisión, se propone como más legítima que el trabajo que no busca ese fin.

En la etapa anterior, la “plata fácil”, que se ganaba robando, marcaba un apartamiento de la sencillez del proyecto de vida ligado al trabajo estable en el mundo popular. En esta etapa las opciones de consumo son mayores y se establecen dos circuitos de gasto: usar la plata fácil para satisfacer las necesidades personales permite que la difícil cubra las demandas familiares, y es esto lo que legitima la lógica de provisión.

Se establece una relación instrumental con el trabajo. No hay rechazo total al mundo del trabajo ni a la movilidad lenta, sino la caracterización de una ocupación acotada, magros ingresos y con pocas cualidades. La inestabilidad dificulta la construcción de una identidad laboral de algún tipo: de oficio, sindical o incluso de pertenencia a una empresa. También es poco probable la conformación de vínculos duraderos en grupos laborales.

 

Ocurrió un desdibujamiento de la ley en el que no era percibida como una terceridad que legítimamente podía intervenir en los conflictos privados. De hecho, la policía era vista como otra banda, potentemente armada y preparada a la que se le temía mucho más por la posibilidad de morir o ser lastimado ante ella que por la certeza de que los conduzca hacia la ley.

Del barrio se habla con exterioridad. Ni odio ni resentimiento, sino una lejanía respecto de los vecinos que iban colocando dispositivos para correrlos gradualmente hacia los márgenes. Esto es resultado de una ruptura generacional afectada por la crisis de las formas de integración laboral habituales, que solía ser mediante su inserción en los escalones más bajos de las estructuras productivas existentes. Este mecanismo también servía como un aprendizaje de la ley, en el que iban conociendo las leyes que regulaban la relación con los patrones. El mundo del trabajo ya no era un espacio de experiencia de la ley y erosionaba la socialización legal.

 

Becker plantea la “teoría de la disuasión” en la que multas o penas más altas serían un factor disuasivo en el cálculo previo al accionar. Aquí se habla de una “elección racional”, de actores racionales que se manejan con cálculos de costo-beneficio antes de emprender cada una de sus acciones. Sin embargo, el cálculo de los entrevistados se veía muy limitado: se trataba de acciones rápidas, con víctimas elegidas en el momento, sin premeditación. Existía una limitación del horizonte temporario en el que no se anticipaban las consecuencias por no poder vislumbrar un tiempo más allá de la acción. Las escenas que describen son autorreferenciales, tienen un principio y un fin, y en las decisiones que se tomaban, no parecían realizar una evaluación más allá de los límites y objetivos de la situación (“necesitaba plata, salí a robar”).

La guía de procedimientos para cualquier interacción era el “ventajeo”. “Ventajear” es obtener lo deseado apelando a cualquier medio que se tenga al alcance. Busca controlar el manejo de la escena, como el “factor sorpresa” de la etapa anterior, pero a diferencia de éste, el ventajeo puede legitimar el uso de la violencia. Así, un pedido de dinero en la calle sin éxito puede transformarse en un “apriete” y, si este también fracasa, terminar en un robo. El ventajeo explica el aumento de los homicidios ante pequeños crímenes que tuvo lugar en los noventa. En un contexto de fuerte incremento de la posesión de armas en los hogares, la lógica del ventajeo legitimaba disparar ante el mínimo movimiento que hiciera sospechar que la víctima pudiera tener un arma.

 

Fernando ha alternado en forma perdurable trabajo y robo durante varios años, en una estrategia estable y planificada de antemano.

Machuco era un adolescente que no había trabajado nunca. Roba con otros adolescentes con poca planificación y usa la violencia cuando considera necesaria para asegurarse el éxito del robo. Aparece la idea del “fin del mundo” en el 2000, por lo que no planea nada a futuro.

Hernán se autodefine como un “chorro” que trata de pasar desapercibido, que usa armas como “herramientas para trabajar”. Quiere “robar para progresar”, ponerse un comercio y luego dejar. Tiene una relación instrumental con el delito como forma de acumulación y ahorro para la compra de bienes y para hacerse una posición, aunque no parece una decisión planificada sino más bien una fantasía.

 

En esta etapa se resalta la importancia de la experiencia individual. Algunos explican sus acciones por el deseo de “probar” por sí mismos, sin importar lo que digan los demás. Aquí pierde peso la socialización tradicional y se legitima la búsqueda y decisión autónoma de los límites entre el bien y el mal. También cobran más relevancia las emociones del acto mismo. La “excitación”, esa mezcla de temor y placer es descrita a veces como el objetivo de los hechos, para eludir el aburrimiento cotidiano. Sin embargo, en estos casos se ve como un efecto colateral de la búsqueda de dinero, que pasa rápidamente cuando “todo sale bien”.

Estos casos son los llamados “proveedores”, para los que el delito tienen un objetivo exclusivamente instrumental y establecen relaciones para ese fin. Pero existe el subgrupo de los “barderos”, para los cuales el delito es parte de las actividades grupales caracterizadas por el “bardo”: la disrupción de las reglas de convivencia comunitaria. El “bardo” aparece como una sociabilidad desorganizada en el que los grupos, a diferencia de los proveedores, pueden incluir mujeres. Para los “barderos”, el robo es una actividad grupal que en sí misma es importante.

 

Para estos jóvenes la policía tiene poco que ver con la ley: es una banda más, mejor armada y más potente. Sin embargo esta distancia se acorta con las relaciones individuales. Los agentes son vecinos, del mismo barrio. También se desdibuja la ley en la circulación ilegal de armas, de la que la policía es parte.

Los ladrones más veteranos, sin embargo, describen una relación de equilibrio con la policía. No roban en el barrio para mantener tranquila a la policía y ésta recibía una parte del botín. Los delincuentes jóvenes roban en el barrio, se enfrentan con la policía y los consideran enemigos mortales e individuos con quienes es posible negociar. Esta dualidad se ve en el concepto de “perder”, que era ser apresado en un robo y tener que negociar la libertad. En esta etapa se le suma a este concepto, el de perder la vida frente a la policía. Además en los noventa aumenta el equipamiento policial con armas más potente. Esto, lejos de actuar como disuasivo, produjo una mayor violencia.

 

El trabajo también se desdibuja y es visto como inestable y desprovisto de cualidades, se vuelve un recurso más dentro de la lógica de la provisión. El mundo del consumo está más presente desde un comienzo, así como las necesidades son variadas y definidas según cada uno. La ciudad va dejando de ser un espacio de posibilidades tan abierto como en el periodo anterior; viven más segregados en los barrios o en las zonas aledañas.

El gran incremento del desempleo y del delito en los noventa, sumado a la inestabilidad laboral llevó a una situación de privación absoluta y relativa en los adolescentes de esta época, quienes tenían demandas de consumo que no podían satisfacer. En este contexto, los grupos de pares y las experiencias del delito tienen mayor eco porque hay muchos jóvenes en la misma situación.

A diferencia del periodo previo, hay más presencia de mujeres, sobre todo entre los “barderos”. Los objetivos son sobre todo instrumentales, salvo en el “bardo”. La policía está presente como un enemigo mortal, y no tanto como un socio o jefe. También se destaca la entrada de motos de alta cilindrada como un factor que explica el aumento del delito, ya que permitía nuevas acciones y escapes raudos.

En esta etapa la desigualdad era mayor que en la fase previa, pero no se ve un atisbo de una crítica política por la injusticia social, sino que el hincapié es en la privación absoluta y relativa en clave de necesidad. La relación con el delito se construye desde un campo de experiencias en el cual el trabajo no es el parámetro central de referencia, ni siquiera para rechazarlo.

 

 

Tercer tiempo. Reactivación con tasas de delito altas   2003

En el 2003 comienza en la Argentina un ciclo de recuperación económica y social. Se produce un crecimiento económico sostenido, disminución del desempleo, de la desigualdad y de la pobreza, fuerte incremento del consumo y disminución de la conflictividad social. El delito disminuye pero nunca llega a los valores previos de mediados de los noventa. Además de aumentar el consumo, hay más dinero y bienes en circulación, como autos, celulares y dispositivos livianos y valiosos.

Los entrevistados son de un complejo habitacional del conurbano bonaerense fuertemente estigmatizado en los medios y en la opinión pública como lugar peligroso. La violencia policial contra la gente del lugar, y sobre todo jóvenes, nunca se detuvo. Se habla mucho de la complicidad del poder político y policial con el delito.

Las clasificaciones locales surgen de varios criterios. Se destacan los “cachivaches” o “atrevidos”, adolescentes que roban en el barrio. Una subcategoría son los “sogueros”, que hurtan la ropa colgada o cosas que la gente deja afuera. En una posición intermedia están los “pibes grandes”, de treinta años, con familia e hijos, mantienen la paz en el barrio y sus ilegalismos se ejecutan afuera sin generar conflicto social. En lo alto de la jerarquía están los “dinosaurios”, los “históricos” y los “sobrevivientes”, son ladrones profesionales mayores, especializados en distintos rubros y en muchos casos integrantes de bandas míticas. Por último hay una categoría exclusivamente femenina: las “mecheras” que roban en negocios, particularmente ropa.

Respecto del periodo anterior, hay más trabajo pero más alejado de ellos por el estigma que pesa sobre el barrio. Esto causa rabia e indignación porque hay una fuerte identidad local y el barrio es un lugar valorado y divertido; hay más consumo, pero mucha sensación de privación relativa. En esta época, la mediatización del crimen y su condena social son paralelas a la mercantilización en productos culturales de esos mismos contenidos rechazados. Además, en esta fase, nociones como derechos, discriminación y desigualdad están un poco más presentes, lo cual vuelve más insoportable la hostilidad policial.

 

Si bien desde 2003 la economía y el empleo se recupera, el estigma sobre el lugar es tal que quienes buscan trabajo deben mentir sobre el domicilio y ubicarlo fuera del barrio. Esta discriminación tiene un peso importante para explicar las tasas de desempleo en el barrio.

Cuando piensan en un trabajo, se les representa siempre como inestable, no se vislumbra la idea de tener un puesto fijo por muchos años. En su mayoría tienen puestos precarios.

En contraposición al estigma externo, hay una fuerte identidad barrial asociada a valores positivos. A diferencia del periodo anterior, cuando la vida barrial parecía gris, triste o aburrida, en estos casos el barrio es un lugar atractivo para los jóvenes.

También tiene lugar el desarrollo de una cultura popular que recoge significados e imágenes de la vida cotidiana de estos jóvenes, un ejemplo es la “cumbia villera”, que recrea narrativas presentes en este universo, y cuyas letras cuestionan la discriminación y reivindican ser considerado “negro”. La cumbia villera también incorpora la figura del “cachivache” o delincuente más bajo y la construcción de una alteridad con el policía o delator. Un dato llamativo es que sus CD representaban un amplio porcentaje del mercado discográfico. Esto demuestra la relación ambigua que la cultura hegemónica y el mercado han entablado desde siempre con la violencia y el delito: rechazo y condena por un lado, pero mercantilización y circulación comercial de aquello reprobado por el otro.

 

La “democratización del consumo” es el creciente acceso a bienes de sectores populares gracias a la mejora de la situación económica y el abaratamiento de ciertas mercancías. En el barrio hay más bienes circulando pero también un discurso sobre el consumo como forma de placer individual, sobre la “envidia” que pueden generar los bienes nuevos, sobre la necesidad de ciertas marcas de ropa para “que te aprueben”. Aquí se produce una reconfiguración de la privación relativa. Mientras que por un lado hay más bienes en circulación, por el otro el mayor consumo local y la menor privación absoluta dan lugar a una comparación continua con los pares cercanos que acceden a ciertos bienes.

En esta etapa, la privación relativa y la comparación con otros semejantes es una constante. Al punto que padres se esforzaban por comprar a sus hijos cosas de marca para que no “traten de conseguirlas de otro modo”.

 

En la etapa anterior, el delito se describía como la única opción posible por necesidad. Ahora, para algunos el delito aparece como una opción posible dentro del campo de experiencias, que mantiene la lógica de la provisión pero que sólo es una opción más. Se habla de “camadas” generacionales delictivas con “modas” por tipo de delito y forma de accionar.

Otro cambio respecto del pasado es que opera menos la distinción entre plata fácil y difícil. Posiblemente porque hay menos necesidad o la relaciones con la familia son muy malas. En general, el dinero se usa para los propios consumos, en los cuales se va desdibujando la tipificación de los rubros como fáciles o difíciles. Comprar ropa de marca, que antes era un rubro de la plata fácil, ahora es percibido como una necesidad para “no ser menos que los demás”.

Un tema central es la presión de los grupos de pares, que es uno de los temas de mayor tensión entre padres e hijos. Además, se van estableciendo relaciones de reciprocidad y obligaciones mutuas en los grupos que delinquen juntos.

 

La muerte de los jóvenes es una referencia recurrente. Se habla de “generaciones diezmadas” porque “muchos se fueron, están presos, están muertos”. En las familias hay una gestión cotidiana de la vida y la muerte a fin de alejar la posibilidad de que un hijo sea asesinado si delinque.

La muerte en algunos casos puede resultar un elemento disuasivo para el delito, pero en otros su recurrencia lleva a que entre también dentro del horizonte de experiencias posibles. La muerte es tomada en cuenta como un riesgo existente que forma parte de la “ley del robo”. Eso se demuestra en los ritos previstos e hitos recordatorios de jóvenes muertos.

 

El juicio de los habitantes con respecto a la policía era extremadamente negativo por comprobarse irregularidades, su participación en el delito y muchos casos de violencia institucional. Pero el acoso de las fuerzas de seguridad no se limitaba al barrio sino que eran perseguidos en la Capital también. Gendarmería se apostaba en las vías de acceso al lugar, controlando el supuesto peligro que el barrio representa para los demás, pero no intervenía en los conflictos y violencias dentro del barrio. Los entrevistados percibían que eran objeto de control pero no merecedores de protección.

En esta etapa está muy presente la necesidad de pagar para “trabajar” o seguir libres. El que roba, o trabaja para la policía, o guarda una reserva para negociar con ella. Totalmente desvirtuada de sus funciones y reiteradamente violenta, la policía genera rabia e indignación, y hasta “odio”.

 

Paradoja con respecto al trabajo: hay más oportunidades, pero pocas para los jóvenes menos calificados o que residen en lugares estigmatizados. La inestabilidad del trabajo hace que las oportunidades se vislumbren como de corta duración. La lógica de la provisión se mantiene pero, en lugar de un fatalismo sobre un único medio para conseguir dinero, en cada escena relatada se evidencia la capacidad de agencia. El delito aparece dentro del campo de experiencias posibles y, aun cuando se opte por no incurrir en él, suele ser considerado por muchos como una opción para enfrentar una coyuntura determinada.

En un periodo de “democratización del consumo” se produce una reconfiguración de la privación relativa en la medida en que ha disminuido la privación absoluta. Esto se demuestra en el barrio, que es un lugar vivo y divertido y los jóvenes no se dejan expulsar de los espacios públicos como vimos antes.

Más que en etapas anteriores, aparece una ostentación de fuerza y cierto placer o diversión en suscitar miedo o respeto entre los vecinos. Este respeto se traduce en proteger a la familia de las agresiones y los robos. El estigma del barrio se sufre cotidianamente pero a ello oponen un orgullo por la identidad local o un intento de desmentir a los juicios negativos.


 

Preguntas y Respuestas entre Usuarios: