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Hobsbawm
La revolución social
El cambio social más drástico de la segunda mitad del siglo XX es la muerte del campesinado. Desde siempre, la mayoría de los seres humanos había vivido de la tierra y los animales. Excepto en Gran Bretaña, agricultores y campesinos siguieron siendo una parte importante de la población activa, incluso en países industrializados, hasta bien entrado el siglo XX.
Para principios de los años 80, ningún país al oeste del telón de acero tenía una población rural mayor al 10%, incluyendo a América Latina (al término de la segunda guerra mundial). Solo tres regiones del planeta seguían estando dominadas por sus pueblos y sus campos: El áfrica subsahariana, el sur y el sureste asiático y China.
Todo esto se logró gracias a un extraordinario salto en la productividad con un uso intensivo de capital por agricultor. En los países ricos y desarrollados los campesinos tenían a su disposición grandes cantidades de maquinaria. La agricultura ya no necesitaba la gran mano de obra de la era pretecnológica y el transporte moderno hacía innecesario que tuvieran que permanecer en el campo.
En las regiones pobres del mundo la revolución agrícola se dio de forma incompleta. De no haber sido por el regadío y la llamada revolución verde (incremento de la productividad agrícola por medio la siembra de variedades mejoradas de granos, uso de fertilizantes, plaguicidas y riego) gran parte del sur y sureste de Asia habrían sido incapaces de alimentar a una población en rápido crecimiento. Y sin embargo, en conjunto, los países del tercer y parte del segundo mundo dejaron de alimentarse a sí mismos, y no producían los excedentes alimentarios exportables que serían de esperar en países agrícolas.
El mundo de la segunda mitad del siglo XX se urbanizó como nunca, en parte debido al éxodo del campo a la ciudad. Las aglomeraciones urbanas más grandes se encontraban en el tercer mundo, mientras que las ciudades del mundo desarrollado se disolvían debido a la huida de las personas hacia los suburbios y ciudades satélites. Servicios comerciales y de entretenimiento se fueron desarrollando en los distintos barrios y complejos residenciales suburbanos, junto con grandes redes periféricas de circulación subterránea.
En cambio, la ciudad del tercer mundo estaba dispersa y mal estructurada, aunque conectada igualmente por redes de transporte público y un sinfín de autobuses.
Otro cambio social drástico y mucho más universal fue el auge de las profesiones, para las cuales se necesitaban estudios secundarios y superiores. La demanda de espacios de enseñanza secundaria y, sobre todo, superior, aumentó extraordinariamente. El estallido numérico se sintió con fuerza en la enseñanza universitaria, hasta entonces poco común. Las mayores poblaciones estudiantiles se encontraban en países no avanzados, como Ecuador y Perú.
Era evidente para los planificadores y los gobiernos que la economía moderna exigía muchos más administradores, maestros y peritos técnicos que antes, y a que a éstos había que formarlos en alguna parte. La enseñanza superior se convirtió en la mejor forma de conseguir ingresos más elevados y un nivel social más alto.
La mayoría de los estudiantes provenían de familias más acomodadas que el término medio, pero no necesariamente ricas.
La gran expansión económica mundial hizo posible que una gran cantidad de familias humildes pudieran permitirse que sus hijos estudiasen a tiempo completo. El estado de bienestar occidental proporcionaba abundantes ayudas para el estudio. A medida que la cantidad de estudiantes aumentaba, los gobiernos multiplicaron los establecimientos que pudieran absorberlos, especialmente en los años 70.
Esta multitud de jóvenes y sus profesores eran transnacionales. Sus ideas y experiencias se desplazaban y comunicaban más allá de las fronteras nacionales. Eran radicales y explosivos y tenían una eficacia única a la hora de expresar el descontento político y social de forma nacional e incluso internacional. A causa de la revolución de mayo de 1968 en Paris, se generó un estallido mundial simultáneo donde los estudiantes se rebelaron desde EEUU y México hasta el bloque socialista. Sin embargo, distó mucho de ser una revolución ya que por más numerosos y movilizables que fueran los estudiantes, no podían llevar a cabo una revolución solos y tras veinte años de mejoras para los asalariados de las economías de pleno empleo, la revolución era lo último en lo que pensaban las masas proletarias.
Tras el fracaso de la revolución de los grande sueños de 1968, algunos estudiantes radicales intentaron realmente llevar a cabo una revolución por su cuenta formando grupos terroristas, pero rara vez tuvieron una incidencia política seria. Donde amenazaron con tenerla, fueron suprimidos rápidamente.
La explosión de descontento estudiantil se produjo en el momento culminante de la gran expansión mundial, porque estaba dirigido contra las características propias de esa sociedad y no contra el hecho de que la sociedad anterior no hubiese mejorado suficientemente las cosas. El hecho de que el nuevo radicalismo procediese de grupos que no estaban afectados por el descontento económico estimuló a los grupos acostumbrados a movilizarse por motivos económicos a que descubrir que podían pedir a la sociedad mucho más de lo que imaginaban. Como consecuencia se generó una oleada de huelgas de obreros en demanda de salarios más altos y mejores condiciones laborales.
A diferencia de las poblaciones rural y universitaria, la clase trabajadora industrial no experimentó grandes alteraciones hasta los años 80 cuando comenzó a entrar en decadencia.
Al final de los años dorados, gran parte de la población mundial eran trabajadores industriales. Pero durante los años 80 y 90 las viejas industrias entraron en decadencia a causa de la crisis económica y por primera vez en 40 años se produzco un paro masivo.
Al mismo tiempo, durante los años 80, se formó en los países desarrollados una especie de aristocracia obrera conformada por la mano de obra cualificada y empleada en tareas de supervisión, que pasaron a tener un ingreso bruto del triple que los trabajadores en peor situación. Por lo general, la clase obrera más beneficiada consideraba que con sus impuestos estaba subsidiando a los “subclase”, a aquellos que vivían del sistema de bienestar público. Así, los trabajadores cualificados y respetables se convirtieron en partidarios de la derecha política y se marcharon de los centros de la ciudades, al mismo tiempo que las industrias se mudaban a la periferia y al campo, dejando que los viejos barrios urbanos de clase trabajadora se convirtieran en centros de marginados con problemas sociales y dependientes de los subsidios públicos.
Un cambio importante que afectó a la clase obrera fue el papel de una importancia creciente que pasaron a desempeñar las mujeres. A finales del siglo XX, el trabajo de oficina, en las tiendas y en determinados tipos de servicios experimentó una fuerte feminización.
La entrada masiva de mujeres casadas en el mercado laboral y la extraordinaria expansión de la enseñanza superior configuraron el renacer de los movimientos feministas, sobre todo en los países desarrollados de los años 60. Así, las mujeres, como grupo, se convirtieron en una fuerza política destacada.
Los motivos por lo que las mujeres en general, y las casadas en particular, se lanzaron a buscar trabajo remunerado tenía que ver con la preferencia de los empresarios por la mano de obra femenina en vez de masculina por ser más barata y tratable, y por el número cada vez mayor de mujeres en el papel de cabezas de familia.
Sin embargo, en el tercer mundo, la gran mayoría de las mujeres de clase humilde permanecieron apartadas del ámbito público, excepto un reducido sector de mujeres excepcionalmente emancipadas y avanzadas, principalmente de clase alta. Este reducido sector de mujeres contaba con un espacio público propio en los niveles sociales más altos, en donde podían actuar de forma más o menos igual que en Europa y Norteamérica.
En el mundo socialista casi la totalidad de las mujeres formaban parte de la población asalariada. El comunismo era un defensor de la igualdad y la liberación femenina.
La revolución cultural
Tradicionalmente, la inmensa mayoría de la humanidad compartía una serie de características, como la existencia del matrimonio conyugal, la superioridad del hombre por sobre la mujer, de los padres sobre los hijos y de las generaciones más ancianas sobre las más jóvenes. El patrón básico de la sociedad occidental durante los siglos XIX y XX fue la familia nuclear (la pareja con hijos). Sin embargo, a fines de los años 70, la cantidad de divorcios era cinco veces mayor que en 1960.
La cantidad de gente que vivía sola también empezó a multiplicarse y la típica familia nuclear occidental pasó a estar en franca minoría.
La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes públicas acerca de la conducta sexual, la pareja y la procreación. Durante los años 60 y 70 se dio una liberalización extraordinaria tanto para los heterosexuales como para los homosexuales. En Gran Bretaña, la mayor parte de las actividades homosexuales fueron legalizadas, y unos años más tarde en EEUU. Estas tendencias no afectaron por igual a todas las regiones del mundo. El divorcio era mucho menos corriente en la península ibérica y en Italia, y aún menos en América Latina.
Al mismo tiempo surgió el auge de la cultura juvenil, que indicaba un profundo cambio en la relación existente entre las distintas generaciones. Los jóvenes se convirtieron en un grupo social independiente y radical en concepto político. El surgimiento del adolescente como agente social consciente, recibió un reconocimiento cada vez más amplio por parte de los fabricantes de bienes de consumo. Se crearon tensiones entre los jóvenes y sus padres y profesores que insistían en tratarlos como menos adultos de lo que ellos creían ser.
La juventud pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta sino como la fase de pleno desarrollo humano.
La segunda novedad de la cultura juvenil es que esta paso a ser dominante en las economías desarrolladas de mercado, gracias a la velocidad del cambio tecnológico que daba a la juventud una ventaja sobre edades más conservadoras, no tan adaptables. Los nuevos ordenadores y sus nuevos programas los diseñaba gente de veintitantos. La generación que no había crecido con ellos se daba cuenta de su inferioridad respecto a las generaciones que si lo habían hecho.
El surgimiento de esta nueva cultura estaba relacionada con la prolongación de la duración de los estudios y la aparición de grandes conjuntos de jóvenes que convivían en grupo dentro de las universidades. Incluso aquellos que entraban en el mercado laboral al término del período mínimo de escolarización gozaban de un poder adquisitivo mucho mayor que sus predecesores, gracias a prosperidad y el pleno empleo de la edad de oro.
La cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido de una revolución en el comportamiento y las costumbres, en el modo de disponer del ocio y en las artes comerciales. Sus dos características más importantes son que era una revolución populista e iconoclasta. Populista porque provenía de los sectores populares e inspiraba a los niveles sociales más altos. Iconoclasta porque buscaba romper con las ataduras del poder, las leyes y normas de estado y los valores tradicionales. Las formas más evidentes de llevar a cabo esta liberación eran las drogas y el sexo, en forma más pública.
La importancia principal de estos cambios es que rechazaban la vieja ordenación histórica de las relaciones humanas dentro de la sociedad.
La revolución cultural de fines del siglo XX debe entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad. Las instituciones más afectadas por este nuevo individualismo fueron la familia tradicional y las iglesias tradicionales de occidente. La liberación de la mujer, o más exactamente, la demanda por parte de las mujeres de más medios de control de natalidad, incluido el aborto y el derecho al divorcio, abrió la brecha más honda entre la iglesia y la familia.
La revolución cultural se hizo sentir con más fuerza en las economías de mercado industrializadas y urbanas del capitalismo.
El tercer mundo
A partir de 1950 la población mundial creció a un ritmo sin precedentes, especialmente en los países más pobres del mundo. Esta explosión demográfica se dio en esos países porque su tasa de natalidad solía ser mucho más alta que la de los países desarrollados y porque los índices de mortalidad cayeron en picada a partir de los años 40, gracias a las innovaciones médicas y farmacológicas. Un efecto secundario de este fenómeno fue el aumento de la diferencia entre ricos y pobres, avanzados y atrasados.
El predominio de los regímenes militares o la tendencia a ellos, unía a los estados del tercer mundo, sin importar sus modalidades políticas o constitucionales. La situación de los estados tercermundistas era mucho más favorable a una intervención militar, sobre todo en aquellos de creación reciente, débiles y en ocasiones diminutos. La política de los militares solía llenar el vacío que dejaba la ausencia política o de servicios ordinarios.
A partir de los años 50, se produce una enorme migración del campo a la ciudad. El atractivo de la ciudad residía en las oportunidades que ofrecía de educar y formar a los hijos. En la ciudad, éstos podían llegar a ser algo, la posibilidad de una vida mejor.
Hasta los años 60, la población rural del resto del mundo, además de América del Sur, veía la modernidad como algo amenazante. Sin embargo, a partir de la política de desarrollo económico conocida como la reforma agraria, la modernización comenzó a resultarles más atractiva. Esta política general de los países agrarios podía implicar la división y reparto de latifundios entre el campesinado y los jornaleros sin tierra, la abolición de regímenes de propiedad y servidumbres de tipo feudal, la nacionalización y colectivización de la tierra.
Para los modernizadores, las ventajas de la revolución agraria eran políticas (ganar el apoyo del campesinado para regímenes revolucionarios o para regímenes que evitaran la revolución), ideológicas y a veces económicas. La reforma agraria demostró que el cultivo de tierra por los campesinos podía ser tan eficiente y más flexible que la agricultura latifundista tradicional, las plantaciones imperialistas y que cualquier intento de practicar la agricultura con métodos industriales. Pero el argumento más poderoso a favor de la revolución agraria no se basaba en la productividad sino en la igualdad. De hecho, la gran desigualdad social de América Latina guarda una gran relación con la ausencia de reforma agraria en muchos de sus países.
Los estados poscoloniales que surgieron después de la segunda guerra mundial, junto con la mayor parte de Latinoamérica, se vieron agrupados con el nombre de “tercer mundo”, con el fin de distinguirlos del “primer mundo”(países capitalistas desarrollados) y el “segundo mundo” (países comunistas).
En los años 70 se hizo cada vez más evidente que un solo nombre no podía abarcar adecuadamente a un grupo de países cada vez más diferentes. El tercer mundo había dejado de ser una entidad única. En primer lugar, lo que lo dividió fue básicamente el desarrollo económico. El triunfo de la OPEP en 1973 generó por primera vez un grupo de estados del tercer mundo, en su mayoría atrasados y hasta entonces pobres, en supermillonarios a escala mundial. En segundo lugar, parte del tercer mundo se estaba industrializando rápidamente hasta unirse al primer mundo, a pesar de que continuaran siendo mucho más pobres.
En los años 70, los observadores empezaron a llamar la atención sobre la nueva división internacional del trabajo, es decir, sobre el traslado de las grandes empresas industriales del primer mundo de parte o de la totalidad de la producción o de los suministros e incluso de procesos de fabricación muy complejos hacia el segundo o tercer mundo. La revolución del transporte y de las comunicaciones hizo que este proceso fuese posible y rentable al mismo tiempo. El fenómeno se debió también a los esfuerzos de los gobiernos del tercer mundo por industrializarse incluso a expensas de la protección tradicional del mercado interno.
En tercer lugar, emergieron una serie de países que resultaban difíciles de describir ya que su pobreza y atraso cada vez mayores era todavía más evidente. Una gran cantidad de estos países se encontraba en el continente africano. El fin de la guerra fría los privó de la ayuda económica militar que había convertido a algunos en campos de entrenamiento militar y en eventuales campos de batalla.
Además, con el aumento de la división entre los pobres, la globalización de la economía produjo movimientos migratorios desde los países pobres hacía los países ricos y más adelante, durante los años 70 y 80, un nuevo torrente de hombres, mujeres y niños que huían de la guerra, el hambre y la persecución política.
El gran avance de la economía del mundo capitalista y su creciente globalización situó a la práctica totalidad de sus habitantes en el mundo moderno. Pueblo y ciudad se entremezclaron. La idea de modernidad pasó de la ciudad al campo a través de la revolución verde, esto es, al cultivo de variedades de cereales diseñadas científicamente capaces de alcanzar altos rendimientos por medio del uso de fertilizantes, pesticidas y riego, la cual se difundió a partir de los años 60.
El tercer mundo y la revolución
El primer mundo se mantuvo estable política y socialmente cuando comenzó la guerra fría. Por el contrario, el tercer mundo se caracterizó por un período de revoluciones, golpes militares para reprimir, prevenir o realizar la revolución, o cualquier otro conflicto armado interno. Casi desde el principio de la guerra fría, los Estados Unidos intentaron combatir el comunismo soviético por todos los medios, desde la ayuda económica y la propaganda ideológica, hasta la guerra abierta. Esto fue lo que mantuvo al tercer mundo como una zona de guerra, mientras que el primero y el segundo iniciaban una larga etapa de paz.
Durante varias décadas la Unión Soviética adoptó una visión pragmática de sus relaciones con los movimientos de liberación radicales y revolucionarios del tercer mundo, ya que ni se proponía ni esperaba ampliar la zona bajo gobiernos comunistas más allá de los límites de la ocupación soviética en Occidente y de la intervención china en Oriente. Lo que esperaba Kruschev era que el capitalismo fuera enterrado por la superioridad económica del socialismo. Cuando el régimen de Fidel Castro se declaró oficialmente comunista, sorprendentemente la Unión soviética la puso bajo su protección, pero no a riesgo de poner en permanente peligro sus relaciones con los Estados Unidos.
El tercer mundo se convirtió en la esperanza de quienes seguían creyendo en la revolución social. Esto llevó a los liberales europeos de la segunda mitad del siglo XX a apoyar las revoluciones del tercer mundo.
La forma más común de lucha revolucionaria en el tercer mundo era la guerra de guerrillas. Sus tácticas fueron propagadas por ideólogos de la izquierda radical. Mao Tse-tung y Fidel Castro (luego de 1959) sirvieron de inspiración a los activistas. Fidel Castro se rebeló contra el gobierno del general Fulgencio Batista, quien había tomado nuevamente el poder en 1952 y derogado la Constitución. Ganó porque el régimen de Batista era frágil, carecía de apoyo real y estaba dirigido por un hombre al que un largo período de corrupción lo había vuelto inútil. Fidel lo puso en evidencia y sus fuerzas heredaron el gobierno.
Los rebeldes latinoamericanos estaban a la vez a favor de una reforma agraria y en contra de los Estados Unidos, especialmente en América Central.
Aunque radical, ni Fidel ni sus camaradas eran comunistas ni admitían tener simpatías marxistas de ninguna clase. Sin embargo, todo empujaba al movimiento Castrista en dirección al comunismo, desde su ideología revolucionaria hasta su apasionado antiimperialismo estadounidense. Si el nuevo régimen se oponía a los EEUU, podía confiar con la segura simpatía y el apoyo de la Unión Soviética. Además, el Partido Comunista era el único organismo del bando revolucionario que podía proporcionarle cierta organización estatal. Los dos se necesitaban y terminaron acordando. Pero mucho antes de que Fidel descubriera que Cuba tenía que ser socialista y que él mismo era comunista, los Estados Unidos ya habían decidido tratarlo como tal y se autorizó a la CIA a preparar su derrocamiento.
Ninguna revolución podía estar mejor preparada que esta para dar a la estrategia guerrillera una mejor publicidad. El ejemplo de Fidel inspiró a los intelectuales militantes en toda América Latina. Al poco tiempo, Cuba empezó a alentar una insurrección continental. En toda América Latina grupos de jóvenes entusiastas se lanzaron a unas luchas de guerrillas condenadas de antemano al fracaso. La mayoría de los intentos fracasaron casi de inmediato. Las guerrillas pocas veces fueron un movimiento campesino, excepto en América Central y Colombia. Fueron llevadas a las zonas rurales del tercer mundo por jóvenes intelectuales que procedían de la clase media y de la burguesía rural.
La vía guerrillera a la revolución no tenía sentido en los países desarrollados. Sin embargo, las guerrillas urbanas del tercer mundo sirvieron de inspiración a un número creciente de jóvenes revolucionarios del primer mundo.
En los países en que florecía el capitalismo industrial nadie volvió a tomar en serio la idea de la revolución social mediante la insurrección y las acciones de masas. Y sin embargo, en 1968, en el corazón de la sociedad capitalista, los gobiernos tuvieron que hacerle frente, de forma inesperada, a una ola de rebelión que sacudió a los tres mundos, encabezada por la nueva fuerza social de los estudiantes.
Éstos, siendo miembros de las clases instruidas, con frecuencia hijos de la clase media establecida, no resultaban tan fáciles de abatir como los de clases sociales bajas. Así, las revueltas estudiantiles resultaron eficaces, en especial donde, como en Francia, desencadenaron una enorme oleada de huelgas de los trabajadores que paralizaron temporalmente la economía de países enteros.
Pero no eran revolucionarios. Los estudiantes del primer mundo rara vez se interesaban en cosas como derrocar gobiernos y tomar el poder. La revolución de los estudiantes occidentales fue más una revolución cultural, un rechazo a los valores de la clase media.
Cuando las expectativas utópicas de la rebelión original se evaporaron, muchos volvieron hacia los antiguos partidos de izquierda, otros entraron en la profesión académica. En los EEUU, ésta recibió una gran cantidad de radicales político-culturales sin precedentes. Y por último, quienes se veían a sí mismos como revolucionarios, se unieron a organizaciones clandestinas con fines terroristas. Donde se dio de forma más violenta fue en América Latina. Por el contrario, los países socialistas apenas fueron afectados por esta siniestra moda.
Ya nadie esperaba una revolución social en el mundo occidental. La mayoría de los revolucionarios ya no consideraban a la clase obrera industrial como revolucionaria. El futuro de la revolución estaba en las zonas campesinas del tercer mundo, pero el mismo hecho de que sus componentes tuvieses que ser sacados de su pasividad por profetas armados de otras regiones y dirigidos por Castro y Guevara, comenzaba a debilitar la vieja creencia de que los “parias de la tierra” romperían las cadenas por sí mismos. Incluso donde la revolución era una realidad o una probabilidad, ya no seguía siendo universal. Los vietnamitas, los palestinos y los distintos movimientos guerrilleros de liberación colonial se preocupaban exclusivamente por sus propios asuntos nacionales. La prueba más concreta del debilitamiento de la revolución mundial fue la desintegración del movimiento internacional dedicado a ella. Luego de 1956, la Unión Soviética y el movimiento internacional que dirigía perdieron el monopolio de la causa revolucionaria, de la ideología y la teoría que los unificaba. Lo que quedaba del movimiento comunista internacional se desintegró entre 1956 y 1968, cuando China rompió con la Unión Soviética. El fin del movimiento comunista internacional fue también el fin de cualquier tipo de internacionalismo socialista o revolucionario.
Sin embargo, la inestabilidad social y política que generaban las revoluciones proseguía. A principio de los años 70, una nueva oleada de revoluciones sacudía gran parte del mundo, a la cual se le añadiría en los años 80 la crisis de los sistemas comunistas que finalmente concluyó con su derrumbe en 1989. A finales de los 70, esta nueva oleada revolucionaria apuntó directamente a los Estados Unidos cuando Centroamérica y el Caribe (zonas de dominación estadounidense) parecieron virar a la izquierda. La mayor novedad de estas revoluciones era la presencia de sacerdotes católicos marxistas que apoyaron e incluso participaron en las insurrecciones.
Estados Unidos vio estas revoluciones como una ofensiva global de la superpotencia comunista. Además, Washington estaba preocupado por el progreso del armamento nuclear soviético, sumado a la derrota en Vietnam, la cual debilitó considerablemente la posición de Estados Unidos como superpotencia.
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