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Gorz
El gran rechazo
La Globalización fue una respuesta esencialmente política a lo que, hacia
mediados de los años setenta, se llamaba “la crisis de gobernabilidad”. Se
cuestionaba la capacidad del ordenador al mando para realizar sus funciones
y se criticaba cómo las llevaba a cabo. La misma se manifestaba en países
desarrollados, en todos los niveles de la sociedad: en el Estado, las
universidades, empresas, etc. El descontento tomó diversas formas desde 1964
hasta mediados de los setenta: rebeliones del proletariado negro en EE.UU.,
acciones obreras en Italia (huelgas, rechazo de los tiempos impuestos,
secuestro de patrones, rechazo del trabajo en general), triunfo de los
sectores más radicalizados en las universidades alemanas, etc.
El Estado había crecido considerablemente con todas sus nuevas funciones, y
para sustentarse, se tenía que aumentar los impuestos. Éstos aumentarían
proporcionalmente a la rentabilidad de cada ciudadano, por lo que los
empresarios pagarían más que el resto y sentían que financiaban los sectores
públicos, dando como consecuencia, que percibieran menos ganancias. Esto
despertó el descontento de este sector.
Contrariamente a las previsiones de los fundadores del Estado de Bienestar,
las protecciones y prestaciones sociales no habían reconciliado a las
poblaciones con la sociedad capitalista, ni los procedimientos de
negociación y de arbitraje permanentemente desactivaron los antagonismos
sociales. Por el contrario, al intervenir, reglamentar, proteger y arbitrar
en todos los dominios para intentar reactivar la economía, el Estado se
había puesto en primera línea y se encontraba sobredimensionado. Responsable
de todo o casi todo, atacado y solicitado, se había vuelto vulnerable.
En consecuencia, era necesario sustituir ese ordenador demasiado visible y
atacable por un ordenador invisible y anónimo: el Mercado.
En el ámbito empresarial sucedía lo mismo: las grandes administraciones
propias del fordismo, la organización centralizada, jerarquizada, rígida, de
tareas compartimentadas, coordinadas por funcionarios, las hacía
vulnerables. Era necesario que se reemplace ese poder demasiado visible por
subunidades relativamente autónomas que, al coordinarse entre sí,
permitieran economizar costos de organización. Era preciso poner en práctica
una dosis de desregularización.
El éxodo de Capital
La expansión de las economías iba a encontrar, desde comienzos de los años
setenta, límites que las políticas de sostén y de reactivación del
crecimiento no permitían superar. Con la desaceleración de la misma,
aumentaban el peso y la influencia del Estado sobre la sociedad.
Amenazado por la socialización o la estatización, el capital tenía el máximo
interés en poner fin a su acuerdo con un Estado que se había vuelto incapaz
de asegurar la expansión del mercado interno.
El “Imperativo de competitividad” y la necesidad de restablecer la
“gobernabilidad” iban en el mismo sentido: era esencial que el capital se
desligara de su dependencia del Estado y se liberara de las restricciones
sociales; era preciso que el Estado se pusiera al servicio de la
“competitividad” de las empresas, eliminando dichas restricciones y
aceptando la supremacía de las “leyes del mercado”. Sólo de esta forma, las
empresas podrían superar la crisis.
El éxodo del capital, se aceleró desde comienzos de los años setenta con el
desarrollo de las “multinacionales”, que eran firmas que instalaban filiales
de producción en países extranjeros, con el fin de poder acceder al mercado
interno de éstos. Sólo a partir de fines de los años setenta, las trabas de
circulación iban a ser progresivamente abolidas, dando como consecuencia la
transformación de las multinacionales a las transnacionales, mundiales.
Es así como la búsqueda del crecimiento dependía de la importancia de sus
exportaciones, es decir, del aumento de su participación en el mercado
mundial. Esto necesitaba de más liberaciones, que los Estados nacionales
eliminaran las barreras de contención, para así tener la posibilidad de
invertir y de producir en el extranjero, la posibilidad de incidir en los
mercados financieros extranjeros en las condiciones más favorables. El
“imperativo de competitividad” conducía irresistiblemente a la globalización
de la economía y al divorcio entre los intereses del capital y los del
Estado-Nación. Dando por finalizado el “nacionalismo económico”.
El fin del Nacionalismo Económico
La firma es una red transnacional y su centro de coordinación y de decisión
estratégica no tiene nacionalidad más que en apariencia. La firma realiza
sus beneficios allí donde paga menos impuestos o ninguno. Negocia de
potencia a potencia con los Estados nacionales, los pone en competencia y
producen donde obtiene las subvenciones más importantes, las mejores
infraestructuras, una mano de obra disciplinada y barata. Se asegura así una
especie de extraterritorialidad, desposeyendo al Estado nacional de la
soberanía, que es el poder de subir impuestos y de fijar tasas.
Es así como nace el Estado Supranacional, cuyas instituciones son: la OMC
(Organización Mundial del Comercio), el FMI, el Banco Mundial, la OCDE
(Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económica), etc.; quienes
se ocupan de propagar el credo neoliberal. Dicho Estado se encuentra
emancipado de toda territorialidad, no tiene base social ni constitución
política.
La desnacionalización de las economías es resistida por sectores burgueses
tradicionales, por una parte de los sindicatos, en un arco político que va
de la extrema derecha a la izquierda. Para Gorz, la lucha contra el capital
globalizado debe ser también global, porque aisladamente se carece de
posibilidades de cambiar esta orientación.
Posfordismo
El fin del crecimiento fordista dejó a las empresas dos caminos para
intentar escapar del estancamiento: 1) la conquista de nuevos mercados
(mercados “vírgenes” en los países emergentes), 2) la renovación y
obsolescencia acelerada de sus productos (exigía esfuerzos de innovación y
poder producir en series cada vez más cortas a costos más baratos).
Ambas salidas rompían con el modo de producción fordista (que consistía en
la producción de materiales estandarizados por cadenas de montaje en gran
serie para una economía de gran escala). En mercados saturados, era
necesaria la variedad, la novedad, la imagen, etc. No se respondía a la
demanda, sino que se buscaba crearla. De cuantitativo y material, el
crecimiento debía volverse cualitativo e inmaterial. Esto fue permitido por
la robotización y los diseños virtuales.
Las rigideces eran propias del fordismo: rigidez en la organización,
jerarquía fijada, en las normas de rendimientos y de los tiempos, trabajo
parcelado y especialización extrema de la mano de obra. El personal
jerárquico debía organizar e imponer la sincronización y la coordinación.
Esta obsesión por el control se debe a la desconfianza en la administración
hacia la mano de obra que se consideraba estúpida.
En la empresa posfordista se pasa del paradigma de la organización
jerárquica (fordismo-taylorismo) al de la red de flujos interconectados (con
auto-organización descentralizada) de la mano del método de lean production
(producción aligerada) y la filosofía toyotista.
Esta última afirma que resulta indispensable una gran proporción de
autogestión obrera en el proceso de producción para obtener un máximo de
flexibilidad, de producción y de rapidez en la evolución de las técnicas.
Mientras que para el taylorismo, había que combatirlos como la fuente de
todos los peligros de rebelión y de desorden, el ingenio y la creatividad
obreras eran, para el toyotismo, un recurso que se debía desarrollar y
explotar. El trabajo inmediato de producción no es más que un aspecto entre
otros del trabajo obrero; ya no es el más importante: es el resultante, la
aplicación material de un trabajo intelectual.
Gorz se pregunta si el Posfordismo implica una sujeción mayor al provocar
casi una identificación total del trabajador con los intereses de la empresa
o si, al contrario, ofrece un espacio de autonomía para el poder obrero. Se
responde luego que es una tensión siempre presente y que depende del
contexto histórico, político y económico.
El sometimiento
Gorz afirma que sólo la superación de las relaciones capitalistas de
producción permitirá realizar el potencial liberador del postaylorismo.
Los capitalistas que aplican criterios posfordistas se ocupan de que los
empleados contratados no tengan pasado sindical o de lucha, imponen bajo
contrato el compromiso de no hacer huelga y de no adherir a un sindicato que
no sea de la casa, obreros despojados de su identidad de clase. A cambio,
ofrecen una identidad de empresa de la mano de la cultura de la empresa y en
el patriotismo de la empresa. Exige darse en cuerpo y alma a la empresa, la
cual le dará una identidad, pertenencia, personalidad y un trabajo del cual
sentirse orgulloso. También impone un control social reforzado,
convirtiéndose en su único lazo con el colectivo de trabajo, presentando el
peligro de la pérdida total de sí.
Gorz sostiene que hay una regresión en relación con el fordismo. Porque el
toyotismo reemplaza las relaciones sociales modernas por relaciones
premodernas. El fordismo era moderno porque reconocía el antagonismo de
intereses entre capital y trabajo, la no pertenencia de los trabajadores a
la empresa, sólo un contrato los liga para realizar determinada tarea en
determinados horarios.
Bajo el imperativo de competitividad, se plantea por principio que la
pertenencia del trabajador a la empresa debe prevalecer por sobre su
pertenencia a la sociedad y a su clase, que el derecho de la empresas por
sobre “sus” trabajadores debe prevalecer sobre los derechos sociales y
económicos. Exige la devoción incondicional.
Este análisis lleva a preguntarse si esta servidumbre absoluta de toda
persona no contradice de manera explosiva la iniciativa, creatividad y
autonomía con las cuales la persona se debe comprometer. Se le exige a los
trabajadores ser sujetos autónomos de la producción, pero confinar su
autonomía dentro de límites predeterminados, al servicio de finalidades
preestablecidas.
Autonomía y venta de sí
“Autonomía en el seno de la heteronomía”.
Teóricamente, el trabajador autónomo en y por su trabajo debería tender
tarde o temprano a rechazar ser reducido a su función productiva. Esta idea
es sostenida por teóricos de “la intelectualidad de masa”, quienes postulan
que la subjetivación en el trabajo producida por el Posfordismo permitiría
que los sujetos capten intelectualmente el proceso productivo como totalidad
y arriben luego su liberación.
Gorz afirma que es un delirio teórico ya que la autonomía en el trabajo es
poca cosa en ausencia de una autonomía cultural, moral y política que la
prolongue y que no nace de la cooperación productiva misma, sino de la
actividad militante y de la cultura de la insumisión, la rebelión, de la
fraternidad y del debate libre.
El capital a través de la presentación de las relaciones de producción, del
desempleo, de la precarización laboral como fenómenos naturales, ha impuesto
las condiciones sociales y culturales que permiten someter al trabajador.
Es así como la fábrica deja de ser el terreno del conflicto central, y éste
se encuentra en todos los espacios donde la información, el lenguaje, el
modo de vida y las modas se configuran por las fuerzas del capital, del
comercio y de los medios de comunicación.
El Posfordismo produce también las condiciones ideológicas, lo cual pasa con
aquellos que se entregan a tareas creativas y “gratificantes”, pero para
desarrollar los intereses del capitalista. Pues lo que producen no es un
resultado objetivado, aislable de su persona, sino la puesta en obra de
recursos propios de su persona, de sus “talentos”, significa la venta de sí.
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