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- Hoy están en crisis los conceptos de ciudadanía, de tolerancia, de igualdad, de soberanía, y como lo señala Capella “las disfuncionalidades de las instituciones representativas y la disipación de voluntad democrática son símbolos de la obsolencia del estado de la modernidad y de la inadecuación de las categorías filosófico-jurídicas acuñadas desde los siglos XVI y XVII”[1].
Las tentativas de redefinir estas nociones, la deconstrucción de las categorías cristalizadas, la reasignación de sentidos a través de los cuales el derecho opera en los más diversos aspectos de la vida social, implica una intervención política desde la especificidad de lo jurídico y esto compete, en buena parte, a los jueces y juristas.
Si se quieren ensayar prácticas distintas, habrá que explicitar la relación entre el derecho y la democracia. Jacques Derrida y Norberto Bobbio aluden, desde lugares y concepciones filosóficas diversas, a esta problemática cuestión: “¿Cómo conjugar- dice Derrida- el acto de justicia que debe referirse siempre a una singularidad, individuos, grupos, existencias irremplazables, el otro o yo como el otro en una situación única, con la regla, la norma, el valor, o el imperativo de justicia que tienen necesariamente una forma general? Dirigirse al otro en la lengua del otro es la condición de toda justicia posible, pero esto parece rigurosamente imposible…”[2]. “Para superar el modelo es necesario tener conciencia de la diversidad y comprensión del tiempo histórico” sostiene Bobbio.
El encargado de administrar justicia debe realizar la conjunción entre lo singular y lo general, hacer lo imposible. Quien es juez puede negar ese saber y tranquilizarse diciendo que “actúa conforme a derecho” o puede hacerse cargo de la angustia que todo acto de juzgar supone y procurar lo imposible. El teórico del derecho que asume la “conciencia de la diversidad” y “comprensión del tiempo histórico” no se contenta con manipular normas. La dimensión de la función judicial que está implicada en el interrogante Derridiano y la idea de Bobbio no serán descubiertas por quien no cambie su mirada teórica y no esté dispuesto a superar los obstáculos epistemológicos que han convertido a los juristas en una especie de tribu endogámica en el campo de las cs. Soc. La teoría que formule un cuestionamiento profundo del derecho, la justicia y la política, y trastoque el mundo conceptual de lo jurídico, será valiosa en el proyecto de profundizar el orden democrático, tornándolo más plural y más participativo.
- Las teorías críticas se preguntan acerca de los temas omitidos por el pensamiento jurídico que va de Ihering a Kelsen, pasando por Weber, producen una ruptura de carácter epistemológico porque abandonan un modelo explicativo y lo sustituyen por un modelo dialéctico-comprensivo.
Los grandes paradigmas jurídicos de la modernidad tienen como fundamento una visión matematizante. También coinciden en la absolutización de lo jurídico, en un primer caso, con fundamento en Dios, en la naturaleza y en la razón o, por otro lado, con fundamento en una hipótesis gnoseológica-trascendental, una norma o una ficción. Los críticos, en cambio, comparten la idea de que la ciencia del derecho interviene en la producción de su objeto y lo construye, en tanto lo explica mediante categorías y conceptos. Participa en la realización de las funciones sociales que le atribuye y fundamenta las ficciones que lo estructura. Hay una serie de discursos jurídicos típicos “como la ley”.
Los críticos oponen a un concepto reduccionista del derecho, la concepción que lo caracteriza como una práctica discursiva, que es social (como todo discurso) y específica (porque produce sentidos propios y diferentes a los de otros discursos), y que expresa los niveles de acuerdo y conflicto propios de una formación histórico-social determinada.
El derecho es un discurso social que dota de sentido a las conductas de los hombres y los convierte en sujetos, y opera como gran legitimador del poder que se impone a través de las palabras de la ley. Éste discurso jurídico instituye, dota de autoridad y faculta a hacer o no hacer.
El derecho legitima al poder en el Estado y la vida social, a través de la consagración explícita de quiénes son sus detentadores reconocidos. También lo hace de manera más sutil, cada vez que dice con qué mecanismos es posible producir efectos jurídicos: “Sólo algunos y bajo ciertas condiciones podrán ser/ hacer… legalmente.” ej. Casarse, morir.
Se trata de un discurso que, paradojalmente, al tiempo que legitima las relaciones de poder existentes, sirve para su transformación. Cargado de historicidad y de ideología, deposita en el imaginario colectivo, las ficciones y los mitos que dan sentido a los actos reales de los hombres. Remite para su comprensión al poder y a la violencia. Discurso que incluye a la ciencia que pretende explicarlo. Es en sí mismo dispositivo de poder, que reserva su saber a unos pocos y hace del secreto y la censura sus mecanismos privilegiados.
La estructura del discurso jurídico, encubre desplaza y distorsiona el lugar del conflicto social y permite al derecho instalarse como legitimador del poder, al que disfraza y torna neutral. “El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en la proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos. (…) Para el poder el secreto no pertenece al orden del abuso, es indispensable para su funcionamiento.”[3]
El discurso del derecho es ordenado y coherente. Genera seguridad y confianza a aquellos a quienes su mensaje orienta. Es un discurso peculiar, que aparece como autosuficiente y crea la impresión de que su origen y su organización sólo requieren de la razón para ser aprehendidos, y que su modo de creación y aplicación depende exclusivamente de su forma. Es un discurso que exhibe uno de sus aspectos como si éste fuera la totalidad: La norma. No es por error que el sentido común y la teoría jurídica han coincidido tantas veces en la historia de la ciencia y de la sociedad, identificando el derecho con la ley y en la posibilidad de pensarlo separado de lo social y lo ideológico.
Los críticos cuestionan la tradición teórico-jurídica que enfatizó los aspectos formales del derecho, olvidando sus aspectos finalistas. Advierten, asimismo, que es la propia estructura del discurso jurídico la que enmascara y disimula el poder, habilita las interpretaciones que garantizan ese ocultamiento y contribuye a la preservación de la relación entre derecho y poder.
Las reglas de producción del discurso jurídico son reglas de atribución de la palabra, que individualizan a quienes están en condiciones de “decir” el derecho. Ese discurso, hoy, se compone de tres niveles: 1° Órganos autorizados para crear las normas (leyes, decretos, resoluciones, contratos). 2° Teorías, doctrinas, opiniones que resultan de la práctica de los juristas y por el uso y la manipulación del primer nivel (en éste nivel hay que incluir a la labor de los juristas a los abogados, escribanos y demás operadores del derecho). 3° Parte más oculta y negada del discurso del derecho que se revela en las creencias y los mitos que se alojan en el imaginario social, sin el cual el discurso del orden se torna inoperante.
El derecho organiza un conjunto completo de mitos, ficciones, rituales y ceremonias que tienden a fortalecer las creencias que él mismo inculca y fundamenta racionalmente y que se vuelven condición necesaria de su efectividad.
El derecho es un saber social diferenciado que atribuye a los juristas, jueces, legisladores, “la tarea de pensar y actuar las formas de administración institucionalizadas, los procedimientos de control y regulación de las conductas. Ellos son depositarios de un conocimiento técnico correlativo al desconocimiento de los legos sobre quienes recaen las consecuencias jurídicas del uso de tales instrumentos. (…) La opacidad del derecho es, una demanda objetiva de la estructura del sistema y tiende a escamotear el sentido de las relaciones estructurales establecidas entre los sujetos, con la finalidad de reproducir los mecanismos de la dominación social.”[4]
- Este discurso oculta el sentido de las relaciones sociales e/ hombres y reproduce los mecanismos de la hegemonía social. La pregonada neutralidad del jurista es sólo una fantasía. Los juristas críticos restauran el vínculo entre el derecho y la política. Toda fuerza de reduccionismo teórico pierde fuerza explicativa.
El mundo se torna más global y dividido. Los modos de exclusión y asimetrías crecen aceleradamente. El estado resultante de la nueva distribución de poder mundial ha tirado por la borda las adquisiciones del Estado de Bienestar y del populismo distribucionista.
El escepticismo, el miedo y la indiferencia caracterizan este fin de siglo y para muchos, perdidas las certezas, nada queda por hacer. Sin embargo, paradójicamente, en medio de este ambiente posmoderno, se ha vuelto a discutir acerca de la democracia. Tal vez porque, como decía Norberto Bobbio, pese a sus promesas incumplidas y a los obstáculos imprevistos, todavía la democracia exhibe ventajas y diferencias relevantes con los regímenes autoritarios. Los juristas críticos creemos que hay que “remitir la cuestión de la decisión y la política al campo de la democracia y plantear a su vez el papel de lo jurídico en la recuperación de la democracia como horizonte real, no sólo formal, de las relaciones sociales.”[5] En esa empresa no podemos eludir “el escollo que representa la debilidad constitutiva de la democracia: su condición de sistema circular de legitimidad, garantías y controles, que no se encuentra nunca fundamentado.”[6]
Una nota esencial de la democracia es la posibilidad de cuestionamiento ilimitado de su organización y de sus valores, que nunca alcanzan un estatuto definitivo, y de allí proviene su extrema e insalvable vulnerabilidad y su inescindible vínculo con el derecho. Pietro Barcellona dice que “la democracia se atribuye a sí misma la decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, los relativos a la necesidad de la pluralidad de razones (…) El tema del conflicto evoca el tema de la elección entre alternativas posibles (…) y abre la cuestión democrática en su punto más alto. No se trata de seleccionar mediante la competencia electoral a los representantes del poder legislativo, ni de aprobar o ratificar derechos emitidos, se trata de dar forma al conflicto. (…) Una democracia que decide, presupone el conflicto que la decisión disuelve y redefine en sus términos…”[7]
Lefort se refiere a la indeterminación radical del sistema democrático, donde el poder aparece como un lugar vacío. La sociedad enfrentada a su pérdida de fundamento, encuentra en el derecho una red de ficciones, mitos y rituales que, desde lo simbólico, legitiman el orden democrático, definen la identidad de los individuos que la componen y articulan las relaciones de hombres y grupos en una peculiar conformación. La democracia da legitimidad a lo provisorio, a lo cambiante. Exhibe la precariedad y los límites que la caracterizan y, simultáneamente, consagra y declara un plexo de valores absolutos.
El discurso del derecho provee esa garantía de orden y seguridad en un contexto que se organiza en torno a la incerteza y a la indeterminación, pero lo hace “ilusoriamente”, porque no hay nada que asegure la perdurabilidad de un sistema que por su propia naturaleza es siempre cuestionable. Siguiendo las palabras de Emilio Resta, “Hoy la legalidad tomada en serio, constituye más que nunca el poder de los sin poder. Hoy una política de la legalidad es la más radical de las revoluciones posibles, además de la primera de las revoluciones necesarias. La figura irrenunciable de la democracia no es el que consiente sino el disidente. El consenso es un principio decisivo, pero sólo vale en el horizonte de una legalidad rigurosa que reclama, al mismo tiempo, reconocimiento para el disidente e intolerancia con el que viola la ley, tanto mayor cuanto más grande sea su poder.”
[1] Capella, 1993.
[2] Derrida, 1989.
[3] Foucault.
[4] Cárcova, 1996.
[5] Barcellona, 1992.
[6] Lefort, 1990.
[7] Barcellona, 1992.
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