Altillo.com > Exámenes > UBA - Derecho > Teoría del Estado

Teoría del Estado Resumen de Olivieri: La noción de justicia en los orígenes del pensamiento griego Cátedra: Ortiz - Gabriel 2º Cuat. de 2010 Altillo.com

La noción de justicia en los orígenes del pensamiento griego

Francisco Olivieri

 

Con tres nombres se designó a la justicia en el mundo griego en los siglos del VII a. C al IV a. C: themis, dike y dikaiosyne; el tercero es posterior, y es en ese caso el que mejor corresponder morfológicamente a nuestro abstracto de "justicia". Dike y Themis, aparecen a veces personificados, son también nombres propios, nombres de divinidades.

Los dioses constituían para los griegos el universo mismo: eran formas divinas, omnipresentes, que revelaban lo esencial y verdadero que había en el. Podían los griegos contemplar el universo, porque precisamente esas formas divinas se lo revelaban y les abrían los ojos para mirarlos y comprenderlo. En cuanto a su origen, las creencias mítico-religiosas de los griegos provenían de una amalgama entre los cultos indígenas de la cuenca egea y las creencias de las tribus invasoras. Ambas vertientes respiraban atmósferas diferentes: deriva la una de cultos étnicos, agrícolas y siendo propicia al arrebato místico y al éxtasis; la otra provenía de una raza de guerreros conquistadores que proyectaba en sus dioses los rasgos de su carácter y de sus fuertes personalidades, configurando en el panteón de esos seres divinos un determinado tipo de orden y de sociedad.

Themis y dike eran, a la vez, personalidades mitológicas, objeto de culto y trasunto de sentimientos religiosas. Themis, abarcaba el orden total de la vida que descansaba en la tradición, orden dentro de cuyos límites se desenvolvía el obrar humano, y que comprendía tanto las costumbres como los usos del ámbito.

A Themis, se le honraba especialmente en Delfos, pero no únicamente. Era una diosa de oráculos, que en su caso resultaban más bien consejos, indicaciones, que predicciones o profecías. Era la consejera de lo que convenía hacer para alcanzar algo, y más que la necesidad, presidía la convivencia bien entendida a las exigencias tribales que acompañan al culto de las fuerzas de la tierra. Estaba a su cargo, la vigilancia de la conducta humana en general: el respeto por las leyes, el cuidado de los dioses, la fidelidad al juramento, la piedad filial, la fe conyugal, los deberes de hospitalidad, etc. porque todos ellos constituían el orden social. Dike, tiene la figura del decreto divino y, en el mundo de los hombres, de algo así como la sentencia judicial.

Las dos vertientes de las creencias mítico-religiosas griegas estaban representadas a través de estas divinidades: la divinidad etónica -Themis-, ingresada en el Olimpo, mantiene su carácter: es la justicia en tanto inspiradora y consejera de un orden visto como natural y cósmico; en cambio, Dike representaba la legalidad como necesidad, encarnaba la fuerza de la legalidad que es menester que se mantenga en las cosas y se imponga en los actos humanos. Aunque ambas se daban juntas en el mundo divino y humano como figura de la justicia, no se confundían.

El ideal es el orden propio de una clase social determinada, de una aristocracia. Naturaleza y sociedad -orden físico y moral- son para ella ámbitos coincidentes de una misma regularidad: n se concibe la posibilidad de patrones diferentes para un orden humano y otro divino. Podrá, ciertamente, haber grados, pero el orden será en el fondo el mismo. Podrá el lenguaje en que se expresa, arraigado en metáforas sociales o humanas, sugerir erróneamente distinciones o proyecciones de modelos mundanos al orden cósmico. Pero lo cierto es que nos encontramos aquí frente a lo que ellos perciben como una totalidad congruente que ni siquiera imaginaron susceptible de división. De allí, que la justicia no sea considerada como otra cosa que la naturaleza misma de las cosas, ni humana exclusivamente, ni divina exclusivamente. Es el modo inmutable y eterno que gobierna el ser de todo.

En la noción de physis, se encierra el surgir y el ser propio de todo: el brotar y el permanecer y el permanente brotar que permanece. En él están comprendidas conjuntamente nuestras concepciones posteriores de ser y de devenir.

Esas physis se manifiestan a través de la interacción de consecutivos contrarios: se despliega en una ordenada secuencia de sucesivas "supremacías" que configuran un autorregulado equilibrio. Esa interacción exhibe un orden inmanente. Equilibrio y orden que no son otra cosa que justicia, entendida así como reciprocidad inherente a toda oposición y enfrentamiento, reciprocidad que se concede y se exige en todo.      Esa reciprocidad comporta una fuerza que no puede ser sino la del designio o sentencia; es dike, que se nos exhibe como dimensión que todo lo "envuelve".

Kosmos es una palabra que designa a la realidad, a todo lo que hay, pero la revela como una comunidad de cosas sujetas a un orden, a una legalidad. Es esa congruencia o legalidad la que manifiesta, de otro modo, la palabra armonia, cuya connotación musical es posterior y derivada.

La justicia (dikaiosyne) consistía en una cierta determinación o propiedad (páthos) de los números: la del primera número cuadrado, que es un producto de factores iguales, con lo que la justicia era para los pitagóricos "lo recíprocamente proporcionado". Semejante principio, naturalmente, se aplicaba a todo tipo de relaciones (el delito y la pena, la distribución de las cosas comunes, etc.), ya que todas respondían a ese patrón matemático. Con ello la justicia quedaba caracterizada matemáticamente como una relación de igualdad o de proporcionalidad, y no era sólo algo inherente a la realidad misma, sino una regla de ella, que cubría tanto el ámbito natural como el social.

Dike, llega, en cuanto justicia, hasta a enfrentarse con el derecho positivo, con la ley establecida por los hombres cuando ésta no es justa. El papel que le asigna Heráclito a Dike es, por una parte el de una personificación de la noción de justicia cósmica, donde ningún elemento del todo puede exceder su función. Por otra parte, el de un poder al que no es posible substraerse de ninguna manera.

Hay, pues, un principio fundamental de tensión y oposición que nos indica Heráclito que es común, o sea, omnipresente, y que constituye la estructura dinámica básica de toda la realidad. Conforme a él, todas las oposiciones que a los ojos humanos de la mera sensibilidad se muestran como antagónicos, se reducen, sin embargo, abarcándolas con la mente, a una unidad, que no significa identificación, sino correlatividad unificadora de esos antagonismos.

Justicia es, para Heráclito, una de las tantas denominaciones pragmáticas que él emplea para tratar de designar, pero sobre todo apuntar, calificando desde ángulos diferentes a esa estructura dinámica de la realidad, que, precisamente por ser común, sólo admite una pluralidad siempre insuficiente de aproximativas designaciones.

Había un segundo componente que comenzaba a manifestarse en la noción hesiódica de justicia. Es el social y político, que tiene que ver con las clases y grupos dominantes y sus conflictos con los estratos inferiores. La oposición creciente entre una aristocracia que decae, y para la cual la justicia sólo se concebía como Themis, y las aspiraciones de campesinos y sobre todo de ciudadanos que orientan sus ideales conforme a un nuevo patrón: aquello que favorece o perjudica a la ciudad misma en cuanto tal.

La ciudad -la polis- no fue desde luego, un invento griego; su dimensión humana, en cambio, sí. Supo constituirse en el lugar del hombre, al saber conjugar, como tantas veces se ha repetido, el impulso creador del individuo con la energía unificadora de la comunidad.

El concepto de eumonia es fundamentalmente el de un firme ordenamiento, que aleja toda posible hybris a través de la disciplina, la moderación y el equilibrio. Solón, convence por igual al rico y al pobre de que el desorden (dysnomia) social es enemigo de ellos y del común interés de la ciudad, porque sólo lleva a sojuzgamientos y no a un equilibrio adecuadamente moderado de las relaciones.

Tres hechos inciden después en la noción de justicia, particularmente en la polis ateniense, que es, evidentemente, un centro algo artificioso, pero que la mayor abundancia de datos ha llevado siempre a privilegiar: la reforma democrática de Clístenes (509-507), las guerras médicas (500-479) y las guerras del Peloponeso (431-404).

Clístenes tampoco creó la democracia ateniense: logró, en todo caso, las condiciones que permitieran el surgimiento de ella, haciendo a todos los ciudadanos iguales ante la ley y tratando de hacer de la ley, la expresión de la voluntad de los ciudadanos. Buscó con ello producir una alianza entre aristocracia y pueblo. A través de ellas, en efecto, Atenas cobra conciencia de sí misma: su triunfo demuestra que su causa es justa, o sea, que su organización está presidida por la justicia. Los persas son, a sus ojos, los portadores de la desmesura. La justicia, más que obra de pensadores, es vista así como fruto de las propias instituciones atenienses.

Las guerras médicas fueron también, a su modo, una experiencia religiosa: la del castigo divino de quien busca un poder excesivo. Porque es justicia también, respetar la justicia de otras ciudades.

Concebida la justicia como conciliación entre libertad y autoridad, depende en parte de la voluntad de los hombres y es expresión también de la voluntad divina. Es conjunción de conducta humana y compasión divina por la debilidad del hombre. Desde luego, a este equilibrio no es ajeno el dolor, pero éste es la via que asegura el triunfo sobre la desmesura.

En el momento de auge de las diferentes direcciones sofísticas que pululan Atenas, la Dike, instalada en el ágora, suele olvidarse de sus orígenes, tiempos en que ciertos sectores creen poder prescindir de ese fundamento o fuerza divina en el orden social y relegar la justicia únicamente al ámbito humano.

La sofística es un movimiento muy grande y mucho más rico y matizado de lo que corrientemente se suele pensar. No resulta fácil hablar de la sofística sin tener en cuenta que una de las principales fuentes de información de que disponemos es Platón, precisamente quien se dedicó a combatir tanto sus tesis como la actitud de sus distintos representantes en buen número de diálogos. Al tratar de las ideas de justicia en Platón, surgirán con toda naturalidad, aquellas posiciones antagónicas que éste ataca, y podría resultar ociosa una reiteración.

En primer lugar, hemos señalado la raigambre mítico-religiosa de la noción de justicia en los orígenes del pensamiento griego. Su despliegue como regularidad cósmica en la figura inicial de themis y su concentración, después, en dike, una figura de naturaleza más legal, que sin olvidar nunca su alcurnia divina, tiende a circunscribirse más a la esfera humana, ya desde Hesíodo, y más en la ciudad, como institución fundamental del hombre, sobre todo a partir de Solón. En segundo lugar, la creencia constante en la justicia como un principio constitutivo de toda la realidad, es decir, una instancia que, además de ser inherente, es así mismo una exigencia tanto de lo natural como de lo social. En ambos dominios, en efecto, el patrón es único: su función es siempre reguladora, equilibradora y compensadora de tensiones opuestas. La justicia, en tercer lugar, no se separa de la noción de medida o proporcionalidad y se opone siempre a exceso o desmesura. La inevitabilidad o inexorabilidad de la justicia, en cuarto lugar, entendida prácticamente a la manera de un principio metafísico del universo, va ganando riqueza y flexibilidad, incorporando desde Hesíodo una dimensión humana con el valor del trabajo, desde Solón una dimensión cívica, con la exigencia del buen orden en la polis, y desde Esquilo una dimensión piadosa y hasta de necesaria compasión al conjugar el reconocimiento del hombre como criatura limitada y el poder y la clemencia de los dioses. En la apenas nombrada sofística, por última, la justicia habrá de adquirir casi una figura exclusivamente delineada por la razón humana.