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Resumen de "Los Años Dorados" |  Historia Económica y Social General (Cátedra: Ferronato - 2017)  |  Cs. Económicas |  UBA
LOS AÑOS DORADOS


Para los Estados Unidos, que dominaron la economía mundial tras el fin de la segunda guerra mundial, no fue tan revolucionaria. No sufrieron daño alguno, su PNB aumentó en dos tercios y acabaron la guerra con casi dos tercios de la producción industrial del mundo. Además, su comportamiento durante los años dorados no fue tan impresionante como el crecimiento de otros países, que partían de una base mucho menor. Entre 1950 y 1973 los Estados Unidos crecieron más lentamente que ningún otro país industrializado con la excepción de Gran Bretaña. En realidad, para aquellos, económica y tecnológicamente, ésta fue una época de relativo retroceso más que de avance. La diferencia es productividad por hora trabajada entre los Estados Unidos y otros países disminuyó.
La recuperación tras la guerra era la prioridad absoluta de los países europeos y de Japón. En los estados no comunistas la recuperación también representaba la superación del miedo a la revolución social y al avance comunista.
No fue hasta los años sesenta cuando Europa acabó dando por sentada su prosperidad (se generalizó el pleno empleo).
Resulta evidente que la edad de oro correspondió básicamente a los países capitalistas desarrollados. En los años cincuenta el crecimiento económico parecía ser de ámbito mundial con independencia de los regímenes económicos. De hecho, en un principio pareció como si la parte socialista recién expandida del mundo llevara la delantera. El índice de crecimiento de la URSS en los años cincuenta era más alto que el de cualquier país occidental. La Alemania Oriental Comunista, sin embargo, quedó muy atrás de la Alemania Federal no comunista. De todos modos, en los años sesenta se hizo evidente que era el capitalismo, más que el socialismo, el que se estaba abriendo camino.

Pese a todo; la edad de oro fue un fenómeno mundial. La población del tercer mundo creció a un ritmo espectacular (en África, Extremo Oriente, sur de Asia y América Latina). Los años setenta y ochenta volvieron a conocer las grandes hambrunas; pero durante las décadas doradas no hubo grandes épocas de hambruna salvo en China. De hecho, al tiempo que se multiplicaba la población, la esperanza de vida se prolongó. Esto significa que la producción de alimentos aumentó más deprisa que la población, tal como sucedió tanto en las zonas desarrolladas como en todas las principales regiones del mundo no industrializado. A finales de los años cincuenta hubo un aumento per cápita en todas las regiones de los países en vías de desarrollo excepto América Latina que su aumento per cápita fue más modesto.
En los años sesenta siguió aumentando en todas partes del mundo no industrializado pero sólo ligeramente. No obstante, la producción total de alimentos de los países pobres tanto en los cincuenta como en los sesenta aumentó más deprisa que en los países desarrollados.
En los años ochenta la producción de alimentos per cápita en los países subdesarrollados no aumentó en absoluto fuera de Asia meridional y oriental. Ciertas regiones se quedaron muy por debajo de sus niveles de los setenta o incluso siguieron cayendo, sobre todo África, Centroamérica y Oriente Medio.
Mientras tanto, el problema de los países desarrollados era que producían unos excedentes de productos alimentarios tales que, ya no sabían qué hacer con ellos, y en los años ochenta, decidieron producir bastante menos, y compitieron con el precio de los productores de los países pobres.
El mundo industrial, desde luego, se expandió por doquier, por los países capitalistas y socialistas y por el tercer mundo.
En el mundo del socialismo real países puramente agrícolas como Bulgaria y Rumania adquirieron enormes sectores industriales. En el tercer mundo el asombroso desarrollo de los llamados "países de reciente industrialización", se produjo después de la edad de oro, pero en todas partes el número de países dependientes en primer lugar de la agricultura disminuyó de forma notable.
La economía mundial crecía a un ritmo explosivo. Al llegar a los años sesenta, era evidente que nunca había existido algo semejante. La producción mundial de manufacturas se cuadriplicó entre principios de los cincuenta y principios de los setenta; y el comercio mundial de productos elaborados se multiplicó por diez. La producción agrícola mundial también se disparó, aunque sin tanta espectacularidad, no tanto gracias al cultivo de nuevas tierras, sino gracias al aumento de la productividad.

Hubo un efecto secundario de esta extraordinaria explosión que recibió porca atención pero que presentaba un aspecto amenazante: la contaminación y el deterioro ecológico. Durante la edad de oro apenas se fijó nadie en ello salvo los protectores de la naturaleza. La industrialización de los países socialistas se hizo totalmente de espaldas a las consecuencias ecológicas que iba a traer la construcción masiva de un sistema industrial más bien arcaico basado en el hierro y en el carbón. Incluso en occidente, el lema viejo "donde hay suciedad hay oro" aún resultaba convincente, sobre todo para los constructores de carreteras y los promotores inmobiliarios que descubrieron los increíbles beneficios que podían hacerse en especulaciones en el momento de máxima expansión. Un sólo edificio bien situado podía hacerlo a uno millonario prácticamente sin costo alguno, ya que se podía pedir un crédito con la garantía de la futura construcción y ampliar ese crédito a medida que el valor del edificio fuera subiendo. Al final, se produjo un desplome inmobiliario y financiero. Las autoridades tanto del este como occidentales descubrieron que podía utilizarse algo parecido a los métodos industriales de producción para construir viviendas públicas rápido y barato, llenando así los suburbios con enormes bloques de apartamentos anónimos.
Los resultados de la contaminación del siglo XIX fueron cediendo terreno a la tecnología y la conciencia ecológica del siglo XX. En lugar de las inmensas factorías envueltas en humo que habían sido sinónimo de industria, otras fábricas más limpias, más pequeñas y más silenciosas se esparcieron por el campo. Los aeropuertos sustituyeron a las estaciones de ferrocarril como el edificio simbólico del transporte por excelencia.
Sin embargo, el impacto de las actividades humanas sobre la naturaleza sufrió un incremento debido en gran medida al enorme aumento del uso de combustibles fósiles.
Una de las razones por las que la edad de oro fue de oro es que el precio del petróleo era barato (en el período de 1950-1973), haciendo así que la energía fuese ridículamente barata y continuara abaratándose constantemente. Después de 1973, los guardianes del medio ambiente levantaron acta, preocupados, de los efectos del enorme aumento del tráfico de vehículos con motor de gasolina, que ya oscurecía los cielos de las grandes ciudades en los países motorizados, y sobre todo en Estados Unidos.
El "smog" fue su primera preocupación. La producción de productor químicos que afectan la capa de ozono, experimentó un incremento casi vertical. Los países occidentales ricos producían la parte del león de esa contaminación, aunque la industrialización sucia de la URSS produjera casi tanto dióxido de carbono como los Estados Unidos. Per cápita, EEUU seguía siendo el primero con mucho.

En cierta medida, el estallido económico fue una especie de universalización de la situación de EEUU antes de 1945, con la adopción de este país como modelo de la sociedad capitalista industrial. La era del automóvil hacía tiempo que había llegado a Norteamérica, pero después de la guerra llegó a Europa, y luego a escala más modesta, al mundo socialista y a la clase media latinoamericana, mientras que la baratura de los combustibles hizo del camión y el autobús los principales medios de transporte en la mayor parte del planeta. El desarrollo económico de muchos países del tercer mundo podía reconocerse por el ritmo de crecimiento del número de camiones.

El modelo de producción en masa de Henry Ford se difundió por las nuevas industrias automovilísticas del mundo, mientras que en los Estados Unidos los principios de Ford se aplicaron a nuevas formas de producción, desde casas a comida chatarra. Bienes y servicios hasta entonces restringidos a minorías se pensaban ahora para un mercado de masas, como sucedió con el turismo masivo a playas soleadas.

Lo que en otro tiempo había sido un lujo se convirtió en un indicador de bienestar habitual, por lo menos en los países ricos: neveras, lavadoras, teléfonos (su difusión iba en aumento). En resumen, ahora al ciudadano medio de esos países le era posible vivir como sólo los muy ricos habían vivido en tiempos de sus padres, con la natural diferencia de que la mecanización había sustituido a los sirvientes.

La revolución tecnológica no sólo contribuyó a la multiplicación de los productos de antes, mejorados, sino a la de productos desconocidos. La guerra, con su demanda de alta tecnología, preparó una serie de procesos revolucionarios luego adaptados al uso civil. La edad de oro descansaba sobre la investigación científica más avanzada y a menudo abstrusa.
Tres cosas de este terremoto tecnológico sorprenden al observador:
Primero, transformó completamente la vida cotidiana en los países ricos incluso, en menor medida, en los pobres. La forma de vida que se expande es la producción asociada al consumo (acento en la demanda). La revolución tecnológica penetró en la conciencia del consumidor hasta tal punto, que la novedad se convirtió en el principal atractivo a la hora de venderlo todo, desde detergentes sintéticos hasta ordenadores portátiles. La premisa era que "nuevo" no sólo queria decir algo mejor, sino también revolucionario. Además, fue muy significativo el sistemático proceso de miniaturización de los productos: la portabilidad, que aumentó inmensamente su gama y su mercado potenciales.
Segundo, a más complejidad de la tecnología en cuestión, más complicado se hizo el camino desde el descubrimiento o la invención hasta la producción, y más complejo y caro el proceso de creación.
El proceso innovador se hizo tan continuo, que el coste del desarrollo de nuevos productos se convirtió en una proporción cada vez mayor e indispensable de los costes de la producción.
En el caso extremo de las industrias de armamentos, donde el dinero no era problema, apenas los nuevos productos eran aptos para su uso práctico, ya estaban siendo sustituidos por equipos más avanzados (y más caros), con los consiguientes beneficios económicos (enormes) de las compañías correspondientes. En las industrias más orientadas a mercados de masas, como la farmacéutica, un medicamento nuevo y realmente necesario, sobre todo si se protegía de la competencia patentándolo, podía conseguir fortunas para poder seguir investigando. Los innovadores que no podían protegerse con tanta facilidad tenían que aprovechar la oportunidad más deprisa porque tan pronto como otros productos entraban en e mercado, los precios caían en picado.
Tercero, las nuevas tecnologías empleaban de forma intensiva el capital y eliminaban mano de obra (con la excepción de científicos y técnicos calificados) o llegaban a sustituirla. La característica principal de la edad de oro fue que necesitaba grandes inversiones constantes y que no necesitaba a la gente, salvo como consumidores.

En todos los países avanzados, excepto los Estados Unidos, las grandes reservas de mano de obra se agotaron, lo que llevó a la absorción de nuevas remesas de mano de obra procedentes del campo y de la inmigración; y las mujeres casadas, que hasta entonces se habían mantenido fuera del mercado mundial. No obstante, el ideal al que aspiraba la edad de oro, era la producción o incluso el servicio sin la intervención del ser humano: robots automáticos que construían coches, espacios vacíos y en silencio llenos de terminales de ordenador controlando la producción de energía, trenes sin conductor. El ser humano como tal sólo resultaba necesario para la economía en un sentido: como comprador de bienes y servicios.
Los ingresos de los trabajadores aumentaban año tras año de forma casi automática. La gema de bienes y servicios que ofrecía el sistema productivo y que les resultaba asequible convirtió lo que había sido un lujo en productos de consumo diario, y esa gama se ampliaba un año tras otro.

La edad de oro fue una fase del ciclo de Kondratiev y estuvo precedida y seguida por fases de declive. Los demás países trataron sistemáticamente de imitar a los Estados Unidos, un proceso que aceleró el desarrollo económico, ya que siempre resulta más fácil adaptar la tecnología ya existente que inventar una nueva. Sin embargo, es evidente que el gran salto fue no sólo ese, sino que se produjo una reestructuración y una reforma sustanciales del capitalismo, y un avance espectacular en la globalización e internacionalización de la economía.
El primer punto produjo una economía mixta, que facilitó a los estados la planificación y la gestión de la modernización económica, además de incrementar muchísimo la demanda. Al mismo tiempo, el compromiso político de los gobiernos con el pleno empleo y con la reducción de las desigualdades económicas, es decir, un compromiso con el bienestar y la seguridad social, dio pie, por primera vez a la existencia de un mercado de consumo masivo de artículos de lujo que ahora pasarían a considerarse necesarios. Cuanto más pobre es la gente, más alta es la proporción de sus ingresos que tienen que dedicar a gastos indispensables como los alimentos. La edad de oro democratizó el mercado.
El segundo factor multiplicó la capacidad productiva de la economía mundial al posibilitar una división internacional del trabajo mucho más compleja y minuciosa. Al principio, ésta se limitó principalmente al colectivo de las denominadas "economías de mercado desarrolladas", es decir, los países del bando estadounidense. El área socialista del mundo quedó en gran medida aparte, y los países del tercer mundo con un desarrollo más dinámico optaron por una industrialización separada y planificada, reemplazando con su producción propia la importación de artículos manufacturados. De todos modos, lo que experimentó un verdadero estallido fue el comercio de productos industriales, principalmente entre los propios países industrializados. La reestructuración del capitalismo y el avance de la internacionalización de la economía fueron fundamentales.
Puede que las principales innovaciones que empezaron a transformar el mundo nada más acabar la guerra fuesen en el campo de la química y de la farmacología. Su impacto sobre la demografía del tercer mundo fue inmediato. Sus efectos culturales tardaron algo más en dejarse sentir, pero no mucho, porque la revolución sexual de Occidente de los años sesenta y setenta se hizo posible gracias a los antibióticos, que parecía haber eliminado el principal peligro de la promiscuidad sexual al convertir las enfermedad venéreas en fácilmente curables, y gracias a la píldora anticonceptiva, disponible a partir de los años sesenta. La alta tecnología y sus innovaciones se constituyeron en la expansión económica pero no fueron decisivas para las mismas.

El capitalismo de la posguerra era, un sistema "reformado hasta quedar irreconocible" o en otras palabras, una versión "nueva" del viejo sistema. En lo esencial, era una especie de matrimonio entre liberalismo y socialdemócrata, con préstamos sustanciales de la URSS, que había sido pionera en la idea de planificación económica.
Había cuatro cosas que los responsables de tomar decisiones tenían claras. El desastre de entre guerras se había debido en gran parte a la disrupción del sistema comercial y financiero mundial y a la consiguiente fragmentación del mundo en economías nacionales o imperios con vocación autárquica. En el período de entre guerras, Gran Bretaña y la libre esterlina ya no habían sido los bastantes fuertes para cargar con la responsabilidad que ahora sólo podía asumir EEUU y el dólar. En tercer lugar, la Gran Depresión se había debido al fracaso del mercado libre sin restricciones. Finalmente, por razones sociales y políticas, había que impedir el retorno del desempleo masivo.

En cuanto a los partidos socialistas y a los movimientos obreros que tan importantes habían sido en Europa después de la guerra, encajaban perfectamente con el nuevo capitalismo reformado, porque no disponían de una política económica propia, a excepción de la URSS. En la práctica, la izquierda dirigió su atención hacia la mejora de las condiciones de vida de su electorado de clase obrera y hacia la introducción de reformas a tal efecto. Como no disponía de otra alternativa, salvo hacer un llamamiento a la absolución del capitalismo, que ningún gobierno socialdemócrata sabía cómo destruir, o ni siquiera lo intentaba, la izquierda tuvo que fiarse de que una economía capitalista fuerte y generadora de riqueza financiaría sus objetivos. Un capitalismo reformado, que reconociera la importancia de la mano de obra y de las aspiraciones socialdemócratas, ya les parecía bien.
Determinado objetivos políticos (el pleno empleo, la contención del comunismo, la modernización de unas economías atrasadas o en decadencia) gozaban de prioridad absoluta y justificaban una intervención estatal de la máxima firmeza. El futuro estaba en la economía mixta.

 

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