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Trabajo Práctico Final  |  Estética (Cátedra: Herke - 2023)  |  FADU  |  UBA
The Big Shave (1967)

The Big Shave, cortometraje de uno de los grandes artistas surgidos en el siglo XX, Martin Scorsese, abre con pantalla en blanco y procede a pasearnos, a través de planos detalle en cámara fija, por un baño pulcro, impoluto y blanquecino: inodoro, papel higiénico, ducha, canillas goteando, lavamanos, cepillos, jabón, desagüe y espejo. Una vez establecido el espacio, su protagonista, un hombre rubio de vestimenta blanca, pijama se podría decir, ingresa bostezando a este baño y procede a abrir la canilla, lavarse la cara, y sacarse la remera, para tomar un envase de espuma de afeitar y una gillette del interior del espejo. Musicalizado por una canción de jazz (“I Can’t Get Started” de Bunny Berigan, que irónicamente habla de un estancamiento emocional y un vacío que no permite avanzar), centrándose en la pura acción física sin diálogo alguno de por medio, el muchacho se coloca la crema en el rostro y comienza el bien conocido acto de afeitado. Repite las pasadas de cuchilla una y otra vez, hasta el punto de cortarse y terminar sangrando. Sin siquiera inmutarse, el hombre continúa abriendo su cara hasta empapar el blanco del baño con el rojo de su flujo sanguíneo, coronando el ritual abriendo su garganta de lado a lado, chorreando sangre por el pecho hasta sus pies.

Estrenado en el año 1967, bien dejado en claro por el mismo director en aquellos años fue el vínculo de The Big Shave con la corriente guerra de Vietnam (mencionando hasta un título alternativo para la pieza como Viet’67). A partir de esta relación contextual, Scorsese construye una alegoría sobre aquella actualidad social norteamericana y traza un paralelismo con la época a través de la indolencia en el acto de lastimarse, la cual puede empatarse con el modo de operar político en cuanto al conflicto bélico y la intercambiabilidad de los soldados en su deber. Elabora una metáfora a partir de esa dificultad de reaccionar por parte del protagonista, la repetición de una automutilación sobre la que el personaje no logra avanzar y sobre la que nadie parece actuar, ni la sociedad como conjunto (de alguna forma construyendo un juego doble entre el espejo sobre el que se refleja el hombre en la diégesis y la pantalla de cine que observa el espectador desde afuera, si se quiere, invitando a pensar lo visto y no quedar hipnotizado por las imágenes).

Esta invitación al pensar, habitar una obra e ir más allá, sin embargo, supone superar el dato trivial, el mero contexto, levantar los telones y no quedarse en la superficie en que busca encerrarnos el pensamiento positivista. Este pensamiento habla de un conocimiento basado únicamente en hechos concretos, con total separación entre sujeto y objeto; un receptor pasivo, un hombre útil y carente de subjetividad que no pone en riesgo la estructura a la que pertenece (y en caso de hacerlo, es castigado).
Marta Zátonyi contrapone este pensamiento al pensamiento dialéctico, donde partiendo del diálogo entre dos ideas surge un nuevo concepto o “síntesis”. Una aceptación de alteridad que no ofrece el positivismo. A partir de esto, la autora presenta siete dicotomías dialécticas (Una estética del arte, 2005, Capítulo 3): sociedad vs. individuo; sujeto vs. objeto; idea vs. lo concreto; lo racional vs. lo irracional; kalokagathia vs. anti-kalokagathia; concinnitas vs. anti-concinnitas y lo lúdico vs. la tragicidad del deber.
En su teoría, partiendo de estas dicotomías, expresa dos vertientes: La Vertiente 1 apela a lo social, objetivo, universal, ideal, racional, abstracto, es kalokagáthico y concinnitas. Ésta tiene lugar en los períodos de auge o sistemas clásicos, cuando el hombre tiene fe en su gestión, acepta su contención y control, corriendo el riesgo de la tipificación y represión debajo del orden y la exaltación del deber. La Vertiente 2, opuestamente, se relaciona con lo individual, subjetivo, concreto, particular, irracional, es antikalokagáthico y anticoncinnitas. Aquí el hombre pierde la fe en la sociedad e intenta luchar por su condición subjetiva, emparentándose con los períodos de decadencia, formación o crisis. Esta teoría nos lleva a preguntarnos: ¿cómo responde el hombre a su condición de ser estructurado y estructurante? ¿Dónde se ubica la balanza en el mundo moderno y en el Arte? En un universo condicionado por la creencia en la infinita mejoría hacia adelante, ¿de qué forma incorporamos la llamada herencia?

El poder y el hombre

Con el advenimiento del capitalismo, surge la deificación de la Razón. Lo racional es lo útil y a la irracionalidad (área fundamental de la vida humana) se la demoniza. Desde el primer corte con la cuchilla, el protagonista del cortometraje vira hacia un comportamiento puramente irracional para este sistema. La ruptura de la rutina establecida en la afeitada, transformándola en una escena digna de terror gore, va en contra de esa utilidad del hombre que se levanta, se afeita con estos artefactos adquiridos y va limpio e igualado con sus pares a trabajar. Desde el punto de vista racional y positivista, la autodestrucción de su rostro presentable no se condice con lo esperado, hace tambalear el mundo objetivo.


Las leyes de este mundo objetivo obviamente permiten convivir, pero ese orden, como marca la Vertiente 1 desarrollada por Zátonyi, supone también una represión a las necesidades del individuo. Acá es cuando aparecen elementos de la Vertiente 2: la pérdida de fe en la sociedad (y en la utopía moderna durante Vietnam) y la lucha por la subjetividad del hombre.
El sistema capitalista, apenas instalado en su momento por contraposición al vencido Feudalismo, no prometía la recompensa del cielo y la vida eterna (cierta pérdida del elemento sagrado, donde no hay más que el llamado “paraíso terrenal” y aquello que se ve, en sintonía con la comprobabilidad positivista), sino que generaría otro discurso: “No hay más dulce que morir/vivir por la patria". La heroicidad del cumplir, como plantea Zátonyi en la dicotomía del Deber, destierra el goce, el eros, lo lúdico y enajena al hombre. El vivir por uno mismo queda relegado al egoísmo. Si tomamos una vez más el punto de vista de aquella relación alegórica con la guerra de Vietnam (y la utilidad en el deber patrio), los cortes autoinfligidos podrían considerarse egoístas; justamente la subjetividad como algo a recuperar.

Retomando los conceptos sobre lo útil y lo que se espera desde el lugar del espectador, se puede hablar de Kalokagathia. Para Platón, el Bien (en mayúscula, al estar divinizado) se proyecta al mundo trascendente bajo la forma del Estado, y todo lo que no sea conveniente para este o lo enfrente supondrá el mal. La ecuación platónica de Kalokagathia es, entonces, lo bello, bueno y útil considerado como tal desde lo deseado por el poder. ¿Por qué el hombre debe afeitarse para verse bello? Su accionar será siempre juzgado por los valores de lo establecido. Acá es donde Scorsese se para dentro del principal medio de difusión capitalista para retorcerlo y ridiculizarlo.
El director presenta un baño pulcro, inmaculado, con un hombre objetivamente bello, hegemónico desde los parámetros estéticos de la época, que debe tomar la espuma y la gillette para verse decente, útil para lo que uno supondría es el ámbito laboral. La estética de Concinnitas implica la proyección a la eternidad, la negación del tiempo, el cambio y la condición única del hombre, apelando al hombre modelo universal. En el género publicitario, la construcción del hombre tipo hace que el receptor quiera ser él, homogeneizando, despersonalizando y volviendo un valor de mercado intercambiable al sujeto, destruyendo su capacidad subjetiva y singular, desmembrando su personalidad. Existe una imposición reproducida, un hombre/esclavo que toma conciencia, juzga inaceptable una orden y busca volverse amo, en necesidad de no diluirse en la homologación y sostener su entidad autónoma. Porque lo diferente puede ser perturbador y visto como amenazante, acá Scorsese da pie a la anti-Kalokagathia y anti-Concinnitas. Enfrentando la ficción colorista posmoderna, los intereses del poder y el mercado, deslegitima y expone su discurso, destruyendo la belleza del protagonista, incorporando el objeto de consumo (la afeitadora) y dando vuelta su uso y función servicial a lo económico, mostrando su posible cara destructiva. Genera un goce en la letalidad del acto (lo “placentero” claramente desterrado de la utilidad impuesta por el poder), un punto de quiebre al bañar de sangre esa falsa pureza vendida, contrastando con el reluciente blanco. La idea de lo “placentero” también recayendo de nuestro lado, sacando a relucir el llamado deseo perverso del que habla Lacan; deseo natural y misterioso de anticipar el próximo corte y llegar lo más lejos posible en esa dirección.

Al hablar del llamado mundo ideal, Aristóteles dice que en él debe haber un equilibrio entre el poder de la sociedad (Estado) y el cumplimiento de los deberes por parte del individuo. Si sólo existe la imposición de estos últimos en la dicotomía entre ambos, hablamos de una tendencia dictatorial que subordina. Los denominados estados de dominación (lo que comúnmente llamamos poder) que presenta Foucault en “El yo minimalista y otras conversaciones”, suelen ser impuestos por tecnologías de gobierno, por el sistema imperante. Si bien el filósofo considera la resistencia y la liberación como condición a veces necesaria para practicar la libertad, plantea que esto no asegura un ser satisfecho, que sepa comportarse éticamente en relación con el afuera una vez liberado. Al desarrollar la dicotomía de sujeto vs. objeto, Zátonyi menciona que el hombre se constituye como individuo cuando logra articular su condición interior con lo que está por fuera de él, en el habitar con el otro y el código aceptado en sociedad. Todo esto, fundamentalmente, no eliminándose a sí mismo ni negando el exterior. A partir del lenguaje, uno se diferencia del estado animal. En este sentido, cada pasada de cuchillo sin mediar palabra, en silencio, representa cierto grito anárquico, dando vuelta la subordinación dictatorial hacia el otro extremo para aislarse, perdiendo la sensibilidad y al borde de la pérdida de humanidad. Sin el privilegio del sujeto de poder decir “me duele, sufro”, se corre el peligro de volver a ser Cosa. ¿Encuentra el hombre, con su muerte real o simbólica, un mundo de energía vital bajo esa costra petrificada? ¿Es la respuesta la eliminación del ser? ¿O simplemente una falsa salida? Después de todo y como plantea Zátonyi (Una estética del arte, 2005, Capítulo 2), para el poder tal vez sea más fácil mantener una estructura frente a una voluntad destructora que frente a una regeneradora y creativa.



Lo Bello, lo Feo y la tradición del Arte como defensa

Continuando en esta línea, la cuestión de lo Bello y lo Feo (fuerzas ontológicas claves para la Estética) es algo central. No sólo en The Big Shave, sino en el Arte en sí, el cual no puede ubicarse por fuera de la dialéctica de ambos, de la vida y la muerte, ya que expresa todo lo que es humano. La concepción histórica de esta dualidad, sin embargo, no siempre fue la misma.
Descendiendo de la kalokagathia platoniana, base de la disciplina estética, Aristóteles plantea que la máxima belleza surge de la conformidad con la ley, la simetría (lo medible con el mismo patrón, rechazando lo diferente) y la determinación (el orden). No existe nada bello que no disponga de orden. El horror para Aristóteles es un medio de castigo, lejos de ser una posibilidad de creación artística. Para Santo Tomás de Aquino, de igual forma, lo bello sigue siendo la única vía para el Arte. San Agustín, presenta lo feo con una finalidad pedagógica con el objetivo de no transgredir. Está claro que incluso en estos tiempos existe algo fuera del feudo del poder, todavía no aceptable pero que ya es imposible de negar. Citando a Séneca, "insensatos son quienes creen que el bien puede existir sin el mal". A partir del Renacimiento, los demonios y la angustia que el hombre busca exorcizar se esconden detrás de las primeras capas. Saltando a las primeras décadas del cine, los demonios ya no se esconden del todo debajo de la alfombra.

En aquellos meses de The Big Shave, Peter Bogdanovich, de la misma camada de autores de Martin Scorsese, presentó una película fundamental para pensar este aspecto en paralelo. En su Targets, Boris Karloff, el Frankenstein de los comienzos de Hollywood e ícono clásico del terror, interpreta a un viejo actor que estrena su última película antes de su retiro, mientras un ex combatiente de Vietnam vuelto francotirador psicótico asesina a los espectadores desde atrás de la pantalla durante la proyección. En Targets, al igual que en The Big Shave, el monstruo dejó de ser Frankenstein. El mal en estos tiempos no se presenta como tal, sino que puede ser el hombre modelo, un soldado que en realidad debería defendernos, el vecino o uno mismo frente al espejo. Lo feo, repulsivo o deforme también se nos ofrece desde el mundo dado, lo que conocemos como cotidiano (o en verdad no conocemos tanto). El medio para tomar conciencia de estas fuerzas y fantasmas y enfrentarlos continúa siendo el cine; el Arte. La estética positivista, racionalista y su continuación con Hegel buscarán en este un espacio para embellecer y purificar la vida. Desde Nietzsche, lo feo se reconoce como categoría estética, y la realidad es que, para Zátonyi, si el Arte expresa al hombre, no se puede reducir únicamente a lo bello, falsificando lo feo y la existencia humana.
Lo lindo como equivalente del Arte no es más que una trampa del poder para imposibilitar el crecimiento del hombre. Este poder jamás quiso enfrentar lo que desbordaba su dominio, ya que un saber más allá de lo conocido pone en crisis su estructura. Sobre esto, Zátonyi (Una estética del arte, 2005, Capítulo 5) presenta dos mundos: el de la luz y el de las tinieblas. Quien teme mirar hacia este último, se convierte en parásito de lo estructurado. La mirada hacia el afuera y el abismo, viene inevitablemente acompañada de dolor y peligros. Nuestro mundo, el de la luz, el orden, lo comprobado sirve de refugio, pero tras este aparente escudo se termina vislumbrando la angustia de la existencia y no existencia. La creación artística, la lucha entre el saber y el no saber, trae sufrimiento. El Arte, mientras es tal, convierte en soportable lo temible. Nombra lo innombrable. Durante mucho tiempo fue visto sólo como posibilidad de alivio y justificación para el hombre. Lejos de esta media verdad y mirada falsificadora, con el Arte el hombre se encuentra, se piensa a sí mismo y se defiende.

Allá por el siglo XVIII, cuando “el Constructor Celestial fue reemplazado por el Gran Relojero” (Aportes a la estética, 2006, El gran relojero y su servidor), y la estructuración del universo sobre el eje cristiano y la fe religiosa comenzó a resquebrajarse, por primera vez el hombre empezó a reconocerse en su orfandad. El humano advirtió la frágil realidad entre su condición finita y su mirada anhelante hacia el infinito y, a partir de esto, decidió construir, justamente, sistemas defensivos: lo que Marta Zátonyi llama Barreras Ontológicas (Arte y creación, 2007, Un mundo amplio). La Religión, la Filosofía, la Ciencia, el Mito, el Arte, le sirven al hombre para sostenerse como ser, dar sentido a su vida y convertir la organicidad animal en existencia. La barrera que nos concierne posibilita acercarse a los límites sin pagar un precio alto por ello. A partir del lenguaje (cinematográfico, en este caso), nos alejamos del caos. El Artista, al ser un ente bicéfalo, mira hacia el caos con una de sus caras y hacia adentro con la otra, donde echa mano al lenguaje. Articula aquello que existe con lo que aún no es. Toma del mundo objetivo, de lo existente y lo pasa por el filtro de su subjetividad, lo llena de su contenido. A esto le llamamos desplazamiento simbólico, condición fundamental del Arte.
A través del proceso de simbolización, el inconsciente del creador, aquellas fuerzas pulsionadas, van a sublimarse pero no expresándose desnudamente, sino siempre disfrazándose de otra cosa. La desmetaforización del Arte puede llevarnos a la locura. Por eso, con el símbolo, en esta confluencia entre el compromiso consciente con el mundo y la sublimación, el Artista descubre cubriéndose. Experimenta sin entregarse a lo irreversible. Sirve de catalizador para que nos encontremos con algo propio pero aún no reconocido, siempre estableciendo cierta distancia desde la representación.


En The Big Shave, la muerte, la soledad, el impacto de la autodestrucción física, si bien son contados de forma magistral por la cámara, no dejan de ser eternas angustias humanas imposibles de embellecer que nos son puestas frente a los ojos. Tanto desde la pulcritud de la porcelana siendo bañada en sangre, como la belleza hegemónica del hombre despedazada lentamente sin reacción, Scorsese genera un constante vaivén entre lo Bello y lo Feo, el Eros (el placer, la conservación y la vida) y el Tánatos (agresivo, destructivo, la muerte). El autor indaga sobre sus inquietudes, sobre la angustiante existencia. Pregunta sobre la vida, sobre el hombre y su destino, dejando lugar a la ausencia de respuestas definitivas. Cuando hablamos de la creación artística como medio defensivo, no es de ninguna manera una exageración. Estos horrores puestos sobre la mesa ayudan a ser soportados. Haciendo visible lo vedado, el Arte participa en la cosmovisión del mundo que elabora el hombre.

Historia: diálogo sin fin entre pasado y presente

Opuesta a esta capacidad generadora de mundos y creadora de mito que posee el Arte, la estética positivista busca reducir su zona de análisis a una teoría del reflejo: una máquina de estampar el mundo objetivo; espejo sin existencia propia. En los tiempos de los hermanos Lumière y sus cortometrajes, a fines del siglo XIX, la invención del cinematógrafo era utilizada con esta finalidad. En piezas como ‘La Sortie de l'Usine Lumière à Lyon’ (Salida de los obreros de la fábrica, 1895), como un simple medio para el control de los trabajadores saliendo de sus fábricas. Con extrema lealtad a la realidad empírica, lo que no ocurría dentro del cuadro no existía. Pero para Zátonyi, la anatomía de la cara no despierta interés alguno. Le demanda al Arte conocimientos que sin él, no llegaría a ver.
A comienzos del siglo XX, David Wark Griffith, norteamericano dixie derrotado por el Norte yanqui en la Guerra Civil, tomaría la máquina liberal-capitalista que venció a su familia y la daría vuelta como un guante. En palabras de Zátonyi, “la imposición de la voluntad del poder es más factible cuanto más masivo es el medio que la difunda, pero los medios para enfrentar esta imposición también están ahí” (Una estética del arte, 2005, Capítulo 3). Al cinematógrafo de control de los Lumière, Griffith le daría un lenguaje. Con la representación, el fuera de campo y creando el montaje paralelo, enfrentaría los intereses del sistema imperante en películas como A Corner in Wheat (1909), por ejemplo, donde un empresario intenta acaparar el mercado de trigo, destruyendo la capacidad de comprar pan de las clases bajas al subir sus precios, muriendo en el pozo de su producto sobre el final. A la apropiación meramente técnica y la horizontalidad teatral le opone, justamente, una imaginación mítica.
Con el padre fundador Griffith, nace el cine tal como lo conocemos, profundamente Kantiano al romper con la estética del poder. Desde él hasta Scorsese, 60 años más tarde, ¿se arrastra sólo la tradición de un lenguaje formal? ¿O también de una ideología y un enemigo en común?
 

En este ejercicio experimental, tomando de las corrientes vanguardistas de la Nouvelle Vague francesa y el cine soviético, comenzó a desviarse de aquel montaje invisible de los pioneros americanos como Griffith. En El Acorazado Potemkin (1925), de Sergei Eisenstein, la repetición discontinua de una misma acción (un bombardeo, por ejemplo) desde distintos planos es una constante. Jean-Luc Godard también fue uno de los grandes impulsores de estos métodos rupturistas. En Sin Aliento (1960), por ejemplo, es aplicado infinidad de veces, saltando de un plano a otro desde angulaciones o ejes ópticos similares, no respetando la continuidad y poniendo énfasis en la acción.
La utilización de estos llamados jump-cuts son toda una declaración de principios en cuanto a una forma de hacer cine. Hacen visible la mano del director, quien ya no se esconde detrás de la cámara, construyendo el concepto de auteur (autor) que adoptarían en el Nuevo Hollywood.
En The Big Shave, Scorsese aplica el jump-cut y la repetición en reiteradas ocasiones con el mismo propósito: darle gran peso a una acción, fragmentándola y condicionando fuertemente la mirada del espectador. Se puede ver cuando el hombre se quita la remera, o en el corte final de su garganta. Como decía Eisenstein, desde el montaje se reconstruye la percepción del que observa. Scorsese nos obliga a revivir cada corte, cada abertura del rostro una y otra vez y marchar por el mismo recorrido que él atravesó al crear.
 

 

Scorsese, como todo buen director, regresa también a la obra de Hitchcock. En Psicosis (1960) tanto como en The Big Shave, se juega con la relación del baño como espacio íntimo y seguro para instalar esa idea en el espectador y luego romperla. Pero a partir de la desnudez, existe también una cara vulnerable, desprotegida. Con la obra de Hitchcock ya incorporada, quien mira tiene cierta premonición sobre que algo va a pasar, que lo trágico y fatal está a la vuelta de la esquina. Si en Psicosis el cuchillo era empuñado por Norman Bates convertido en madre, con el desagüe de la ducha llevándose simbólicamente el alma de Marion Crane, acá el mal no es encarnado por una otredad palpable, sino que, como mencionamos anteriormente, el mismo protagonista se autoflagela.
Sobre esto, y volviendo a Europa, Scorsese retoma al primer Luis Buñuel, específicamente la muda Un perro andaluz (1929). Ambos encuentran la expresión del horror en la falta de palabra, confiando en que el acto violento puesto frente a la cámara diga más que cualquier cosa. En aquel cortometraje surrealista del español, el corte de la cuchilla sobre el ojo era llevado a cabo hacia la presencia de un otro al igual que en la película de Hitchcock. En The Big Shave, el atentado es contra el propio cuerpo.
Se podría hablar acá nuevamente de Vertiente 1, donde los monstruos existen pero el hombre no se da cuenta de ellos, se disfrazan de ordenadores. El enemigo está fuera de campo, un sistema que mueve los hilos invisiblemente, atormenta y se impregna en la psiquis del hombre norteamericano que proyecta Scorsese. Instala la violencia en él y lo vuelve autómata hasta en su destrucción.
La perfección capitalista del género publicitario es pervertida, volviéndola masoquista con imágenes crudas a través del contraste del blanco/rojo en el lavamanos, algo que no estaba al alcance en Psicosis. Esa crudeza también es buscada en ambas piezas audiovisuales a partir del ida y vuelta acelerado entre primer plano y plano detalle de la acción. Scorsese, negándose a que la cámara mire hacia otro lado y sumergiendo de lleno al espectador en el derramamiento de sangre, establece lo que luego sería una constante en su obra.

El espacio ordinario del baño, asociado con la necesidad biológica de la expulsión de desechos, se transforma en un lugar de sacrificio; un espacio de pérdida y expulsión pero virando hacia lo espiritual: la limpieza de pecados. Scorsese, autor católico por excelencia, conjuga a lo largo de su obra lo mundano, lo profano y lo sagrado. Gran ejemplo, por cierto, de ese “eterno retorno” del que habla Zátonyi (Aportes a la estética, 2006, Una isla llena de ruidos). La vuelta constante a reabastecerse de la inquietud original, para tener desde dónde preguntar y hacia dónde mirar. En la historia del cristianismo, abundan representaciones de mártires en distintas obras. Aquel que soportando el sufrimiento encuentra dicha en la renuncia a todo, alcanzando la remisión y purificación con su sangre.

Sobre el acto de afeitado, la idea del ritual y el proceso es una obsesión en el director. En Taxi Driver (1976), uno de sus primeros largometrajes, Travis Bickle, casualmente un ex combatiente de Vietnam, escribe en un diario en el que lleva sin falta el registro de su día a día, siendo el narrador que guía al espectador a través de sus escritos y pensamientos (si se quiere, una proyección del propio Scorsese operando detrás, como puede serlo The Big Shave de su estado mental). Bickle, al igual que la mayoría de los personajes principales de Scorsese, es un hombre atormentado, con una ira interior que se vuelve incontenible y eventualmente va a estallar. La redención y limpieza de estos personajes está siempre ligada al sufrimiento físico, el baño de sangre. El desenlace de Taxi Driver se da con Travis proclamándose enviado divino, salvador, desatando una matanza y recibiendo disparos en un prostíbulo para salvar a una niña de 12 años. Todo para “limpiar la basura de las calles”.
En las escenas de preparación previas a este momento, Scorsese repite la dinámica de The Big Shave. Posiciona a Bickle frente al espejo de su hogar, un espejo que parece replicar el pasado y los horrores, haciendo que el veterano de guerra amenace a su propio reflejo en la célebre escena de “You’re talking to me?”. La preocupación del director está clara: la violencia como algo ya inherente, impregnado y latente en la mente del hombre, potenciado por la guerra, los medios, el sistema de poder y consumo mismo. Ira contenida que empuja para salir, como esos océanos de sangre que brotan de los cuerpos al ser abiertos.
En Toro Salvaje (1980), Scorsese cambia el escenario por un ring de boxeo, donde Jake LaMotta busca expiar sus pecados peleando, nuevamente, sangrando y dañándose físicamente como condición misma de su profesión. El espejo, como lugar para encontrarse con el recuerdo fatal. En el caso de LaMotta, de su decadencia como boxeador y ser humano a lo largo de todo el metraje.
 

 

Intérpretes de maravillas olvidadas

Esa idea de que la afinidad del cine por los datos materiales obstaculiza las preocupaciones espirituales, está bastante lejos de la realidad. Al contrario, el cine apela a la realidad superficial como puerta hacia la vida interior. La antes mencionada pérdida del componente sagrado en el sistema capitalista, esas formas esotéricas y antiguos impulsos del rito dejados de lado por la organización racional de la vida, son muchas veces recuperados por los artistas. Lo hierofánico, el conjunto empírico articulado con la revelación de lo sagrado, ha estado siempre altamente ligado al Arte. Cada vez que se intentó arrebatarle este carácter a la humanidad, se la perjudicó.
La dinámica del Arte oscila constantemente entre conservación y renovación. Desde su fundación, el cine funcionó, al igual que la memoria humana, como aduana. Aduana de otras disciplinas, eligiendo qué camino tomar, qué olvidar, con qué quedarse y con qué no, llegando a mediados del siglo XX con la autoconciencia suficiente para descansar en su propia tradición.
Hoy la historia se charla en términos de datos y fichas técnicas, con un ser moderno creyente en el infinito progreso que mira de otra forma lo antiguo. Pero no tomar conceptos elaborados por otros es de una omnipotencia intelectual gigantesca, sentencia Zátonyi. Es por esto que cuando aparece un Scorsese, un Carpenter, un Cameron, entre tantos otros, hasta aquellos con esa visión moderna negadora del pasado terminan recibiendo lo anterior de forma camuflada. Existe un extracto de Foucault, que si bien no refiere a esto, bien puede ser aplicado: "hay una historia que conocemos y una historia sumergida". Estos autores nos presentan primeras historias simples, pero como estructurados y estructurantes, en su relación con el objeto, esconden debajo cual Caballo de Troya varias capas articulando tanto sus visiones del mundo como el arrastre de una tradición artística. Todo esto, desde el aparato comercial y el accesible y universal código contemporáneo, actuando como “intérpretes de maravillas olvidadas” (Arte y creación, 2007, Capítulo 2).



Entre tantas cosas, The Big Shave explora cuestiones como la masculinidad, la cultura de consumo y el imaginario americano. Convirtiéndose en una crítica al poder y el esteticismo positivista, expone las limitaciones de una percepción que solo busca la belleza y el orden. Nos muestra una imagen cruda y a la vez poética de la violencia en la sociedad, funcionando, como toda verdadera obra de arte, no como medio de satisfacción, sino como impulso para que el receptor avance en la reflexión sobre su existencia, realidad social y cultural.
Sobre la mutilación del organismo, como humanos obviamente tememos a la muerte. Pero habría que preguntarnos, volviendo a la idea del deseo perverso, si realmente no la anhelamos con aún mayor intensidad como espectadores del hecho. Como ya dijimos, este acto, además de comunicar con el cuerpo en tiempos donde todo se dice y se sobreexplica, supone una intensa ira contenida. ¿Tiene retorno esa infección violenta en la mente humana? ¿Puede volverse bello aquello terrible y trágico? Una vez que tomamos conciencia de las fuerzas y males invisibles, ¿no deberíamos cuestionar si realmente conocemos lo que nos rodea? ¿Son seguros esos espacios que creemos tales? Por último pero no menos importante: ¿habrá una revalorización de la tradición y lo sagrado o se continuará en este camino hacia su desdibujamiento, viéndolo como algo anticuado, perteneciente a tiempos e instituciones de antaño? Sólo nos queda la incertidumbre. Pero mientras existan obras eternas como la de Scorsese, visiones del Arte tan fundamentales, podemos estar tranquilos que en el océano pasatista habrá un lugar al que acudir para pensar el mundo, que nos devolverá aquello que se creía extinto. La cultura siempre sobrevive a sus portadores, así que confiemos en que el legado será continuado.

Bibliografía:

Carr, E. (1961). ¿Qué es la Historia?. Barcelona: Ariel.
Foucault, M. (1996). El yo minimalista y otras conversaciones. Buenos Aires: Biblioteca de la mirada. Habermas, J. (1988). La modernidad, un proyecto incompleto. México. Editorial Kairós.
Zátonyi, M. (2005). Una estética del arte y el diseño de imagen y sonido. Buenos Aires: Librería Técnica CP67. Zátonyi, M. (2006). Aportes a la estética: Desde el arte y la ciencia del siglo 20. Buenos Aires: La Marca.
Zátonyi, M. (2007). Arte y creación: Los caminos de la estética. Buenos Aires: Capital Intelectual.


 

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