The Big Shave (1967)
The Big Shave, cortometraje de uno de los grandes artistas surgidos en el siglo
XX, Martin Scorsese, abre con pantalla en blanco y procede a pasearnos, a través
de planos detalle en cámara fija, por un baño pulcro, impoluto y blanquecino:
inodoro, papel higiénico, ducha, canillas goteando, lavamanos, cepillos, jabón,
desagüe y espejo. Una vez establecido el espacio, su protagonista, un hombre
rubio de vestimenta blanca, pijama se podría decir, ingresa bostezando a este
baño y procede a abrir la canilla, lavarse la cara, y sacarse la remera, para
tomar un envase de espuma de afeitar y una gillette del interior del espejo.
Musicalizado por una canción de jazz (“I Can’t Get Started” de Bunny Berigan,
que irónicamente habla de un estancamiento emocional y un vacío que no permite
avanzar), centrándose en la pura acción física sin diálogo alguno de por medio,
el muchacho se coloca la crema en el rostro y comienza el bien conocido acto de
afeitado. Repite las pasadas de cuchilla una y otra vez, hasta el punto de
cortarse y terminar sangrando. Sin siquiera inmutarse, el hombre continúa
abriendo su cara hasta empapar el blanco del baño con el rojo de su flujo
sanguíneo, coronando el ritual abriendo su garganta de lado a lado, chorreando
sangre por el pecho hasta sus pies.
Estrenado en el año 1967, bien dejado en claro por el mismo director en aquellos
años fue el vínculo de The Big Shave con la corriente guerra de Vietnam
(mencionando hasta un título alternativo para la pieza como Viet’67). A partir
de esta relación contextual, Scorsese construye una alegoría sobre aquella
actualidad social norteamericana y traza un paralelismo con la época a través de
la indolencia en el acto de lastimarse, la cual puede empatarse con el modo de
operar político en cuanto al conflicto bélico y la intercambiabilidad de los
soldados en su deber. Elabora una metáfora a partir de esa dificultad de
reaccionar por parte del protagonista, la repetición de una automutilación sobre
la que el personaje no logra avanzar y sobre la que nadie parece actuar, ni la
sociedad como conjunto (de alguna forma construyendo un juego doble entre el
espejo sobre el que se refleja el hombre en la diégesis y la pantalla de cine
que observa el espectador desde afuera, si se quiere, invitando a pensar lo
visto y no quedar hipnotizado por las imágenes).
Esta invitación al pensar, habitar una obra e ir más allá, sin embargo, supone
superar el dato trivial, el mero contexto, levantar los telones y no quedarse en
la superficie en que busca encerrarnos el pensamiento positivista. Este
pensamiento habla de un conocimiento basado únicamente en hechos concretos, con
total separación entre sujeto y objeto; un receptor pasivo, un hombre útil y
carente de subjetividad que no pone en riesgo la estructura a la que pertenece
(y en caso de hacerlo, es castigado).
Marta Zátonyi contrapone este pensamiento al pensamiento dialéctico, donde
partiendo del diálogo entre dos ideas surge un nuevo concepto o “síntesis”. Una
aceptación de alteridad que no ofrece el positivismo. A partir de esto, la
autora presenta siete dicotomías dialécticas (Una estética del arte, 2005,
Capítulo 3): sociedad vs. individuo; sujeto vs. objeto; idea vs. lo concreto; lo
racional vs. lo irracional; kalokagathia vs. anti-kalokagathia; concinnitas vs.
anti-concinnitas y lo lúdico vs. la tragicidad del deber.
En su teoría, partiendo de estas dicotomías, expresa dos vertientes: La
Vertiente 1 apela a lo social, objetivo, universal, ideal, racional, abstracto,
es kalokagáthico y concinnitas. Ésta tiene lugar en los períodos de auge o
sistemas clásicos, cuando el hombre tiene fe en su gestión, acepta su contención
y control, corriendo el riesgo de la tipificación y represión debajo del orden y
la exaltación del deber. La Vertiente 2, opuestamente, se relaciona con lo
individual, subjetivo, concreto, particular, irracional, es antikalokagáthico y
anticoncinnitas. Aquí el hombre pierde la fe en la sociedad e intenta luchar por
su condición subjetiva, emparentándose con los períodos de decadencia, formación
o crisis. Esta teoría nos lleva a preguntarnos: ¿cómo responde el hombre a su
condición de ser estructurado y estructurante? ¿Dónde se ubica la balanza en el
mundo moderno y en el Arte? En un universo condicionado por la creencia en la
infinita mejoría hacia adelante, ¿de qué forma incorporamos la llamada herencia?
El poder y el hombre
Con el advenimiento del capitalismo, surge la deificación de la Razón. Lo
racional es lo útil y a la irracionalidad (área fundamental de la vida humana)
se la demoniza. Desde el primer corte con la cuchilla, el protagonista del
cortometraje vira hacia un comportamiento puramente irracional para este
sistema. La ruptura de la rutina establecida en la afeitada, transformándola en
una escena digna de terror gore, va en contra de esa utilidad del hombre que se
levanta, se afeita con estos artefactos adquiridos y va limpio e igualado con
sus pares a trabajar. Desde el punto de vista racional y positivista, la
autodestrucción de su rostro presentable no se condice con lo esperado, hace
tambalear el mundo objetivo.
Las leyes de este mundo objetivo obviamente permiten convivir, pero ese orden,
como marca la Vertiente 1 desarrollada por Zátonyi, supone también una represión
a las necesidades del individuo. Acá es cuando aparecen elementos de la
Vertiente 2: la pérdida de fe en la sociedad (y en la utopía moderna durante
Vietnam) y la lucha por la subjetividad del hombre.
El sistema capitalista, apenas instalado en su momento por contraposición al
vencido Feudalismo, no prometía la recompensa del cielo y la vida eterna (cierta
pérdida del elemento sagrado, donde no hay más que el llamado “paraíso terrenal”
y aquello que se ve, en sintonía con la comprobabilidad positivista), sino que
generaría otro discurso: “No hay más dulce que morir/vivir por la patria". La
heroicidad del cumplir, como plantea Zátonyi en la dicotomía del Deber,
destierra el goce, el eros, lo lúdico y enajena al hombre. El vivir por uno
mismo queda relegado al egoísmo. Si tomamos una vez más el punto de vista de
aquella relación alegórica con la guerra de Vietnam (y la utilidad en el deber
patrio), los cortes autoinfligidos podrían considerarse egoístas; justamente la
subjetividad como algo a recuperar.
Retomando los conceptos sobre lo útil y lo que se espera desde el lugar del
espectador, se puede hablar de Kalokagathia. Para Platón, el Bien (en mayúscula,
al estar divinizado) se proyecta al mundo trascendente bajo la forma del Estado,
y todo lo que no sea conveniente para este o lo enfrente supondrá el mal. La
ecuación platónica de Kalokagathia es, entonces, lo bello, bueno y útil
considerado como tal desde lo deseado por el poder. ¿Por qué el hombre debe
afeitarse para verse bello? Su accionar será siempre juzgado por los valores de
lo establecido. Acá es donde Scorsese se para dentro del principal medio de
difusión capitalista para retorcerlo y ridiculizarlo.
El director presenta un baño pulcro, inmaculado, con un hombre objetivamente
bello, hegemónico desde los parámetros estéticos de la época, que debe tomar la
espuma y la gillette para verse decente, útil para lo que uno supondría es el
ámbito laboral. La estética de Concinnitas implica la proyección a la eternidad,
la negación del tiempo, el cambio y la condición única del hombre, apelando al
hombre modelo universal. En el género publicitario, la construcción del hombre
tipo hace que el receptor quiera ser él, homogeneizando, despersonalizando y
volviendo un valor de mercado intercambiable al sujeto, destruyendo su capacidad
subjetiva y singular, desmembrando su personalidad. Existe una imposición
reproducida, un hombre/esclavo que toma conciencia, juzga inaceptable una orden
y busca volverse amo, en necesidad de no diluirse en la homologación y sostener
su entidad autónoma. Porque lo diferente puede ser perturbador y visto como
amenazante, acá Scorsese da pie a la anti-Kalokagathia y anti-Concinnitas.
Enfrentando la ficción colorista posmoderna, los intereses del poder y el
mercado, deslegitima y expone su discurso, destruyendo la belleza del
protagonista, incorporando el objeto de consumo (la afeitadora) y dando vuelta
su uso y función servicial a lo económico, mostrando su posible cara
destructiva. Genera un goce en la letalidad del acto (lo “placentero” claramente
desterrado de la utilidad impuesta por el poder), un punto de quiebre al bañar
de sangre esa falsa pureza vendida, contrastando con el reluciente blanco. La
idea de lo “placentero” también recayendo de nuestro lado, sacando a relucir el
llamado deseo perverso del que habla Lacan; deseo natural y misterioso de
anticipar el próximo corte y llegar lo más lejos posible en esa dirección.
Al hablar del llamado mundo ideal, Aristóteles dice que en él debe haber un
equilibrio entre el poder de la sociedad (Estado) y el cumplimiento de los
deberes por parte del individuo. Si sólo existe la imposición de estos últimos
en la dicotomía entre ambos, hablamos de una tendencia dictatorial que
subordina. Los denominados estados de dominación (lo que comúnmente llamamos
poder) que presenta Foucault en “El yo minimalista y otras conversaciones”,
suelen ser impuestos por tecnologías de gobierno, por el sistema imperante. Si
bien el filósofo considera la resistencia y la liberación como condición a veces
necesaria para practicar la libertad, plantea que esto no asegura un ser
satisfecho, que sepa comportarse éticamente en relación con el afuera una vez
liberado. Al desarrollar la dicotomía de sujeto vs. objeto, Zátonyi menciona que
el hombre se constituye como individuo cuando logra articular su condición
interior con lo que está por fuera de él, en el habitar con el otro y el código
aceptado en sociedad. Todo esto, fundamentalmente, no eliminándose a sí mismo ni
negando el exterior. A partir del lenguaje, uno se diferencia del estado animal.
En este sentido, cada pasada de cuchillo sin mediar palabra, en silencio,
representa cierto grito anárquico, dando vuelta la subordinación dictatorial
hacia el otro extremo para aislarse, perdiendo la sensibilidad y al borde de la
pérdida de humanidad. Sin el privilegio del sujeto de poder decir “me duele,
sufro”, se corre el peligro de volver a ser Cosa. ¿Encuentra el hombre, con su
muerte real o simbólica, un mundo de energía vital bajo esa costra petrificada?
¿Es la respuesta la eliminación del ser? ¿O simplemente una falsa salida?
Después de todo y como plantea Zátonyi (Una estética del arte, 2005, Capítulo
2), para el poder tal vez sea más fácil mantener una estructura frente a una
voluntad destructora que frente a una regeneradora y creativa.
Lo Bello, lo Feo y la tradición del Arte como defensa
Continuando en esta línea, la cuestión de lo Bello y lo Feo (fuerzas ontológicas
claves para la Estética) es algo central. No sólo en The Big Shave, sino en el
Arte en sí, el cual no puede ubicarse por fuera de la dialéctica de ambos, de la
vida y la muerte, ya que expresa todo lo que es humano. La concepción histórica
de esta dualidad, sin embargo, no siempre fue la misma.
Descendiendo de la kalokagathia platoniana, base de la disciplina estética,
Aristóteles plantea que la máxima belleza surge de la conformidad con la ley, la
simetría (lo medible con el mismo patrón, rechazando lo diferente) y la
determinación (el orden). No existe nada bello que no disponga de orden. El
horror para Aristóteles es un medio de castigo, lejos de ser una posibilidad de
creación artística. Para Santo Tomás de Aquino, de igual forma, lo bello sigue
siendo la única vía para el Arte. San Agustín, presenta lo feo con una finalidad
pedagógica con el objetivo de no transgredir. Está claro que incluso en estos
tiempos existe algo fuera del feudo del poder, todavía no aceptable pero que ya
es imposible de negar. Citando a Séneca, "insensatos son quienes creen que el
bien puede existir sin el mal". A partir del Renacimiento, los demonios y la
angustia que el hombre busca exorcizar se esconden detrás de las primeras capas.
Saltando a las primeras décadas del cine, los demonios ya no se esconden del
todo debajo de la alfombra.
En aquellos meses de The Big Shave, Peter Bogdanovich, de la misma camada de
autores de Martin Scorsese, presentó una película fundamental para pensar este
aspecto en paralelo. En su Targets, Boris Karloff, el Frankenstein de los
comienzos de Hollywood e ícono clásico del terror, interpreta a un viejo actor
que estrena su última película antes de su retiro, mientras un ex combatiente de
Vietnam vuelto francotirador psicótico asesina a los espectadores desde atrás de
la pantalla durante la proyección. En Targets, al igual que en The Big Shave, el
monstruo dejó de ser Frankenstein. El mal en estos tiempos no se presenta como
tal, sino que puede ser el hombre modelo, un soldado que en realidad debería
defendernos, el vecino o uno mismo frente al espejo. Lo feo, repulsivo o deforme
también se nos ofrece desde el mundo dado, lo que conocemos como cotidiano (o en
verdad no conocemos tanto). El medio para tomar conciencia de estas fuerzas y
fantasmas y enfrentarlos continúa siendo el cine; el Arte. La estética
positivista, racionalista y su continuación con Hegel buscarán en este un
espacio para embellecer y purificar la vida. Desde Nietzsche, lo feo se reconoce
como categoría estética, y la realidad es que, para Zátonyi, si el Arte expresa
al hombre, no se puede reducir únicamente a lo bello, falsificando lo feo y la
existencia humana.
Lo lindo como equivalente del Arte no es más que una trampa del poder para
imposibilitar el crecimiento del hombre. Este poder jamás quiso enfrentar lo que
desbordaba su dominio, ya que un saber más allá de lo conocido pone en crisis su
estructura. Sobre esto, Zátonyi (Una estética del arte, 2005, Capítulo 5)
presenta dos mundos: el de la luz y el de las tinieblas. Quien teme mirar hacia
este último, se convierte en parásito de lo estructurado. La mirada hacia el
afuera y el abismo, viene inevitablemente acompañada de dolor y peligros.
Nuestro mundo, el de la luz, el orden, lo comprobado sirve de refugio, pero tras
este aparente escudo se termina vislumbrando la angustia de la existencia y no
existencia. La creación artística, la lucha entre el saber y el no saber, trae
sufrimiento. El Arte, mientras es tal, convierte en soportable lo temible.
Nombra lo innombrable. Durante mucho tiempo fue visto sólo como posibilidad de
alivio y justificación para el hombre. Lejos de esta media verdad y mirada
falsificadora, con el Arte el hombre se encuentra, se piensa a sí mismo y se
defiende.
Allá por el siglo XVIII, cuando “el Constructor Celestial fue reemplazado por el
Gran Relojero” (Aportes a la estética, 2006, El gran relojero y su servidor), y
la estructuración del universo sobre el eje cristiano y la fe religiosa comenzó
a resquebrajarse, por primera vez el hombre empezó a reconocerse en su orfandad.
El humano advirtió la frágil realidad entre su condición finita y su mirada
anhelante hacia el infinito y, a partir de esto, decidió construir, justamente,
sistemas defensivos: lo que Marta Zátonyi llama Barreras Ontológicas (Arte y
creación, 2007, Un mundo amplio). La Religión, la Filosofía, la Ciencia, el
Mito, el Arte, le sirven al hombre para sostenerse como ser, dar sentido a su
vida y convertir la organicidad animal en existencia. La barrera que nos
concierne posibilita acercarse a los límites sin pagar un precio alto por ello.
A partir del lenguaje (cinematográfico, en este caso), nos alejamos del caos. El
Artista, al ser un ente bicéfalo, mira hacia el caos con una de sus caras y
hacia adentro con la otra, donde echa mano al lenguaje. Articula aquello que
existe con lo que aún no es. Toma del mundo objetivo, de lo existente y lo pasa
por el filtro de su subjetividad, lo llena de su contenido. A esto le llamamos
desplazamiento simbólico, condición fundamental del Arte.
A través del proceso de simbolización, el inconsciente del creador, aquellas
fuerzas pulsionadas, van a sublimarse pero no expresándose desnudamente, sino
siempre disfrazándose de otra cosa. La desmetaforización del Arte puede
llevarnos a la locura. Por eso, con el símbolo, en esta confluencia entre el
compromiso consciente con el mundo y la sublimación, el Artista descubre
cubriéndose. Experimenta sin entregarse a lo irreversible. Sirve de catalizador
para que nos encontremos con algo propio pero aún no reconocido, siempre
estableciendo cierta distancia desde la representación.
En The Big Shave, la muerte, la soledad, el impacto de la autodestrucción
física, si bien son contados de forma magistral por la cámara, no dejan de ser
eternas angustias humanas imposibles de embellecer que nos son puestas frente a
los ojos. Tanto desde la pulcritud de la porcelana siendo bañada en sangre, como
la belleza hegemónica del hombre despedazada lentamente sin reacción, Scorsese
genera un constante vaivén entre lo Bello y lo Feo, el Eros (el placer, la
conservación y la vida) y el Tánatos (agresivo, destructivo, la muerte). El
autor indaga sobre sus inquietudes, sobre la angustiante existencia. Pregunta
sobre la vida, sobre el hombre y su destino, dejando lugar a la ausencia de
respuestas definitivas. Cuando hablamos de la creación artística como medio
defensivo, no es de ninguna manera una exageración. Estos horrores puestos sobre
la mesa ayudan a ser soportados. Haciendo visible lo vedado, el Arte participa
en la cosmovisión del mundo que elabora el hombre.
Historia: diálogo sin fin entre pasado y presente
Opuesta a esta capacidad generadora de mundos y creadora de mito que posee el
Arte, la estética positivista busca reducir su zona de análisis a una teoría del
reflejo: una máquina de estampar el mundo objetivo; espejo sin existencia
propia. En los tiempos de los hermanos Lumière y sus cortometrajes, a fines del
siglo XIX, la invención del cinematógrafo era utilizada con esta finalidad. En
piezas como ‘La Sortie de l'Usine Lumière à Lyon’ (Salida de los obreros de la
fábrica, 1895), como un simple medio para el control de los trabajadores
saliendo de sus fábricas. Con extrema lealtad a la realidad empírica, lo que no
ocurría dentro del cuadro no existía. Pero para Zátonyi, la anatomía de la cara
no despierta interés alguno. Le demanda al Arte conocimientos que sin él, no
llegaría a ver.
A comienzos del siglo XX, David Wark Griffith, norteamericano dixie derrotado
por el Norte yanqui en la Guerra Civil, tomaría la máquina liberal-capitalista
que venció a su familia y la daría vuelta como un guante. En palabras de
Zátonyi, “la imposición de la voluntad del poder es más factible cuanto más
masivo es el medio que la difunda, pero los medios para enfrentar esta
imposición también están ahí” (Una estética del arte, 2005, Capítulo 3). Al
cinematógrafo de control de los Lumière, Griffith le daría un lenguaje. Con la
representación, el fuera de campo y creando el montaje paralelo, enfrentaría los
intereses del sistema imperante en películas como A Corner in Wheat (1909), por
ejemplo, donde un empresario intenta acaparar el mercado de trigo, destruyendo
la capacidad de comprar pan de las clases bajas al subir sus precios, muriendo
en el pozo de su producto sobre el final. A la apropiación meramente técnica y
la horizontalidad teatral le opone, justamente, una imaginación mítica.
Con el padre fundador Griffith, nace el cine tal como lo conocemos,
profundamente Kantiano al romper con la estética del poder. Desde él hasta
Scorsese, 60 años más tarde, ¿se arrastra sólo la tradición de un lenguaje
formal? ¿O también de una ideología y un enemigo en común?
En este ejercicio experimental, tomando de las corrientes vanguardistas de la
Nouvelle Vague francesa y el cine soviético, comenzó a desviarse de aquel
montaje invisible de los pioneros americanos como Griffith. En El Acorazado
Potemkin (1925), de Sergei Eisenstein, la repetición discontinua de una misma
acción (un bombardeo, por ejemplo) desde distintos planos es una constante.
Jean-Luc Godard también fue uno de los grandes impulsores de estos métodos
rupturistas. En Sin Aliento (1960), por ejemplo, es aplicado infinidad de veces,
saltando de un plano a otro desde angulaciones o ejes ópticos similares, no
respetando la continuidad y poniendo énfasis en la acción.
La utilización de estos llamados jump-cuts son toda una declaración de
principios en cuanto a una forma de hacer cine. Hacen visible la mano del
director, quien ya no se esconde detrás de la cámara, construyendo el concepto
de auteur (autor) que adoptarían en el Nuevo Hollywood.
En The Big Shave, Scorsese aplica el jump-cut y la repetición en reiteradas
ocasiones con el mismo propósito: darle gran peso a una acción, fragmentándola y
condicionando fuertemente la mirada del espectador. Se puede ver cuando el
hombre se quita la remera, o en el corte final de su garganta. Como decía
Eisenstein, desde el montaje se reconstruye la percepción del que observa.
Scorsese nos obliga a revivir cada corte, cada abertura del rostro una y otra
vez y marchar por el mismo recorrido que él atravesó al crear.
Scorsese, como todo buen director, regresa también a la obra de Hitchcock. En
Psicosis (1960) tanto como en The Big Shave, se juega con la relación del baño
como espacio íntimo y seguro para instalar esa idea en el espectador y luego
romperla. Pero a partir de la desnudez, existe también una cara vulnerable,
desprotegida. Con la obra de Hitchcock ya incorporada, quien mira tiene cierta
premonición sobre que algo va a pasar, que lo trágico y fatal está a la vuelta
de la esquina. Si en Psicosis el cuchillo era empuñado por Norman Bates
convertido en madre, con el desagüe de la ducha llevándose simbólicamente el
alma de Marion Crane, acá el mal no es encarnado por una otredad palpable, sino
que, como mencionamos anteriormente, el mismo protagonista se autoflagela.
Sobre esto, y volviendo a Europa, Scorsese retoma al primer Luis Buñuel,
específicamente la muda Un perro andaluz (1929). Ambos encuentran la expresión
del horror en la falta de palabra, confiando en que el acto violento puesto
frente a la cámara diga más que cualquier cosa. En aquel cortometraje
surrealista del español, el corte de la cuchilla sobre el ojo era llevado a cabo
hacia la presencia de un otro al igual que en la película de Hitchcock. En The
Big Shave, el atentado es contra el propio cuerpo.
Se podría hablar acá nuevamente de Vertiente 1, donde los monstruos existen pero
el hombre no se da cuenta de ellos, se disfrazan de ordenadores. El enemigo está
fuera de campo, un sistema que mueve los hilos invisiblemente, atormenta y se
impregna en la psiquis del hombre norteamericano que proyecta Scorsese. Instala
la violencia en él y lo vuelve autómata hasta en su destrucción.
La perfección capitalista del género publicitario es pervertida, volviéndola
masoquista con imágenes crudas a través del contraste del blanco/rojo en el
lavamanos, algo que no estaba al alcance en Psicosis. Esa crudeza también es
buscada en ambas piezas audiovisuales a partir del ida y vuelta acelerado entre
primer plano y plano detalle de la acción. Scorsese, negándose a que la cámara
mire hacia otro lado y sumergiendo de lleno al espectador en el derramamiento de
sangre, establece lo que luego sería una constante en su obra.
El espacio ordinario del baño, asociado con la necesidad biológica de la
expulsión de desechos, se transforma en un lugar de sacrificio; un espacio de
pérdida y expulsión pero virando hacia lo espiritual: la limpieza de pecados.
Scorsese, autor católico por excelencia, conjuga a lo largo de su obra lo
mundano, lo profano y lo sagrado. Gran ejemplo, por cierto, de ese “eterno
retorno” del que habla Zátonyi (Aportes a la estética, 2006, Una isla llena de
ruidos). La vuelta constante a reabastecerse de la inquietud original, para
tener desde dónde preguntar y hacia dónde mirar. En la historia del
cristianismo, abundan representaciones de mártires en distintas obras. Aquel que
soportando el sufrimiento encuentra dicha en la renuncia a todo, alcanzando la
remisión y purificación con su sangre.
Sobre el acto de afeitado, la idea del ritual y el proceso es una obsesión en el
director. En Taxi Driver (1976), uno de sus primeros largometrajes, Travis
Bickle, casualmente un ex combatiente de Vietnam, escribe en un diario en el que
lleva sin falta el registro de su día a día, siendo el narrador que guía al
espectador a través de sus escritos y pensamientos (si se quiere, una proyección
del propio Scorsese operando detrás, como puede serlo The Big Shave de su estado
mental). Bickle, al igual que la mayoría de los personajes principales de
Scorsese, es un hombre atormentado, con una ira interior que se vuelve
incontenible y eventualmente va a estallar. La redención y limpieza de estos
personajes está siempre ligada al sufrimiento físico, el baño de sangre. El
desenlace de Taxi Driver se da con Travis proclamándose enviado divino,
salvador, desatando una matanza y recibiendo disparos en un prostíbulo para
salvar a una niña de 12 años. Todo para “limpiar la basura de las calles”.
En las escenas de preparación previas a este momento, Scorsese repite la
dinámica de The Big Shave. Posiciona a Bickle frente al espejo de su hogar, un
espejo que parece replicar el pasado y los horrores, haciendo que el veterano de
guerra amenace a su propio reflejo en la célebre escena de “You’re talking to
me?”. La preocupación del director está clara: la violencia como algo ya
inherente, impregnado y latente en la mente del hombre, potenciado por la
guerra, los medios, el sistema de poder y consumo mismo. Ira contenida que
empuja para salir, como esos océanos de sangre que brotan de los cuerpos al ser
abiertos.
En Toro Salvaje (1980), Scorsese cambia el escenario por un ring de boxeo, donde
Jake LaMotta busca expiar sus pecados peleando, nuevamente, sangrando y
dañándose físicamente como condición misma de su profesión. El espejo, como
lugar para encontrarse con el recuerdo fatal. En el caso de LaMotta, de su
decadencia como boxeador y ser humano a lo largo de todo el metraje.
Intérpretes de maravillas olvidadas
Esa idea de que la afinidad del cine por los datos materiales obstaculiza las
preocupaciones espirituales, está bastante lejos de la realidad. Al contrario,
el cine apela a la realidad superficial como puerta hacia la vida interior. La
antes mencionada pérdida del componente sagrado en el sistema capitalista, esas
formas esotéricas y antiguos impulsos del rito dejados de lado por la
organización racional de la vida, son muchas veces recuperados por los artistas.
Lo hierofánico, el conjunto empírico articulado con la revelación de lo sagrado,
ha estado siempre altamente ligado al Arte. Cada vez que se intentó arrebatarle
este carácter a la humanidad, se la perjudicó.
La dinámica del Arte oscila constantemente entre conservación y renovación.
Desde su fundación, el cine funcionó, al igual que la memoria humana, como
aduana. Aduana de otras disciplinas, eligiendo qué camino tomar, qué olvidar,
con qué quedarse y con qué no, llegando a mediados del siglo XX con la
autoconciencia suficiente para descansar en su propia tradición.
Hoy la historia se charla en términos de datos y fichas técnicas, con un ser
moderno creyente en el infinito progreso que mira de otra forma lo antiguo. Pero
no tomar conceptos elaborados por otros es de una omnipotencia intelectual
gigantesca, sentencia Zátonyi. Es por esto que cuando aparece un Scorsese, un
Carpenter, un Cameron, entre tantos otros, hasta aquellos con esa visión moderna
negadora del pasado terminan recibiendo lo anterior de forma camuflada. Existe
un extracto de Foucault, que si bien no refiere a esto, bien puede ser aplicado:
"hay una historia que conocemos y una historia sumergida". Estos autores nos
presentan primeras historias simples, pero como estructurados y estructurantes,
en su relación con el objeto, esconden debajo cual Caballo de Troya varias capas
articulando tanto sus visiones del mundo como el arrastre de una tradición
artística. Todo esto, desde el aparato comercial y el accesible y universal
código contemporáneo, actuando como “intérpretes de maravillas olvidadas” (Arte
y creación, 2007, Capítulo 2).
Entre tantas cosas, The Big Shave explora cuestiones como la masculinidad, la
cultura de consumo y el imaginario americano. Convirtiéndose en una crítica al
poder y el esteticismo positivista, expone las limitaciones de una percepción
que solo busca la belleza y el orden. Nos muestra una imagen cruda y a la vez
poética de la violencia en la sociedad, funcionando, como toda verdadera obra de
arte, no como medio de satisfacción, sino como impulso para que el receptor
avance en la reflexión sobre su existencia, realidad social y cultural.
Sobre la mutilación del organismo, como humanos obviamente tememos a la muerte.
Pero habría que preguntarnos, volviendo a la idea del deseo perverso, si
realmente no la anhelamos con aún mayor intensidad como espectadores del hecho.
Como ya dijimos, este acto, además de comunicar con el cuerpo en tiempos donde
todo se dice y se sobreexplica, supone una intensa ira contenida. ¿Tiene retorno
esa infección violenta en la mente humana? ¿Puede volverse bello aquello
terrible y trágico? Una vez que tomamos conciencia de las fuerzas y males
invisibles, ¿no deberíamos cuestionar si realmente conocemos lo que nos rodea?
¿Son seguros esos espacios que creemos tales? Por último pero no menos
importante: ¿habrá una revalorización de la tradición y lo sagrado o se
continuará en este camino hacia su desdibujamiento, viéndolo como algo
anticuado, perteneciente a tiempos e instituciones de antaño? Sólo nos queda la
incertidumbre. Pero mientras existan obras eternas como la de Scorsese, visiones
del Arte tan fundamentales, podemos estar tranquilos que en el océano pasatista
habrá un lugar al que acudir para pensar el mundo, que nos devolverá aquello que
se creía extinto. La cultura siempre sobrevive a sus portadores, así que
confiemos en que el legado será continuado.
Bibliografía:
Carr, E. (1961). ¿Qué es la Historia?. Barcelona: Ariel.
Foucault, M. (1996). El yo minimalista y otras conversaciones. Buenos Aires:
Biblioteca de la mirada. Habermas, J. (1988). La modernidad, un proyecto
incompleto. México. Editorial Kairós.
Zátonyi, M. (2005). Una estética del arte y el diseño de imagen y sonido. Buenos
Aires: Librería Técnica CP67. Zátonyi, M. (2006). Aportes a la estética: Desde
el arte y la ciencia del siglo 20. Buenos Aires: La Marca.
Zátonyi, M. (2007). Arte y creación: Los caminos de la estética. Buenos Aires:
Capital Intelectual.